
El
tema es enormemente complejo como para ser analizado en corto espacio, pero
haré alguna reflexión. En mi opinión todo el problema gira en torno a dos
cuestiones fundamentales: Cuáles son las condiciones de vida que se cuestionan;
y quién es el dueño de la vida, es decir, quién tiene derecho a decidir. Empecemos
por la segunda. En sociedades con marcada fe religiosa parece bastante atrevido
pensar algo diferente a que Dios sea el dueño de la vida, y que, por tanto,
nadie puede decidir sobre la misma. Contradictoriamente, algunos de los que
defienden esto abogan por la pena de muerte, y hasta la aplican por su mano a
escondidas.
En
cualquier caso, la creencia de que Dios es el dueño de la vida es defendible
solo desde un punto de vista religioso, y, como he dicho tantas veces, la fe
religiosa es algo opcional, personal e individual que puede ser compartido o no,
pero no puede servir de base al derecho civil. Entonces, civilmente, ¿Quién es
el dueño de la vida? Será difícil, si no imposible, encontrar alguna alusión
explícita a este tema en cualquier constitución de cualquier país. Lo que sí
hacen todas las constituciones es reconocer el derecho a la vida, lo que viene
a significar que nadie tiene derecho a quitar la vida a otra persona, o, lo que
es lo mismo implícitamente, que la vida le pertenece a cada quien.
Por
tanto, civilmente cada persona es dueña de su vida, y es su opción personal
transferir esa propiedad a Dios en función de sus creencias, y en tal caso ello
aplica para uno mismo; no para los demás. Pero si la vida pertenece a uno
mismo, ¿por qué no se acepta el suicidio? La constitución defiende el derecho a
la vida, pero no la obligación de vivir. Sin embargo, lo natural es el deseo de
vivir; cuando uno no es capaz de decidir por sí mismo, tiene sentido que otros
lo hagan asumiendo que el deseo de uno es vivir. Incluso en un intento de suicidio
de una persona sana, cabe asumir que el deseo de quitarse la vida es anómalo,
temporal y circunstancial, y que es posible recuperar el deseo de vivir.
Sin embargo,
cuando conscientemente una persona desea morir porque su sufrimiento es más
fuerte que su deseo de vivir, y la situación es objetivamente irreversible, solo
puede ser comprensible oponerse a su voluntad en forma personal por objeción de
conciencia, pero negarle su voluntad desde el punto de vista civil parece
contradecirse con el reconocimiento implícito de cada persona es dueña de su
vida. Más parece que somos los demás los dueños de su vida al decidir sobre
ella en contra de su voluntad.
Y
en este punto entra en juego la otra cuestión fundamental que motiva el debate,
es decir, las condiciones de vida que provocan el deseo de no seguir luchando
por vivir. Siempre he defendido la vida entendiéndola con un mínimo de dignidad.
Cuando por la situación de sufrimiento la vida ya no es vida y la posibilidad
de recuperación es nula, me parece perfectamente entendible el deseo de no
seguir viviendo. Incluso, viéndolo desde el punto de vista religioso, tratar de
prolongar artificialmente la vida de alguien a quien Dios ya está llamando a su
lado, parece contradictorio y una falta de respeto a Dios, y a la persona por
prolongarle inútilmente el sufrimiento.
Yo no veo la
vida como un valor absoluto. Si la vida pertenece a cada quien, el valor de la
vida es relativo al valor que cada quien dé a su vida. Con la misma naturalidad
con que se reconoce el derecho a la vida debería reconocerse también el derecho
a la muerte digna. Sin embargo, hacemos mucho más esfuerzo para ofrecer una
muerte indigna que para ofrecer una vida digna a la sociedad. Se reconoce el
derecho a vivir por el simple hecho de nacer, pese a que no es uno mismo quien
ha decidido nacer, y sin embargo, no se reconoce el derecho a morir aun cuando
sea uno mismo, dueño de su vida, quien decida que ya no desea vivir.
Acerca de la Dra. Mendoza
Burgos
Titulaciones en Psiquiatría General y
Psicología Médica, Psiquiatría infantojuvenil, y Terapia de familia, obtenidas
en la Universidad Complutense de Madrid, España.
Mi actividad profesional, desde 1,993,
en El Salvador, se ha enfocado en dos direcciones fundamentales: una es el
ejercicio de la profesión en mi clínica privada; y la segunda es la
colaboración con los diferentes medios de comunicación nacionales, y en
ocasiones también internacionales, con objeto de extender la conciencia de la
necesidad de salud mental, y de apartarla de su tradicional estigma.
Fui la primera Psiquiatra
infanto-juvenil y Terapeuta familiar acreditada en ejercer dichas
especialidades en El Salvador.
Ocasionalmente he colaborado también
con otras instituciones en sus programas, entre ellas, Ayúdame a Vivir,
Ministerio de Educación, Hospital Benjamín Bloom, o Universidad de El Salvador.
He sido también acreditada por la embajada de U.S.A. en El Salvador para la
atención a su personal. Todo ello me hizo acreedora en 2007, de un Diploma de
reconocimiento especial otorgado por la Honorable Asamblea Legislativa de El
Salvador, por la labor realizada en el campo de la salud mental. Desde 2008
resido en Florida, Estados Unidos, donde compatibilizo mi actividad profesional
con otras actividades.
La tecnología actual me ha permitido
establecer métodos como video conferencia y teleconferencia, doy consulta a
distancia a pacientes en diferentes partes del mundo, lo
cual brinda la comodidad para mantener su terapia regularmente aunque
esté de viaje. De igual manera permite a aquellos pacientes que viven en
ciudades donde los servicios de terapeuta son demasiado altos acceder a ellos.
Todo dentro de un ambiente de absoluta privacidad.
Trato de orientar cada vez más mi profesión hacia la
prevención, y dentro de ello, a la asesoría sobre relaciones familiares y
dirección y educación de los hijos, porque después de tantos años de
experiencia profesional estoy cada vez más convencida de que el
desenvolvimiento que cada persona tiene a lo largo de su vida está muy
fuertemente condicionado por la educación que recibió y el ambiente que vivió
en su familia de origen, desde que nació, hasta que se hizo adulto o se
independizó, e incluso después.
Estoy absolutamente convencida del rol
fundamental que juega la familia en lo que cada persona es o va a ser en el
futuro.
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