Traducción libre
Washington, D.C., 21 de enero de 2013
Vicepresidente
Biden, Presidente del Tribunal Supremo, miembros del Congreso de los Estados
Unidos, distinguidos invitados y compatriotas:
Cada vez que nos reunimos para tomar posesión de la presidencia, somos testigos
de la fuerza perseverante de nuestra Constitución. Afirmamos la promesa de
nuestra democracia. Recordamos que lo que une a esta nación no son los colores
de nuestra piel o los principios de nuestra fe o el origen de nuestros nombres.
Lo que nos hace excepcionales –lo que nos hace estadounidenses—es nuestro
compromiso con una idea, articulada en la declaración hecha hace dos siglos:
“Sostenemos estas verdades para que sean evidentes por sí solas, que todos los
hombres son creados iguales, que son bendecidos por el Creador con ciertos
derechos inalienables, que entre esos están la Vida, la Libertad y la búsqueda
de la Felicidad”.
Hoy continuamos un viaje sin fin, para alcanzar el significado de aquellas
palabras con las realidades de nuestro tiempo. Porque la historia nos dice que
si bien estas verdades son evidentes por sí solas, no se cumplen solas; que si
bien nuestra libertad es un regalo de Dios, debe ser cuidado por su Pueblo aquí
en la Tierra. Los patriotas de 1776 no lucharon para reemplazar la tiranía de
un rey con los privilegios de unos pocos o por el poder de la turba. Nos dieron
una República, un gobierno de, y por, y para el pueblo, confiándole a cada
generación la obligación de mantener a salvo nuestro credo.
Por más de doscientos años, lo hemos hecho.
Por la sangre sacada con el látigo y la sangre sacada por la espada, hemos
aprendido que ninguna unión basada en los principios de la libertad y la
igualdad podría sobrevivir medio esclava y medio libre. Nos reconstruimos solos
y prometimos avanzar juntos.
Juntos, determinamos que una economía moderna requiere líneas de ferrocarril y
autopistas para acelerar el transporte y el comercio; las escuelas y las
universidades para entrenar a nuestros trabajadores.
Juntos, hemos descubierto que un mercado libre solo prospera cuando hay reglas
que aseguren la competencia y el juego limpio.
Juntos, decidimos que una gran nación debe cuidar a sus vulnerables, y que
protege a su gente de los peores peligros e infortunios de la vida.
En todo este camino, nunca hemos cedido en nuestro escepticismo por la
autoridad central, ni hemos sucumbido a la ficción que todos los males de la
sociedad pueden ser curados solo por el gobierno. Que celebremos las
iniciativas y las empresas; que insistamos en el trabajo duro y en la
responsabilidad personal, son constantes en nuestro carácter.
Pero siempre hemos comprendido que cuando los tiempos cambian, también debemos
cambiar nosotros; que la fidelidad a nuestros principios fundacionales requiere
nuevas respuestas a nuevos retos; que preservar nuestras libertades
individuales al final requiere de acciones colectivas. Porque el pueblo
estadounidense no puede cumplir con las demandas del mundo de hoy actuando
solo, como los soldados estadounidenses no podrían haber encardo las fuerzas
del fascismo o del comunismo con mosquetes y milicias. Ninguna persona por sí
sola puede entrenar a todos los maestros de matemáticas y ciencias para
preparar a nuestros hijos para el futuro, o construir las carreteras y las
redes y los laboratorios de investigación que traerán nuevos trabajos y
negocios a nuestras costas. Ahora, más que nunca, debemos hacer estas cosas
juntos, como una nación, y como un solo pueblo.
Esta generación de estadounidenses ha sido puesta a prueba por crisis que
fortalecieron nuestra decisión y probaron nuestra capacidad. Una década de
guerra está terminando. Nuestra recuperación económica ha comenzado. Las
posibilidades de Estados Unidos son infinitas, porque poseemos todas las
cualidades que este mundo sin fronteras demanda: juventud e ímpetu; diversidad
y apertura; una capacidad sin fin para los riesgos y un don para la
reinvención. Mis queridos compatriotas, estamos hechos para este momento, y lo
aprovecharemos –siempre y cuando lo hagamos juntos.
Porque nosotros el pueblo, entendemos que nuestro país no puede tener éxito
cuando unos pocos que cada vez son menos viven bien y que las mayorías en
aumento apenas si salen a flote. Creemos que la prosperidad de Estados
Unidos debe descansar sobre los hombros de una pujante clase media. Sabemos que
Estados Unidos florece cuando cada persona puede encontrar independencia y
orgullo en su trabajo; cuando los sueldos del trabajo honesto liberan familias
del borde de la pobreza. Cumplimos con nuestro credo cuando una niña nacida en
la mayor pobreza sabe que tiene la misma oportunidad de tener éxito que
cualquier otro, porque es estadounidense, es libre y es igual, no solo a los
ojos de Dios sino también a los nuestros.
Comprendemos que nuestros gastados programas son inadecuados para las
necesidades de nuestro tiempo. Debemos forjar nuevas ideas y tecnología para
rehacer nuestro gobierno, relanzar nuestro código de impuestos, reformar
nuestras escuelas y empoderar a nuestros ciudadanos con las habilidades que
necesitan para trabajar más duro, aprender más y subir más. Pero mientras los
medios cambiarán, nuestros propósitos persisten: a una nación que premia el
esfuerzo y la determinación de cada estadounidense. Esto es lo que requiere el
momento. Eso es lo que dará verdadero significado a nuestro credo.
Nosotros, el pueblo, aún creemos que cada ciudadano merece una medida básica de
seguridad y dignidad. Debemos tomar las decisiones difíciles para reducir los
costos del cuidado de la salud y de tomar control de nuestro déficit. Pero
rechazamos la creencia que Estados Unidos debe escoger entre cuidar a la
generación que construyó este país e invertir en la generación que construirá
su futuro. Porque recordamos las lecciones de nuestro pasado, cuando años
oscuros fueron caracterizados por la pobreza, y los padres de un niño con
impedimentos no tenía a quién acudir. No creemos que en este país, la libertad
está reservada para los que tienen suerte, o la felicidad para los pocos.
Reconocemos que sin importar qué tan responsablemente vivimos, cualquiera de
nosotros, en cualquier momento, puede sufrir un despido, o una enfermedad
repentina, o que nuestra casa se la lleve una tormenta terrible. Los
compromisos que tenemos unos con otros –a través de Medicare y Medicaid y la
Seguridad Social—estas cosas no socavan nuestras iniciativas; nos
fortalecen. No nos hace una nación de aprovechados; nos libera para tomar los
riesgos que hace a este país grande.
Nosotros, el pueblo, todavía creemos que nuestras obligaciones como
estadounidenses no son solo para nosotros, sino para toda la posteridad.
Responderemos a la amenaza del cambio climático, sabiendo que dejar de hacerlo
traicionaría a nuestros hijos y a las futuras generaciones. Algunos todavía
pueden negar la abrumadora evidencia de la ciencia, pero nadie puede evitar el
impacto devastador de los incendios forestales, y de la paralizante sequía y de
más potentes tormentas. El camino hacia las fuentes de energía sostenible será
largo y algunas veces difícil. Pero Estados Unidos no puede resistirse a esta
transición, debe liderarla. No podemos ceder a otras naciones la tecnología que
impulsará nuevos trabajos y nuevas industrias –debemos reclamar este derecho.
Así es como mantendremos la vitalidad de nuestra economía y nuestros tesoros
nacionales –nuestros bosques y nuestros ríos; nuestras tierras fértiles y nuestros
picos nevados. Así es cómo preservaremos nuestro planeta, que Dios nos ha
ordenado cuidar. Eso es lo que le dará significado al credo que una vez
declararon nuestros padres.
Nosotros el pueblo, todavía creemos que la seguridad permanente y la paz duradera
no requieren de una guerra perpetua. Nuestros valientes hombres y mujeres
uniformados, templados por las llamas de la batalla, son inigualables en
habilidades y coraje. Nuestros ciudadanos, forjados por la memoria de los que
hemos perdido, conocen demasiado bien el precio que se paga por la libertad. El
conocimiento del sacrificio nos mantendrá vigilante contra aquellos que
querrían hacernos daño. Pero también somos herederos de aquellos que ganaron la
paz y no solo la guerra, que convirtieron a nuestros peores enemigos en los
amigos más confiables, y debemos traer esas lecciones a este tiempo también.
Defenderemos a nuestro pueblo y sostendremos nuestros valores a través de la
fuerza de las armas y del cumplimiento de la ley. Mostraremos nuestro coraje
para tratar y resolver nuestras diferencias con otras naciones de manera
pacífica –no por ser ingenuos sobre los peligros que encaramos, sino porque el
involucramiento puede funcionar mejor para borrar las sospechas y el miedo.
Estados Unidos seguirá siendo el ancla de las fuertes alianzas en todos los
rincones del mundo; y renovaremos estas instituciones que extienden nuestra
capacidad para manejar crisis en el extranjero, porque nadie tiene más en juego
en un mundo pacífico que su nación más poderosa. Apoyaremos la democracia desde
Asia hasta África; desde las Américas hasta el Medio Oriente, porque nuestros
intereses y nuestras conciencias nos obligan a actuar en nombre de aquellos que
buscan la libertad. Y debemos ser la fuente de esperanza para los pobres, los
enfermos y los marginados, las víctimas de prejuicio –no por mera caridad, sino
porque la paz en nuestros tiempos requiere el constante avance de estos
principios que nuestro credo en común describe: tolerancia y oportunidad;
dignidad humana y justicia.
Nosotros, el pueblo, declaramos hoy la más evidente de las verdades –que todos
nosotros somos creados iguales—es la estrella que todavía nos guía; tal como
guió a nuestros antepasados a través de las cataratas del Seneca, y en Selma, y
en Stonewall; tal como guió a todos aquellos hombres y mujeres, celebrados y no
celebrados, que dejaron huellas a los largo de esta gran alameda, para escuchar
a un tal King proclamar que nuestra libertad individual está indivisiblemente
atada a la libertad de cada alma en esta Tierra.
Es tarea de nuestra generación seguir el camino que comenzaron estos pioneros.
Porque nuestro viaje no está completo hasta que nuestras esposas, nuestras
madres, y nuestras hijas puedan ganarse la vida de acuerdo a sus esfuerzos.
Nuestro viaje no está completo hasta que nuestros hermanos y hermanas
homosexuales sean tratados como cualquier otro bajo la ley –porque si somos
realmente creados iguales, entonces seguramente el amor con que nos
comprometernos unos con otros debe ser igual también. Nuestro viaje no está
completo hasta que ningún ciudadano sea obligado a esperar durante horas para
ejercer el derecho al voto. Nuestro viaje no está completo hasta que
encontremos una mejor manera de dar la bienvenida a los esperanzados y luchadores
inmigrantes que todavía ven en Estados Unidos la tierra de oportunidad, hasta
que los brillantes estudiantes y los ingenieros sean enlistados en nuestras
fuerzas de trabajo en lugar de ser expulsados de nuestro país. Nuestro viaje no
está completo hasta que todos nuestros hijos, desde las calles de Detroit hasta
las colinas de Appalachia hasta las calles de Newtown, sepan que les cuidamos y
que les queremos, y que siempre les cuidaremos de los peligros.
Esa es la tarea de nuestra generación –hacer que estas palabras, estos
derechos, estos valores—de Vida, de Libertad y de Búsqueda de la felicidad
–sean reales para cada estadounidense. Cumplir con los documentos fundacionales
no requiere que estemos de acuerdo en cada vuelta de la vida; no significa que
todos tendremos el mismo concepto de libertad, o que todos seguiremos el mismo
preciso camino hacia la felicidad. El progreso no nos obliga a que resolvamos
los debates sobre el papel del gobierno que llevan siglos para toda época –pero
requiere que actuemos en nuestra época.
Porque ahora es tiempo de decisiones, y no podemos quedarnos parados. No
podemos confundir absolutismo con principios, o sustituir espectáculo por
política, o tratar los insultos como un debate razonable. Debemos actuar,
sabiendo que nuestro trabajo será imperfecto. Demos actuar, sabiendo que las
victorias de hoy serán solo victorias parciales, y que dependerá de los que
estén aquí dentro de cuatro años, y dentro de 400 años para avanzar en el
espíritu una vez conferido a nosotros en un salón de Filadelfia.
Mis queridos compatriotas, el juramento que he hecho hoy ante ustedes, como el
recitado por otros que sirvieron en este Capitolio, fue un juramento a Dios y
al país, no a un partido o facción –y debemos cumplirlo fielmente durante lo
que dure nuestra función. Pero las palabras que pronuncié hoy no son tan
diferentes de los juramentos que toman los soldados al enlistarse, o al de un
inmigrante que cumple su sueño. Mi juramento no es tan diferente de la promesa
que hacemos a la bandera que ondea sobre nosotros y que llena nuestros
corazones de orgullo.
Son las palabras de los ciudadanos, y representan nuestra máxima esperanza.Ustedes
y yo, como ciudadanos, para establecer el camino de este país.
Ustedes y yo, como ciudadanos, tenemos la obligación de darle forma a los
debates de nuestro tiempo –no solo con los votos que emitimos, sino con las
voces que levantamos en defensa de nuestros valores más antiguos y nuestros
ideales más perdurables.
Permitamos que cada uno de nosotros abrace, con solemnidad y alegría, lo que
constituye nuestro derecho de nacimiento. Con esfuerzo común y propósito común,
con pasión y dedicación, respondamos al llamado de la historia y llevemos al
futuro incierto nuestra preciosa luz de la libertad.
Gracias, que Dios los bendiga y que bendiga por siempre a los Estados Unidos de
América.