La región sufre una metástasis generada por la violencia y la desigualdad. El narcotráfico, las maras y el populismo punitivo, entre otros males, devoran unos Estados frágiles y erosionados por la globalización.
Hace poco más de veinte años entraban en vigor los Acuerdos de Paz de Chapultepec con los que el gobierno de El Salvador y el Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional (FMLN) ponían fin a doce años de guerra civil. Estos acuerdos, que fueron un referente en el imaginario de la pacificación, de la reinserción de los combatientes, de la transparencia institucional, del control civil de las Fuerzas Armadas y del restablecimiento de la dignidad de los ciudadanos, están muy lejos de haberse materializado. No cabe duda que su espíritu aún continúa siendo un hito para toda la región centroamericana, aunque hoy la realidad que viven estos cinco países está más cerca de los peores años de la guerra que de los propósitos estos acuerdos.
Hoy los cinco Estados que conforman Centroamérica sufren una severa metástasis provocada por la violencia ligada al tráfico de narcóticos, personas y recursos estratégicos hacia Estados Unidos. No por casualidad la violencia que hoy impera en Guatemala, El Salvador y Honduras (el llamado “triángulo norte”) es más intensa de la que sufrieron en plena crisis de los 80. Es más, según el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), El Salvador destaca, con un índice de 65 homicidios por cada 100.000 habitantes, como el Estado más violento del mundo. Un dudoso mérito al que parecen también aspirar Guatemala y Honduras que con 47 y 46 homicidios por 100.000 habitantes, respectivamente, se sitúanentre los diez países más peligrosos del planeta.
Lo cierto es que de los cinco Estados del área cuatro comparten múltiples dolencias, aunque cada uno tiene su drama particular. El Salvador, Guatemala, Honduras y Nicaragua tienen una situación socioeconómica trágica (más de las dos terceras partes de su población está en el umbral de la pobreza y más de un tercio en el de la extrema pobreza) fruto de la desarticulación familiar, migración y desarraigo, y productiva que supuso el largo conflicto armado que se prolongó hasta los 90. En este contexto debe añadirse también la débil institucionalidad del Estado, cuya administración pública no está profesionalizada y cambia con la llegada de cada nuevo Presidente de la República, así como la existencia de un sistema judicial ineficaz y absolutamente subordinado al poder político.
En el marco de este contexto, desde hace algo más de una década la criminalidad está tan extendida como la pobreza, y ésta actúa con unos márgenes muy amplios de impunidad por la incapacidad del Estado de mantener el monopolio de la violencia y de administrar justicia. Además, en estas circunstancias muchos sectores de la población piden mano dura a unas autoridades que, desbordadas ante la situación descrita, sólo proponen la militarización de la sociedad y la reducción de las garantías legales de los ciudadanos. El resultado de esta fatal combinación (criminalidad y pérdida de libertades) es la erosión del Estado de Derecho y la aparición de un nuevo populismo que ante la impotencia del gobierno para satisfacer necesidades básicas a la población promete castigos ejemplares a los malhechores: se trata del populismo punitivo.
¿Pero por qué América Centra es una región tan convulsa y vulnerable? Una respuesta sensata pasa por señalar, además de la presencia de una sociedad empobrecida y desarticulada, dos elementos que conllevan una intensa y sangrante competencia entre actores delictivos, muchas veces vinculados a la narcoactividad, pero no sólo a ésta. El primero es que la región ofrece al mundo un recurso de gran trascendencia estratégica: la movilidad a través del corredor mesoamericano. Y el segundo es que los cinco países tienen mucha menor capacidad logística que sus vecinos (México y Colombia) para enfrentar y combatir las mafias internacionales y, por lo tanto, cuándo el Gobierno mexicano o colombiano ha hecho más difícil la vida a la delincuencia organizada, éstas han migrado hacia Centroamérica. Este último fenómeno se denomina “efecto globo”.
De todas formas no todos los países de la región tienen la misma situación. De las cinco Repúblicas la de Guatemala es el caso más crítico, debido a que no existen formaciones políticas que puedan organizar la competencia entre elites ni ofrecer programas de gobierno consistentes. Los partidos son simples plataformas personales que desaparecen después de que un candidato accede al poder. De hecho, ninguna formación cuyo líder haya alcanzado la presidencia ha podido permanecer en la arena política. En este marco de extrema debilidad institucional, asociativa y partidaria a la penetración del mundo del crimen, ha sido enorme, permeando los cuerpos de seguridad, los negocios privados, la justicia y la política. Es más, incluso se podría señalar que en Guatemala ocurre, y con mayor intensidad, todo lo que la prensa denuncia a diario en México: narcopolítica, impunidad, asesinato de activistas y feminicidio. A la vez, y como siempre ocurre, los más vulnerables son los más débiles, y en este país es la población indígena, que es mayoritaria.
El Salvador comparte con Guatemala la violencia y el crimen, pero se le añade un factor autóctono: las maras. Se tratan de pandillas juveniles que viven (y sobreviven) de la economía del crimen y que están formadas por hijos de la diáspora y huérfanos de la guerra. Éstas funcionan como una estructura de acogida y socialización de jóvenes sin oportunidades y representan una de las máximas expresiones de la delincuencia transnacional. Sin embargo, El Salvador tiene una arquitectura política más consistente y coherente que Guatemala, con una sólida competencia entre formaciones de derecha e izquierda.
El caso de Honduras, si bien comparte todos los males con sus dos vecinos del triángulo norte, es prácticamente desconocido. Este país, que está controlado por una elite endogámica y muy conservadora, también ha ido narcotizando su economía a pesar (o precisamente por ello) de la cercanía de sus gobernantes con la Administración estadounidense y con los intereses de Florida.
Los casos de Nicaragua y Costa Rica son algo diferentes. En Nicaragua, a pesar de compartir los índices de pobreza y exclusión de sus vecinos del norte, la violencia es notablemente menor. ¿Cuál es la razón? Muchos analistas coinciden en señalar que este fenómeno es uno de los mejores legados de la experiencia revolucionaria de los 80, que creó una policía de proximidad sensible a los derechos humanos, un Ejército reducido al que no ha penetrado el narco, y una extensa red de asociaciones cívicas presente en los barrios y que contienen la delincuencia juvenil.
Costa Rica también es un caso aparte. Lo es y lo ha sido a lo largo de la historia reciente. Sin embargo, durante los últimos quince años también han surgido muchas incógnitas: la desaparición de uno de los partidos tradicionales y la conversión de los socialdemócratas (el PLN de Oscar Arias) al neoliberalismo, así como el impacto de la globalización han erosionado el proyecto de cohesión social que caracterizó el país. Además, en ese pequeño oasis se han ido instalando algunos capos del narcotráfico que huían de Colombia o México y que, desde sus mansiones, coordinan sus negocios.
También es necesario preguntarse cuáles son las razones de esta explosión de violencia y por qué ha estallado en Centroamérica. No es fácil dar una respuesta sencilla, pero está claro que hay diversos factores. Unos son de naturaleza doméstica y otros externa, que están relacionados con el impacto de la globalización en sociedades empobrecidas gobernadas por Estados pequeños y frágiles.
La globalización ha supuesto una progresiva transferencia del poder desde los gobiernos nacionales hacia otros actores privados (mayoritariamente transnacionales) que tienen como objetivo último el lucro. Estos actores –algunos vinculados a negocios legales, pero muchos otros ilegales– se han beneficiado de la poca capacidad regulación de estos Estados, de la vulnerabilidad (y a veces corruptibilidad) de sus élites y de la desprotección del mercado de trabajo. En el fondo esta región ha sido víctima de su posición geográfica y de los intereses de algunos actores que han visto en la desigualdad, la exclusión, la impunidad y la vulnerabilidad una oportunidad para lucrarse.
Pero no todo lo que ocurre en América Central es fatal. Hoy en la región hay más gente formada y consciente que hace veinte años, como consecuencia de las luchas revolucionarias, la democratización, la educación y el acceso a la información. Estos nuevos sectores de la sociedad, aunque minoritarios, son la consciencia crítica y movilizadora del presente, y la semilla de un futuro mejor. Sin embargo, es difícil pensar que estos países puedan sobrevivir a las amenazas que les acechan sin la presencia de un proyecto más amplio que el nacional. El combate contra los artífices de la violencia y sus raíces sólo puede ser efectivo si tiene una dimensión regional y una visión global, a la par de que en esta compleja lucha el objetivo fundamental no puede ser otro que el de la seguridad y la dignidad de los ciudadanos.