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sábado, 2 de agosto de 2014

Lecciones de la crisis global: Europa: Austeridad y Crecimiento Económico son excluyentes entre si. EEUU: legisladores entorpecen creatividad empresarial

Tomado de esglobal

Las cinco armas más inefectivas contra la crisis

Este reportaje especial sobre la crisis termina analizando las recetas que han resultado desastrosas.

Por Mario Saavedra

El dogmatismo austero

Se puede discutir hasta quedar sin aliento. Durante lo peor de la crisis europea, de 2010 a 2013, el debate llegó a polarizarse por completo: ¿Austeridad o crecimiento? Todos los líderes políticos de entonces, desde Merkozy (la fusión virtual del conservador francés Nicolás Sarkozy y la canciller alemana Angela Merkel) hasta los responsables de Bruselas, prometían que podían conseguirse las dos cosas al mismo tiempo. Pero era mentira.

La recesión golpeó la economía europea dos veces: el PIB de los 28 se contrajo un 4,5 en 2009 y un 0,2 en 2012. Es lo que se conoce como recesión en forma de W. La primera fue un efecto dominó producido por el colapso del sistema financiero estadounidense. La segunda, una mezcla de varios factores explosivos: la crisis del euro, sometido a ataques especulativos legales; la mala salud de algunos bancos; y la obsesión de los centros de poder del viejo continente por querer sanear los déficit nacionales demasiado rápido en medio de una recesión. Se le llamó “austericidio”. Contra él estaban no sólo los países de la periferia, sino también defensores de las políticas de estímulo económico, como los prestigiosos profesores estadounidenses Joseph Stiglitz o Paul Krugman. Hasta el mismísimo presidente estadounidense, Barack Obama, mandaba a su secretario del Tesoro, Timothy Geithner, a convencer a Merkozy de que aflojaran un poco el ajuste del déficit, sin éxito.

Alemania ha liderado en todo momento el frente austero. El país había realizado reformas estructurales de calado cuando era el enfermo en Europa, en los primeros años de la década pasada. Entonces incumplía el déficit y contabilizaba más de cinco millones de parados. El gobierno socialista de Gerard Schroeder aplicó una receta que combinaba austeridad fiscal, recorte de costes laborales y reformas de corte liberal. Con los años, se vio reflejado positivamente en los datos macroeconómicos de porcentaje de desempleo, deuda, PIB, etcétera.
La diferencia, sin embargo, era que aquellas reformas y ajustes se hicieron en un entorno global de boom económico: Estados Unidos o España compraban coches alemanes sin mirar el precio. El problema surge cuando Berlín pretende aplicar la misma receta al resto de Europa en medio de la peor crisis global en décadas. “Lo que nosotros hemos hecho lo pueden hacer lo demás”, llegó a declarar la Canciller, sin tener en cuenta que, cuanto más se obsesionaban los gobiernos por retirar el gasto público en medio de la tormenta, menos trabajo e ingresos fiscales obtenían.

Las economías periféricas y la de Francia colapsaron entonces o se arrastran hoy como almas en pena. Solamente siete años después de que comenzara la crisis empieza a verse la luz al final del túnel. Es una victoria pírrica en el mejor de los casos. Las crisis de origen financiero suelen durar 10 años. Europa no ha conseguido acelerar la recuperación, de hecho parece haberla postergado. ¿A cambio de qué? Para algunos se saldrá más fortalecido, más sano. Si no hubieran imperado estos mensajes de austeridad, los mercados financieros no se habrían creído el compromiso europeo y habrían roto el euro. ¿Podría haberse hecho de otra forma? Tal vez sí. En Estados Unidos, Barack Obama pospuso cualquier recorte hasta que la economía se recuperara. Con ello ha conseguido bajar el desempleo al 6,1% y reducir el déficit público a la mitad.
La destrucción creativa


Wall Street echaba humo. Era 2008, y Timothy Geithner, entonces presidente de la Reserva Federal de Nueva York, solo tenía tiempo para ir a correr un rato cada mañana. El resto del día movía frenéticamente los hilos para salvar entidades financieras. El banco de inversión global Bear Stearns, por ejemplo. Estaba abarrotado de activos respaldados por hipotecas, activos basura. No valía nada. Geithner consiguió que se lo quedara JP Morgan, una de las mayores entidades globales.

Unos meses después el problema volvió a reproducirse con Lehman Brothers. Contaba con mucha basura subprime en sus balances y en septiembre de 2008 había perdido ya el 75% de su valor en bolsa. Necesitaba ser rescatado por el Gobierno o comprado por otro banco. Geithner organizó reuniones con los gerifaltes de Wall Street. Hacía de casamentera, pero no logró colocarlo. Se dejó quebrar a Lehman Brothers. Al fin y al cabo, eso era el capitalismo, ¿no? Las empresas inviables han de morir para dejar libre su nicho a otras más rentables y mejor dirigidas. Es lo que se llama destrucción creativa. El problema es que, en el caso de Lehman, la destrucción creativa no se quedó estanca, sino que Lehman se convirtió en la primera ficha de un dominó financiero global. Si se había desplomado una institución que había resistido más de 150 años porque sus balances estaban sucios, ¿qué no tendrían otras entidades, desde bancos regionales alemanes a cajas españolas?

Estados Unidos aprendió la lección: la destrucción creativa funciona para empresas “no sistémicas”. Las que pueden tumbar todo el conjunto de la economía capitalista han de ser rescatadas con dinero público. Se han de socializar las pérdidas aunque las ganancias fueran privadas, y todo para no generar una nueva Gran Depresión. Es el mal menor. Moralmente inaceptable y económicamente una bomba, porque eliminaba uno de los cimientos del libre mercado, el laissez faire.

La lección aprendida se aplicaría unos meses más tarde, con el rescate de las principales automovilísticas estadounidenses. Algunos como el futuro candidato a la presidencia Mitt Romney  pedían “dejar a Detroit entrar en bancarrota”. Pero Washington tomó la decisión con menor coste: ignorar por completo la doctrina de la destrucción creativa. Las tres grandes del automóvil, GM, Chrysler y Ford, fueron rescatadas por el Congreso con decenas de miles de millones de dólares.
Los mini-estímulos y los estímulos de mentira


Era “la gran cumbre del crecimiento”. Angela Merkel, Francois Hollande, Mario Monti y Mariano Rajoy anunciaban 130.000 millones de euros para reactivar el crecimiento europeo. La canciller alemana había dado por fin su brazo a torcer ante el nuevo delfín francés, el tecnócrata italiano y el presidente español, pero también ante las presiones de la Casa Blanca o el Fondo Monetario Internacional, que veían cómo la obsesión europea por el déficit estaba ahogando a la economía de uno de los principales motores globales. “Deseamos y esperamos presentar un paquete de medidas de crecimiento a nivel europeo”, decía Mario Monti, “por valor del 1% del PIB de la Unión Europea, es decir, de unos 130.000 millones de euros”. ¿Se acuerdan?
Se iba a utilizar el Banco Europeo de Inversiones (el BEI) para inyectar dinero a la economía real, José Manuel Durao Barroso iba por fin a lanzar los bonos proyecto, emisión de deuda europea para financiar proyectos inter territoriales de infraestructuras o la interconexión energética. En el medio plazo incluso se iban a crear los eurobonos, bonos comunitarios que mutualizaban el riesgo: se trataba de impedir que Grecia pagara un 7% por su deuda a 10 años mientras Alemania casi cobraba por guardar el dinero de los inversores.
Nada de eso, o muy poco, llegó a ocurrir. Todo se quedó en una gran promesa de los líderes. Los planes europeos de estímulo, en verano de 2014, siete años después de la crisis, brillan por su ausencia. Solo ahora se está poniendo en marcha un mini fondo de 6.000 millones de euros para tratar de impulsar el empleo juvenil. Mientras, 19 millones de europeos permanecen desempleados. El Plan Marshall de la Unión Europea para la Unión Europea nunca llegó. Siete años después, el crédito sigue sin pasar a las empresas. Se vuelve a fiar la solución del problema al banquero central: Mario Draghi ha anunciado hasta un billón de euros en préstamos a los bancos a largo plazo (técnicamente llamados TLTROs) siempre que se lo presten a las empresas y no lo guarden en sus cajas o en la del BCE. De momento sigue sin fluir el crédito y la zona euro crece a un lánguido 0,2% intertrimestral, tras siete años con dos recesiones entre medias.

En España el Plan E fue real, pero no consiguió activar la actividad económica en medio del vendaval económico global. El Plan Español para el Estímulo de la Economía y el Empleo, de noviembre de 2008, consistía en un centenar de medidas de reactivación del crecimiento y casi 13.000 millones en dos fases de dinero público para proyectos en los ayuntamientos. A posteriori probó ser sólo un parche en un barco a punto de naufragar.
Las provisiones anticíclicas


En plena campaña electoral de 2008, el ex presidente del Gobierno Felipe González aseguró que gracias a José Luis Rodríguez Zapatero, España había conseguido tener “el sistema financiero más sano de mundo”. El país tenía “reservas suficientes para hacer frente a este momento de incertidumbre”, decía el socialista. Solo cuatro años después la UE tenía que abrir un fondo de préstamos a España para rescatar a entidades financieras quebradas o al borde de la quiebra: Caja Castilla-La Mancha, Cajasur, Caja de Ahorros del Mediterráneo, Bankia, etcétera.
En total unos 40.000 millones de euros, que computan como déficit público, y que equivalían casi con exactitud a lo que el país se había tenido que ahorrar en gasto sanitario, de educación, de dependencia, de pagas extras a los funcionarios… ¿Dónde estaban esos fondos anticíclicos que había ido guardando la banca en los años de bonanza a los que se refería González? El dinero estaba ahí, pero se había convertido en una tirita frente al total de alrededor de 60.000 millones de dinero público (41.000 del préstamo europeo de hasta 100.000 millones y otros 20.000 que había puesto ya España, con el FROB). A eso había que añadir un saneamiento contable de las entidades que cifran en 250.000 millones. Necesarios para rescatar una docena de bancos y cajas. En el mejor momento de auge, las entidades habrían acumulado un colchón de unos 70.000 millones en total, según datos del Banco de España para 2009.
En realidad, los fondos anticíclicos impuestos a la banca española consiguieron amortiguar el golpe. En la nueva regulación global bancaria, la conocida como Basilea III, se imponen altos requisitos de capital. El acuerdo internacional aumenta además la liquidez y reduce el apalancamiento de los bancos de aquí a 2018. El capital conocido como Tier 1 aumenta del 4% al 6%. En 2019 tendrán que tener un colchón de conservación de capital equivalente al 2,5% de los activos ponderados por riesgo –una idea equivalente a la de las provisiones anticíclicas españolas– y uno del 7% de activos de alta calidad para finales de 2019.
La Casa Blanca y el Congreso de Estados Unidos


El país americano que originó la crisis fue rápido en reaccionar. En los dos primeros años George W. Bush primero y luego su sucesor Barack Obama, y sus secretarios del Tesoro Henry Paulson y Timothy Geithner, lanzaron en una carrera frenética para salvar la primera economía del mundo de otra Gran Depresión. En cosa de meses lanzaron el TARP, un enorme paquete de rescate de la economía de 700.000 millones en la primera instancia; rescataron la industria del automóvil; impulsaron cambios regulatorios (Acta Dodd Frank para la Regulación de Wall Street y la Protección del Consumidor)… Pero en 2010 EE UU echó el freno. Los republicanos tomaron el control de la cámara baja, la de Representantes, y desde allí bloquean desde entonces toda iniciativa de Obama, que a su vez veta cualquier plan republicano. Así ha pasado con el American Jobs Act, el plan del Presidente estadounidense  para estimular la economía a base de reformar las decadentes infraestructuras del país, entre otras medidas. Washington ha sacado muy poca legislación económica relevante en los últimos cuatro años.
Pero es que, además, las guerras bipartitas han tomado como rehén a la economía en varias ocasiones. La más cruda fue durante el verano de 2011. La mayoría de los economistas creían que el país estaba a punto de entrar en una recesión en forma de W, es decir, recaer en el decrecimiento económico. Fue el momento elegido por los legisladores republicanos, liderados por un grupo de radicales del Tea Party, para imponer disciplina fiscal. Se negaban a elevar el techo de endeudamiento del país si no se realizaban recortes equivalentes. Wall Street se hundía, los empresarios no contrataban por temor a la incertidumbre política…
No fue la única batalla. Vendrían otras: el precipicio fiscal, la renovación de las desgravaciones de impuestos, la extensión del seguro de desempleo de emergencia, la ampliación de los cupones de comida que alimentan a uno de cada cinco estadounidenses, etcétera.  Algunas leyes terminaban aprobándose, no sin antes hacer mella en la confianza del sector privado del país y en el ánimo de los compradores. Los legisladores adquirieron fama de no servir más que para entorpecer la creatividad de los empresarios. Y esta vez no era tan solo un prejuicio liberal. 

sábado, 5 de julio de 2014

Superpoderes de Multinacionales y Mega-Corporaciones en la mira de la ONU

tomado de esglobal

Activistas protestan contra la compañía petrolera estadounidense Chevron en el centro de Quito, Ecuador, junio de 2014.

LA IMPUNIDAD DEL PODER CORPORATIVO, BAJO LA LUPA DE LA ONU

Por nazaret castro

¿Saldrá adelante un tratado auspiciado por Naciones Unidas que garantice el respeto a los derechos humanos por parte de las multinacionales?
Amenazas de muerte, persecución judicial de sindicalistas, vínculos con grupos paramilitares, implicación en el asesinato de 10 trabajadores, saqueo de recursos naturales y uso irracional del agua. Son las duras acusaciones que el sindicato Sinaltrainal, de la mano de Javier Correa, profirió en Ginebra contra la multinacional Coca-Cola. No era la primera vez: en 2008, el Tribunal Permanente de los Pueblos (TPP) ya dictaminó en contra del comportamiento de la transnacional estadounidense en Colombia. Seis años después, la firma líder en refrescos no asumió ningún tipo de responsabilidad. Tampoco lo hicieron otras corporaciones cuyos impactos fueron estudiados en el TPP celebrado el 23 de junio en Ginebra: Chevron, Shell, Glencore o la española Hidralia.
El juicio popular era una de las iniciativas preparadas por la Campaña Global para Desmantelar el Poder Corporativo y Poner Fin a la Impunidad (en inglés, Global Campaign to Dismantle Corporate Power & Stop Impunity), creada en junio de 2012 con el apoyo de más de 600 movimientos sociales y redes de 95 países. Los movimientos sociales habían preparado una semana de movilizaciones para acompañar la propuesta que llevaron Ecuador y Suráfrica ante el Consejo General de Naciones Unidas: estaba en juego la elaboración de un tratado internacional que supervise el respeto de los derechos humanos por parte de las compañías multinacionales. Con 20 votos a favor, 14 en contra y 13 abstenciones, la resolución salió adelante y los Estados se comprometieron a crear un grupo intergubernamental en lo que queda de año.
No será fácil: el tratado se encontrará con la presión de Estados Unidos y Europa, que rechazaron la iniciativa, y con la fuerza del lobby transnacional. Pero es “un primer paso para cambiar la distribución de fuerzas” entre las multinacionales y los pueblos afectados por sus inversiones, recuerda el Transnational Institute (TNI), y para “desmantelar la idea de que los gobiernos deben defender a las empresas”, subraya en el Observatorio de Multinacionales en América Latina (OMAL). Frente a estos argumentos, la representante de Reino Unido afirmó que semejante tratado podría “restar valor” a los inversionistas para ir a los países del Sur. El ministro de Exteriores español, José García-Margallo, resumió así su postura: “Las corporaciones tienen derecho a imponer determinadas condiciones para instalarse”. La pregunta es si éstas pueden vulnerar los derechos humanos de los pueblos donde operan.
La campaña Stop Impunity se articula sobre la idea de que las transnacionales disfrutan de una suerte de arquitectura legal de la impunidad: el caso de Texaco-Chevron ilustra esa realidad. En el TPP de Ginebra, el líder comunitario indígena Pablo Fajardo responsabilizó a la firma estadounidense de la “contaminación sistemática de la Amazonia ecuatoriana, que ha devastado el ecosistema, ha causado cientos de muertes por cáncer y ha afectado gravemente a muchos pueblos indígenas”. La justicia ecuatoriana encontró a la empresa culpable de haber arrojado, desde 1964, más de 60.000 millones de litros de residuos tóxicos y alrededor de 650.000 barriles de crudo en plena selva amazónica. Los pueblos indígenas Tetetes y Sansahuari se extinguieron, y otras comunidades corren el mismo peligro tras ser forzados a desplazarse. La contaminación acabó con las formas de vida tradicionales, basadas en la agricultura y la ganadería. Después de veinte años de contienda legal, la justicia ecuatoriana falló que la petrolera debía pagar 9.500 millones de dólares (unos 7.000 millones de euros); sin embargo, la multinacional petrolera se negó y el Estado no tuvo cómo expropiarle, pues la empresa ya se había marchado del país. Un juez argentino sentenció que el país austral debía expropiar a la petrolera para satisfacer la deuda con Ecuador, pero la Corte Suprema argentina falló en contra de esa decisión, en las mismas fechas en que Chevron llegaba a un acuerdo con YPF para la explotación de las mayores reservas de gas del país, las de Vaca Muerta.
La Lex Mercatoria
Como afirmó el jurado del TPP en Ginebra, esas prácticas “no son casos aislados, sino parte de un patrón sistemático global creado y facilitado por un régimen político, económico y jurídico que protege a las transnacionales”: es el llamado Derecho Comercial Global, que las voces más críticas han bautizado como Lex Mercatoria. La ley de la mercancía globalizada. El economista Jeffrey Sachs lo resumió así: “[Tenemos] una cultura de impunidad basada en la expectativa bien comprobada de que los crímenes corporativos son rentables”.
Esa “arquitectura legal” brinda protección a las inversiones de las multinacionales, tales como los tratados de libre comercio (TLC) y los tratados bilaterales de inversión (TBI). Éstos son vinculantes y las empresas los hacen valer a través de instancias que velan por su cumplimiento, como el Sistema de Solución de Diferencias de la Organización Mundial del Comercio (OMC), en el que un gobierno puede procesar a otro por poner trabas al régimen de liberalización comercial, o el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI), del Banco Mundial, donde las empresas pueden demandar a los Estados por incumplimientos de contrato. Apenas un ejemplo: el CIADI se apoya para su arbitraje en los TBI y TLC, pero no en las legislaciones de los países ni mucho menos en el derecho internacional en materia de derechos humanos. Movimientos sociales de todo el globo denuncian que los pueblos no cuentan con instrumentos jurídicos para defender sus intereses, y cuando esas herramientas existen, son sistemáticamente ignoradas: es el caso del Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que sobre el papel garantiza el derecho de las comunidades indígenas a ser consultadas sobre los proyectos que afectan directamente sus formas de vida.
Prácticas sistemáticas
Esa estructura de la impunidad ha posibilitado la generalización de violaciones de derechos humanos en ámbitos diversos: la persecución y represión de los disidentes con ayuda de grupos militares y paramilitares, el apoyo a regímenes dictatoriales afines, las dificultades del acceso popular a bienes básicos como el agua o la electricidad, los desplazamientos de comunidades rurales e indígenas y la destrucción de ecosistemas y formas de vida. Desde la creación del TPP en 1979, estos juicios populares han intentado visibilizar el comportamiento de las corporaciones transnacionales en los países del Sur. La convocatoria del TPP celebrada en Madrid en 2010 estudió casos como los de Telefónica en Chile y Perú, Pescanova en Nicaragua y Unión Fenosa en Colombia y Guatemala. Canal de Isabel II, Repsol, Endesa, Benetton, Santander y BBVA también estuvieron en el punto de mira.
Los testimonios recogidos por el TPP, así como numerosas investigaciones académica, apuntan a que este tipo de casos “no son excepciones, sino que es así como proceden las multinacionales sistemáticamente”, según Pedro Ramiro, coordinador de la OMAL. Ramiro argumenta que, en un contexto de competencia internacional, los directivos de las transnacionales se ven compelidos a buscar el máximo beneficio para no ser absorbidos por otras multinacionales. Y el lucro no se maximiza atendiendo a criterios ambientales, sociales o culturales.
Hacia un nuevo tratado
Esta asimetría de poder podría modificarse si sale adelante el tratado internacional que la ONU se ha comprometido a elaborar. La idea central es reconocer que las multinacionales que incumplan las normas internacionales sobre derechos humanos deberán responder civil y penalmente. Las organizaciones de la Campaña Stop Impunity recuerdan que también debe abarcar la responsabilidad respecto a proveedores y subcontratistas. Se trata de una cuestión esencial, puesto que la tercerización ha sido un mecanismo para evitar la rendición de cuentas. Así lo evidenció el TPP celebrado en Ginebra, al analizar el caso de la minera suizo-británica Glencore PLC. Las acciones denunciadas ocurrieron a través de diferentes subsidiarias en cinco países: Congo, Zambia, Perú, Colombia y Filipinas.
Los movimientos sociales y los Estados que apoyan el nuevo tratado deberán enfrentarse a la oposición de Estados Unidos, Corea del Sur, Japón y los países de la Unión Europea, que votaron en contra de la resolución. Tom Kucharz, de Ecologistas en Acción, asegura que la votación “evidencia qué países defienden al gran capital, la banca y las grandes multinacionales” frente al interés general. Kucharz añade que esos gobiernos “hicieron lo posible para bloquear el camino a instrumentos de obligado cumplimiento”.Obligatoriedad es la palabra clave, puesto que “hasta ahora, la ONU contaba con normativas no vinculantes para las prácticas de las transnacionales en terceros países”, apunta Erika González, de la OMAL. Se trataba de códigos voluntaristas, reflejados en acuerdos como el Global Compact, en la línea de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC). Al ser no vinculantes, “en la práctica estos códigos se traducían en impunidad y falta de instrumentos para llevar a esas empresas ante los tribunales”, explican Kucharz y González.
El tratado que proponen las organizaciones sociales incluye un posicionamiento claro contra la privatización de los bienes comunes y las patentes de recursos básicos y de uso común, como las semillas y las plantas medicinales, y ofrece alternativas a la lógica del gran capital, como la promoción de la agroecología y la gestión comunitaria de los bienes públicos. Está por ver si el tratado que elabore la ONU satisfará sus demandas. Mientras tanto, en todas las esquinas del planeta siguen proliferando las resistencias locales contra los efectos perversos de inversores transnacionales que sólo responden ante la ley comercial global, pero no ante la legislación de ningún Estado. 

domingo, 22 de junio de 2014

Por cumplirse 100 años de la Primera Guerra Mundial

Tomado de Revista  Semana 

Centenario de la primera guerra mundial


El sábado 28 de Junio se cumplen 100 años del asesinato del archiduque Francisco Fernando, la chispa que encendió la Primera Guerra Mundial.


El 28 de junio de 1914, una mañana luminosa de verano recibía en Sarajevo, la capital de Bosnia, al archiduque Francisco Fernando, heredero del trono del Imperio austro-húngaro y su esposa la condesa Sofía Chotek. El ilustre visitante era sobrino del emperador Francisco José, y por virtud de la muerte prematura de los dos hijos de este, se había convertido en heredero del trono. Visitaba la ciudad a pesar de las advertencias de sus allegados, pues Bosnia, recién anexada al imperio del Águila Bicéfala, era un foco de activistas que aspiraban a integrar ese territorio con el proyecto nacionalista de la gran Serbia. Lo que sucedió en el curso de menos de dos horas cambió el rumbo de la historia, pues encendió la mecha de la mayor conflagración que la humanidad hubiera conocido hasta entonces. Al final de esos cuatro años de horror, el mapa político había cambiado radicalmente, un orden social centenario había desaparecido y al menos cuatro grandes imperios se habían esfumado. Nada sería igual después de lo que llegó a conocerse como la Primera Guerra Mundial. Cuando terminó habían quedado sentadas las bases del orden mundial que rige hasta la época actual. 


Los amigos de Francisco Fernando tenían razón. Al archiduque lo esperaban varios terroristas dispuestos a entregar su vida por matarlo. Uno de ellos, de 23 años, era Gavrilo Princip, miembro de la organización clandestina Joven Bosnia. Esta era la rama local de la Mano Negra, grupo extremista que buscaba unificar, bajo la hegemonía serbia, a todos los eslavos del sur. Esa mañana todo salió mal. Uno de los cómplices de Princip lanzó una bomba al paso de la caravana de automóviles, pero apenas logró herir a algunos transeúntes. Tras varios malentendidos fácilmente evitables, el descapotable del archiduque se detuvo en una calle secundaria donde Princip se encontraba por casualidad, convencido de que el atentado había fracasado. Sin pensarlo dos veces, el asesino saltó al estribo y disparó sobre la pareja. 


El emperador Francisco José exigió a las autoridades serbias permitir que agentes austro-húngaros se encargaran de investigar y resolver el asesinato. Ante la obvia negativa de aquellas, pues aceptarlo habría sido entregar la soberanía de su país, el viejo monarca declaró la guerra a Serbia un mes después de los hechos,  con el apoyo tácito del káiser alemán Guillermo II. De ahí en adelante todo fue vertiginoso. La telaraña de tratados de defensa mutua existente desde décadas atrás entre las potencias europeas precipitó el resultado. Rusia, el Reino Unido y Francia estaban cobijadas por la Triple Entente, mientras el Imperio Alemán, el Imperio Austro-húngaro, Italia y posteriormente el Imperio otomano estaban unidos por la Triple Alianza.  

Ante esos antecedentes, Rusia salió en defensa de su aliada, la también eslava Serbia y movilizó sus tropas. Guillermo II consideró esa decisión un casus belli y le declaró la guerra a Rusia. Acto seguido declaró la guerra a Francia e invadió a la neutral Bélgica, para evitar las fortificaciones francesas y atacar a ese país por el flanco occidental. En ese punto Gran Bretaña no tuvo más remedio que intervenir pues no solamente pertenecía a la Triple Entente, sino que tenía un tratado bilateral de defensa con Bélgica. Con el paso de los meses, el enfrentamiento militar a escala europea se convirtió en una guerra mundial que involucró a 40 países. La coalición de las Potencias Centrales, integrada por Austria-Hungría, Alemania y el Imperio Otomano, junto con Bulgaria, se enfrentaron a los llamados aliados, los imperios británico y ruso, Estados Unidos (desde 1917), Francia, Canadá e Italia, que había cambiado de bando. 

Un mundo cambiante


Al terminar el siglo XIX el Imperio británico ejercía una fuerte hegemonía mundial. Su armada dominaba los mares y su amplia presencia colonial le aseguraba materias primas y mercados alrededor del planeta. Aparte de ello, las islas británicas tenían una amplia delantera en el desarrollo industrial y tecnológico. 

Por otro lado, desde la segunda mitad del siglo XIX hacía carrera el nacionalismo como nueva forma de doctrina político-social. Movimientos en ese sentido lograban grandes avances y surgían países nuevos en territorios dominados por antiguos principados y ducados. De ese modo, por ejemplo, después de la guerra franco-prusiana de 1870, se consolidaba la unidad de Alemania, mientras en la península itálica comenzaba a forjarse la idea de un país unitario. Dentro de esa tendencia, los territorios de los balcanes, que habían quedado libres de la presencia del viejo y débil Imperio otomano, (“el enfermo de Europa”) eran mirados con codicia por las grandes potencias. A su vez estas, Grecia, Bulgaria, Rumania, Serbia, Montenegro y Albania aspiraban a consolidar territorios que consideraban históricos, muchas veces a costa de sus vecinos. En particular el Imperio ruso, vinculado por lazos culturales y de sangre con los eslavos del sur, aspiraba a expandir su influencia hasta el Mediterráneo. En ese camino chocaba con un proyecto semejante del Imperio austro-húngaro, que ya había hecho avances en la región. 



Todo ello se daba en momentos en que imperaban entre los gobernantes europeos varios criterios que resultarían particularmente perniciosos. Uno era el llamado ‘darwinismo social’, que implicaba aplicar a los pueblos los principios recién descritos por el naturalista Charles Darwin, resumidos en la supervivencia del más fuerte. 

Con esa idea, las relaciones internacionales adquirían una dimensión militarista agravada por otro concepto funesto en su aplicación extrema, el honor nacional, en manos de dirigentes que claramente no estaban a la altura del momento histórico que atravesaban. El káiser Guillermo II, por ejemplo, era conocido por su frivolidad  y sus ataques temperamentales, mientras su contraparte rusa, el zar Nicolás II era famoso por su mediocridad.  Dirigentes como esos estaban rodeados además, en todos los bandos, por funcionarios poco capaces y un estamento castrense que aprovechaba la preeminencia de los ejércitos en esas sociedades para impulsar la opción bélica.


Por último, la supremacía científica y económica de los europeos, sumada al creciente descubrimiento de territorios hasta entonces desconocidos alrededor del mundo, era el terreno abonado para el surgimiento de un criterio según el cual el viejo mundo tenía la misión universal de ‘civilizar’ a los pueblos de la periferia, con lo cual nació el colonialismo. Este, combinado con todo lo anterior, llevó a que las potencias europeas compitieran por su presencia en Asia y África como un punto de prestigio nacional. 

En esas condiciones, Alemania aspiraba superar al Imperio británico a medida que su capacidad industrial y su fuerza económica iban tomando importancia. Francia, por su parte, tenía clavada la espina de su derrota en la guerra de 1870 cuando el canciller alemán Otto von Bismarck había proclamado la unidad alemana en el propio Palacio de Versalles, una afrenta particularmente dolorosa. Todas esas tensiones habían dado lugar, a partir de la década de 1880 a la existencia de múltiples tratados de defensa mutua que resultaron cruciales a la hora de establecer las líneas del conflicto. Y además a una carrera armamentística que hizo que la época fuera conocida como la paz armada. En particular Alemania hizo grandes inversiones en sus fuerzas navales con el objeto de hacerles contrapeso a las británicas. Y no eran extraños los planes militares de grandes dimensiones, en previsión de un conflicto que flotaba en el ambiente. 

Una guerra sorprendente


En medio de todo, a comienzos del siglo XX se vivía la belle epoque, con un especial florecimiento de las artes, de la ciencia y la tecnología. Esta ofrecía una panacea de avances tal, que alguien sugirió cerrar la oficina de patentes de Londres porque ya todo estaba inventado. El mundo disfrutaba de un auge comercial sin precedentes y por cuenta del éxito de la diplomacia, salvo algunos conflictos puntuales, Europa había vivido casi un siglo en paz. Como puede observarse en la famosa foto familiar de la reina Victoria, virtualmente todos los monarcas de Europa eran sus descendientes y primos entre sí. Todo ello hacía que en la naciente opinión pública (surgía la era de oro de los diarios de circulación masiva), considerara casi imposible un conflicto de estas características. 

Por eso, cuando estalló la guerra se dijo que se trataría de un conflicto corto y decisivo que además saldaría las cosas de tal manera que ese fenómeno quedara abolido definitivamente. En todos los países involucrados miles de jóvenes marchaban a los cuarteles cantando canciones patrióticas, convencidos de que regresarían pocas semanas después cubiertos de gloria. 

Ni ellos ni los dirigentes que los enviaban y que decidían sobre sus destinos imaginaban hasta qué punto la revolución tecnológica había influido en el armamento militar. Todos estaban convencidos de que una nueva guerra se desarrollaría como las del siglo anterior, e incluso las primeras acciones vieron ataques de lanceros a caballería que se enfrentaban a ametralladoras de enorme potencia. No se trataría de un conflicto benévolo, sino de una carnicería sin precedentes. 


La ofensiva alemana, desarrollada en función del Plan Schlieffen, formulado desde 1905, pretendía atravesar rápidamente Bélgica, tomar Francia y obligar a los aliados a buscar un armisticio. Pero una serie de circunstancias tácticas, las fuerzas francesas junto con algunas inglesas detuvieron ‘milagrosamente’ el avance a pocos kilómetros de París, en lo que se conoció como la Batalla del Marne. Los contendientes, probablemente sorprendidos en igual medida, se descubrieron enfrentados a lo largo de kilómetros y kilómetros de trincheras que terminaron por ser el escenario principal de la guerra.  Un invento que parece elemental como el alambre de púas, el uso de lanza llamas y de gases venenosos y el lanzamiento permanente de ofensivas a pie que solo resultaban en masacres multitudinarias a manos del fuego enemigo, convirtieron al frente occidental en un infierno. 

Esa acción, a pesar de haberse presentado muy pronto, resultó decisiva para el resultado de la guerra. Los alemanes tuvieron algunos éxitos en el frente oriental contra Rusia, cuyo enorme ejército de campesinos sin entrenamiento no fue suficiente para detener a los experimentados soldados germanos. La guerra también tuvo acciones en el lejano oriente, cuando Japón entró a favor de los aliados y exigió a los alemanes evacuar sus posesiones en la costa china. También en África las colonias alemanas de Togolandia y Camerún cayeron pronto en manos aliadas, y en Oriente Medio las tropas turcas enfrentaron no solo a la inglesas sino a una rebelión árabe. Pero fue en el frente occidental donde realmente se decidió la guerra. Durante varios años miles de soldados vivieron virtualmente enterrados en las trincheras, en condiciones infrahumanas, en medio del barro, el frío, las enfermedades y las plagas. 

Estados Unidos, dominado hasta entonces por la corriente política del aislacionismo, salió de su neutralidad por dos factores. Primero, los submarinos alemanes, una de las novedades de la guerra, hundieron en 1915 el trasatlántico norteamericano Lusitania, en donde mataron a centenares de personas de esa nacionalidad. Y a principios de 1917, los norteamericanos interceptaron el famoso telegrama Zimmermann, por el cual el gobierno alemán incitaba al mexicano a entrar a la guerra a cambio de devolverle las enormes porciones de territorio que Estados Unidos le había arrebatado a lo largo del siglo XIX.

Esos dos factores sumados convencieron al presidente Woodrow Wilson de salir del aislacionismo y enviar sus tropas a Europa. La llegada de estas a la guerra cambió la ecuación en un conflicto de desgaste en el que ninguna de las partes parecía capaz de derrotar a la otra.  Tras un último esfuerzo en la segunda Batalla del Marne, el nuevo gobierno republicano alemán (el káiser había tenido que abdicar tras una revolución obrera en Berlín) llegó a la conclusión de que no tenía ninguna posibilidad de ganar la guerra y buscó un armisticio. Ya Rusia, afectada por las revoluciones de 1917, se había retirado del conflicto y el Imperio otomano, decadente como era, había entendido que solo podía buscar la paz. Las hostilidades terminaron a las once de la mañana del 11 de noviembre de 1918. 


En abril del año siguiente las partes en conflicto firmaron el Tratado de Versalles por el cual se dio oficialmente fin a la que se llamó entonces Gran Guerra Europea y luego se conoció como Primera Guerra Mundial. Habían muerto más de 10 millones de soldados. En Versalles Alemania aceptó su culpabilidad en la guerra y las enormes sanciones económicas que le impusieron los vencedores dieron lugar primero a un empobrecimiento catastrófico de su población, luego a la gran crisis mundial de 1929 y por último, a partir de los años treinta, al surgimiento del ultranacionalismo alemán de la mano del Partido Nazi, liderado por un oscuro cabo austriaco llamado Adolf Hitler. 

El mapa de Europa cambió radicalmente. El Imperio ruso se convirtió en la Unión Soviética, el Imperio otomano quedó reducido al territorio turco convertido en república, mientras sus territorios daban lugar a la creación de países hasta entonces inexistentes como Jordania, Siria, Irak, Líbano y al surgimiento de la opción sionista en Palestina, que daría lugar algunas décadas después a la creación del Estado de Israel. Las colonias de ultramar adquirieron conciencia de su importancia nacional, con lo que los imperialismos europeos comenzaron a declinar en un proceso que terminaría en los años sesenta. Y Estados Unidos, el único verdadero vencedor, se proyectó por primera vez como una potencia destinada a ejercer una hegemonía que persiste hasta el día de hoy. 

La mujer, abocada a asumir los roles masculinos de sus compañeros masacrados, comenzó el camino de su emancipación total. Y el orden social imperante, basado en la aristocracia y los privilegios, se hizo inviable. La tecnología dio un salto cualitativo impresionante, el transporte motorizado se generalizó, la aviación avanzó a tal punto que pasó de curiosidad de circo a opción viable de transporte colectivo a largas distancias. La cirugía de campaña permitió grandes perfeccionamientos, aunque no había llegado la penicilina. 

De hecho, el mundo moderno tomó forma después de la Primera Guerra Mundial. Su secuela, la segunda, en sí misma una conflagración aún más sangrienta dio lugar al sistema bipolar que imperó hasta hace menos de 25 años. Y los paralelos que es posible hacer con el momento presente a veces resultan impresionantes. Hoy, 100 años más tarde, la única enseñanza posible de ese episodio dramático de la historia mundial es la importancia de defender las instancias pacíficas de negociación entre los países, para que algo como eso nunca se repita. 

Cronología del horror  

1914 28 de junio: 


El archiduque Francisco Fernando y su esposa Sofía Chotek son asesinados en Sarajevo, Bosnia, por el estudiante nacionalista Gavrilo Princip. 


1914 28 de julio:

Austria- Hungría declara la guerra a Serbia y esto desata una cadena de declaraciones entre varios países de Europa. 

1914  3 de agosto: 

Alemania pone en ejecución el Plan Schlieffen: Declara la guerra a Francia e invade Bélgica. 

1914  21 - 23 agosto: 

Ofensiva alemana por Bélgica. Masacre de Tamines que deja un saldo de 384 civiles muertos.

1914  5 – 12 de septiembre: 


Primera Batalla de Marne en el suroriente de Francia. Aproximadamente medio millón de personas murieron. Comienza la guerra de trincheras. 

1915  Febrero:

 Un submarino alemán hunde el vapor Lusitania con más de 1.200 pasajeros. Estados Unidos se escandaliza pues había ciudadanos de ese país.

1915  23 de junio - 7 de julio: 

Batalla de Isonzo. Gran ofensiva alemana en Polonia.

1916 19 de julio – 23 de noviembre: 


Británicos y franceses atacan Somme. Los combates dejan un saldo de centenares de muertos y por primera vez los británicos utilizan tanques de guerra. 

1916  21 de noviembre: 


Muere el emperador Francisco José. Le sucede Carlos I y Austria-Hungría comienza a dar fuertes señales de crisis.

1917 12 de marzo: 

Comienza la revolución rusa. Abdica Nicolás II. Asume el gobierno provisional de Kerensky. 

1917  6 de abril: 

Estados Unidos declara la guerra a Alemania.

1917 7 de noviembre: 

Los bolcheviques toman el poder en Rusia. El gobierno queda en manos de Vladimir Lenin. 

1918  3 de marzo: 

Tratado de Paz de Brest-Litovsk entre Alemania y Rusia.

1918  31 de octubre - 19 de noviembre: 

Los británicos imponen la derrota en Turquía en Siria, Palestina y Mesopotamia. Turquía pide el armisticio.

1919  5 de enero: 
  
Una oleada de protestas estalla en Berlín y otras ciudades. Europa pide a gritos el fin de la guerra. 

1919 28 de junio: 


Alemania firma la Paz de Versalles. El Imperio Austro-Húngaro queda dividido en estados independientes.