Tomado de El País
El pueblo de los niños proxenetas
En
Tenancingo, un pequeño municipio mexicano, cuatro de cada cinco adolescentes
quiere dedicarse a la trata de personas, el negocio local
Por Juan
Diego Quesada
Noé Quetzal Méndez tiene 38 años, la cara redonda y un
lunar cerca del ojo izquierdo. En la fotografía anexa a su ficha policial
parece un cantante venido a menos. La cirugía estética con la que intentó
burlar al FBI le ha acartonado el rostro. Quienes lo
conocen bien dicen que no se parece en nada a aquel adolescente regordete que
desde muy pronto, casi siendo un niño, comenzó a prostituir mujeres en
Tenancingo, un pueblo de campesinos situado a 100 kilómetros del Distrito
Federal. Expandió su negocio por Estados Unidos y cruzó en la frontera a más de
cien menores de edad. Cada cierto tiempo volvía a su tierra como el hijo
pródigo.
En la entrada de su municipio, de 11.700 habitantes, se
suceden mansiones ostentosas y horteras junto a casitas humildes acabadas con
retales. Los adolescentes del pueblo saben que las primeras construcciones
pertenecen a los proxenetas, los mismos que llenan cada año de dólares el manto
del arcángel San Miguel cuando sale en procesión. Las segundas son propiedades
de campesinos, unos don nadie a ojos de los jóvenes. El
oficio de tratante de personas en
este lugar es hereditario. Familiar. Pasa de padres a hijos, de generación en
generación.
“Quiero ser sicario padrote (proxeneta)”, dijo delante
de sus compañeros de clase un chico de 13 años el mes pasado. Se le adivinaba
un bigotillo fino sobre la comisura de los labios.
No es el único que lo piensa. Cuatro de cada cinco
estudiantes del pueblo dijeron querer dedicarse a la trata de mujeres en una
encuesta reciente. El tipo sin expresión por su paso por el quirófano es para
ellos un espejo en el que mirarse. Los hombres de este municipio del Estado de Tlaxcala, en el centro de México,
suelen casarse por primera vez a los 14 o 15 años y a lo largo de su vida van
acumulando noviazgos y matrimonios con mujeres a las que poco a poco introducen
en la prostitución. El núcleo familiar –padres, madres, abuelos, tíos- se
encargan de la empresa y cuidan de los niños que van naciendo, padrotes en
potencia.
La primera impresión al llegar al colegio del Tenancingo es
que se trata de un internado suizo. El director de la escuela Jaime Torres
Bodet, un hombre de pelo cano, organiza la visita con gesto severo. Su
institución es muy respetada, como si fuera una isla de moralidad en medio de
la depravación general. Los pasillos del centro están impecables, las plantas
parecen podadas por un hábil jardinero. Los alumnos saludan a coro a los
visitantes y pasan ordenadamente a una clase. A continuación se sientan
alrededor de tres mesas. Son parte de esos estudiantes que querían dedicarse a
la trata. Rondan los 13 años.
Entre ellos hay varios cuyos familiares están en el negocio.
La asociación Cauce
Ciudadano, que trabaja para prevenir la violencia de los jóvenes
mexicanos, lleva unas semanas impartiendo talleres para tratar de inculcarles
valores. Se encontraron con niños que veían el asunto con naturalidad, que
consideraban que la mujer podía ser moneda de cambio. Es lo que han visto toda
la vida. Al acabar el curso la mayoría parece haber cambiado de parecer.
Escribieron en unos carteles: “Mi sueño es que se acabe la trata de personas,
que haya más respeto y cines”, “Que no haya padrotes ni policías corruptos”,
“Problemáticas: la trata de blancas, vandalismo, graffity, falta de agua, los
vagos, borrachos drogadictos…”. Erika Llanos, directora operativa de la
asociación, resalta la importancia de trabajar en el desarrollo humano de los
niños. “Tienen que aprender a vivir, a respetarse a ellos mismo y a los demás”,
señala.
En una hora y 20 minutos de charla hablarán de violencia,
discriminación, de la falta de la autoestima con la que crecen. En ningún
momento dirán la palabra padrote pero el asunto sobrevuela todas las
conversaciones. Es tabú hablarlo con alguien de fuera. Una de las chicas del
grupo ve a su madre solo de vez en cuando. Trabaja como prostituta en Tijuana.
Ella está al cuidado de unos tíos. Ha protagonizado algunos problemas de
conducta. “No estoy loca”, advierte por si a alguien se le ocurre colgarle algún
estereotipo. Su sueño, junto con el de otra compañera, es abrir un restaurante
elegante en el pueblo donde poder ir a celebrar en las grandes ocasiones. “Los
hombres serán meseros y las mujeres cocineras pero todos limpiarán lo mismo
porque son iguales. Unos no valen más que otros”, muestra lo aprendido. Los
niños han pasado de decir que quieren dedicarse a la prostitución a anhelar
convertirse en médicos, abogados o arquitectos.
Oriundos de este lugar controlan La Merced, el mayor centro
de prostitución de la Ciudad de México. Entre las calles y hoteles de la zona
se cuentan miles de prostitutas. “El 90% de los detenidos por trata son
originarios del Estado de Tlaxcala. La mayoría provienen de familias enteras
que se dedican a esto”, resalta Juana Camila Bautista, fiscal de delitos
sexuales del DF. En el último año han conseguido sacar de la prostitución a 200
mujeres, entre ellas 92 menores. La mayoría también de esta zona del país. Uno
de los trabajos más arduos de la fiscalía consiste en convencer a las chicas de
que están siendo explotadas sexualmente. “Muchas siguen enamoradas y no es
fácil hacerles ver que no eso no está bien, que eso no es querer a nadie”,
ahonda la fiscal en su despacho. Los últimos proxenetas encarcelados han recibido
sentencias de 60 años sin posibilidad de reducción de pena. Considera un logro
que en la última reforma de la ley se considere un agravante el parentesco en
el delito de explotación.
El amor es uno de las artimañas que utilizan los
explotadores para mantenerlas indefinidamente en el negocio. Los proxenetas
llegan a tener más de media docena de esposas, concubinas o novias, como se las
quiera llamar, trabajando en el mundo de la prostitución. Con sus coches de
gran cilindrada, ropa y joyas caras impresionan a niñas que provienen de un
entorno marginal. Los hombres se han ganado la fama de seductores. “Usan el
verbo, te enamoran”, sostiene una vecina que repudia la fama que se ha ganado
su pueblo.
Marcela, una joven guapa del sur de México, creyó encontrar
en ese muchacho que la pretendía el amor que nunca tuvo en su casa, abandonada
por el padre y malquerida por la madre. El chico parecía un exitoso comerciante
de ropa que viajaba por todo el país colocando mercancía. Se conocieron en un
parque y estuvieron viéndose a escondidas hasta que él fue a pedirle la mano a
los padres de ella. La pareja se mudó a Tenancingo y se hospedó en casa de la
familia del muchacho. La primera propuesta extraña que recibió Marcela fue la
de trabajar como “chica de compañía” en un table, unos locales nocturnos donde
las mujeres bailan en un escenario y donde se ejerce la prostitución, aunque de
eso no se hable abiertamente. En ese momento era menor de edad. “Me dijo que
necesitábamos dinero para pagar nuestra boda”, recuerda. Se negó y la tensión
con su familia política fue en aumento.
La pareja se mudó al DF y ahí directamente fue enviada a
trabajar como prostituta en un hotel de La Merced. Su cuñada fue quien la
inició en el negocio. La encerró en una habitación de un hotel de mala muerte,
El Universia, y le enseñó a poner un preservativo, a masturbar a un hombre, a
maquillarse y vestirse para atraer clientes. Mientras trabajaba, su novio y el
hermano iban al cine y comían en restaurantes del centro. Al finalizar la
jornada pasaban por la recaudación. El encierro de Marcela solo duró seis días.
Al séptimo, la policía entró en el edificio y detuvo a todos los proxenetas que
andaban por allí. Era febrero de este año. Fue el primer golpe del alcalde de
la ciudad, Miguel Ángel Mancera, contra la trata de personas. Llevaba pocos
meses en el cargo.
El negocio de los tratantes de Tlaxcala trasciende las
fronteras de México. Las chicas son enviadas a ciudades de Estados Unidos. En
Nueva York, Chicago, Atlanta o Los Ángeles se han documentado casos de
explotación a mujeres mexicanas. Hay clubes completos donde la mayoría de las
prostitutas tienen algún tipo de vínculo con Tenancingo. El negocio más
próspero para los padrotes, de todos modos, se encuentra en el sur de ese país,
en la misma frontera mexicana. Los tratantes las cruzan a través de la frontera
y las dejan en manos de los delibreros (traducción fonética de delivers,
repartidores), unos tipos que reparten publicidad y concretan citas sexuales
con los inmigrantes centroamericanos y mexicanos que trabajan en el campo.
“Hacen todo ese viaje para sufrir el abuso de los propios latinoamericanos”,
lamenta Rosi Orozco, presidenta de la organización Comisión Unidos vs Trata y
exdiputada por el PAN especializada en la lucha contra la explotación de
mujeres. Orozco ha comandado algunas campañas contra los anuncios clasificados
de prostitución en prensa o los comerciales de televisión que le han valido
algunas enemistades.
El joven párroco de Tenancingo llamado José Alfredo ha
aprendido a esquivar el tema. La experta Orozco calcula, según sus
indagaciones, que un 30% de los vecinos se dedica a la trata. Un lunes, una
secretaria agenda las misas de muertos de los vecinos que se acercan por esta
bonita iglesia llena de imágenes clásicas. Dice el padre que no quiere “hablar
de eso”, que la Iglesia es una institución vertebral de la ciudadanía que tiene
que estar para todos los problemas. Reconoce que el patrón pasea por las calles
bañado en billetes pero asegura que no es su institución la que se queda con el
dinero, sino que va a parar a los mayorales que custodian las tallas durante el
año. Su trabajo es el de mantener la fe de los habitantes del pueblo y
guiarles, en la medida de lo posible, por el buen camino. Eso incluye
apartarlos de la Santa Muerte, adorada por policías y sicarios a la vez.
“Algunas mañanas me encuentro en la parroquia objetos de culto hacia ella e
inmediatamente las saco. Este es un lugar sagrado”, dice.
A ella seguramente se tuvo que encomendar más de una vez el
hombre sin rostro cuando el FBI pisaba sus talones. El que era un modelo a
seguir para los jóvenes de Tenancingo llegó a tener una docena de esposas, como
si de un sátrapa persa se tratara. Entre ellas una de 13 años. Las chicas han
contado que las vestía a todas de sirvientas y las invitaba a besarle los pies.
Lo detuvieron en Puebla acusado de trata y homicidio y cuando estaba rodeado
por la policía ofreció cinco millones de pesos a un comisario para que lo
dejara escapar. Tras recibir una negativa, pidió que se le aplicara la ley
fuga: simular su huida y que fuese ultimado por la espalda. Un sistema muy
utilizado durante el porfiriato y la revolución mexicana. Quetzal prefería eso
a pasar prácticamente lo que le queda de vida en prisión. Acabó siendo
detenido. No tenía escapatoria.
El chico que delante de sus compañeros dijo querer imitarle,
en cambio, parece tener dónde elegir. En el taller rompió a llorar cuando cada
uno de los menores exponía sus problemas. No quiso apenas hablar y cuando lo
intentó no le salían las palabras. El día anterior había escrito en un papel:
“¡Ayúdanos!”.