Tomado de El País
Tregua de maras, la ‘revolución lumpen’
El pacto
con los grupos criminales no debe ser la estrategia de seguridad pública
Por Joaquin Villalobos
La confrontación entre los sicarios de Pablo Escobar y el
Estado colombiano fue calificada por algunos como una “insurrección plebeya” o
como la lucha de una clase social de carácter criminal que buscaba ser
reconocida. Los recursos y la base social que poseían los carteles no dejan
duda de que aquello fue mucho más que un problema de ley y orden. El Estado
colombiano se vio obligado a crecer y transformar profundamente sus
instituciones para poder derrotar la amenaza criminal. Las maras en Guatemala,
Honduras y El Salvador son igualmente un potente engendro social que podría
calificarse como una rebelión lumpen que
puede obligar a la transformación positiva de esos Estados o destruirlos.
La tregua de las maras en El Salvador es el experimento más
avanzado de administración del delito en el continente. El drástico descenso de
los homicidios en un 52% dio crédito intelectual a la tregua. Este resultado
convirtió la rehabilitación de delincuentes en el componente fundamental de la
política de seguridad del Gobierno y dejó la protección de los ciudadanos en
segundo plano. El control de la violencia ya no dependió de las capacidades del
Estado, sino de la voluntad de los pandilleros.
Las maras son grupos de características tribales que
surgieron de la fusión de la cultura estadounidense de pandillas con la cultura
salvadoreña de violencia. El fenómeno creció a consecuencia de migraciones
masivas que han destrozado el tejido social, acabando con familia, escuela y
comunidad, pilares del control social y de la formación en los valores que
permiten la convivencia.
Funcionarios del
actual Gobierno de izquierda asumieron la idea de que las maras eran “víctimas
de la injusticia social” y ese camino llevó a la “tregua”. Carlos Marx usó la
palabra “putrefacción” para referirse al lumpen como el nivel más bajo de la
escala social y lo señaló como no confiable. A diferencia de los trabajadores,
que poseen valores como la solidaridad y la laboriosidad, el lumpen es
esencialmente egoísta y vividor. Al asumir la tregua entre grupos criminales
como política de seguridad, se le dio reconocimiento social y político a los
lumpen que mantienen aterrorizada a la clase trabajadora en los barrios pobres.
Con la tregua, estos sectores de izquierda se compadecieron de los lumpen y olvidaron
a los proletarios, dándole carácter “revolucionario” a las maras.
Esto derivó en que asesinos en serie, violadores y
descuartizadores aparecieran en entrevistas televisadas y en reportajes de
periódicos, ofrecieran conferencias de prensa, emitieran comunicados,
recibieran delegaciones internacionales, tuvieran columnistas y voceros de
apoyo y polemizaran con quienes se les oponían. Queriendo o sin querer, los
defensores de la tregua han estado reproduciendo con criminales el acuerdo de
paz que en el pasado hizo El Salvador con insurgentes. Cuando se reconoce
socialmente al marero, se premia el delito y se desprecia la honestidad. La
promoción de la tregua está trastocando valores fundamentales y borrando la
línea que separa el bien del mal. Ahora, en los barrios pobres los ciudadanos
ejemplares no son los buenos estudiantes, ni los emprendedores exitosos, ni los
abnegados líderes comunales, ni los trabajadores laboriosos: son los mareros
criminales.
El descenso de homicidios es la principal defensa de la
tregua; sin embargo, los muertos también se reducen cuando alguien va ganando
un conflicto. Los homicidios de las maras responden a dos razones: a la guerra
entre pandillas para controlar territorios y a la necesidad que tienen las
maras de mantener atemorizados a quienes viven en esos territorios. Luchan por
territorios para aumentar la capacidad de extorsionar y matan gente en esos
territorios para asegurarse el pago de las extorsiones. Por tanto, el homicidio
está subordinado a la extorsión, y este último es el delito principal. La
esencia de la extorsión es el miedo al criminal y la desconfianza hacia la
capacidad del Estado de proteger.
La tregua de maras
logró bajar los homicidios porque las pandillas se dividieron los territorios
bajo intermediación de terceros con anuencia del Estado, con ello ya no
necesitaron matarse. En segundo orden, porque cuando el Gobierno les reconoce
públicamente y sin ambages su poder, los ciudadanos quedan sometidos a ese
poder criminal. Es decir, la tregua ha institucionalizado el miedo en los
ciudadanos, profundizado la desconfianza en el Estado y legitimado la extorsión
como un impuesto criminal. Las pandillas han preservado organización, comando y
control; reclutamiento, control territorial, capacidad de financiarse, y se
están transformando en crimen organizado. Toda tregua, cuando no está
resolviendo un conflicto lo está acrecentando, porque permite acumular fuerzas.
En este caso, dado que el Estado inició la tregua sin un plan para
fortalecerse, serían las pandillas las están acumulando fuerzas.
La baja de homicidios ha favorecido la imagen externa del
Gobierno, pero la tregua es altamente impopular en el país, porque el problema
principal de los ciudadanos no es que los pandilleros se maten entre ellos,
sino el terror que sufren por los asaltos, las violaciones sistemáticas de sus
hijas, el reclutamiento de niños, las desapariciones y las extorsiones a que
las maras los someten. Las encuestas señalan claramente que los salvadoreños
consideran que la situación de seguridad ha empeorado, a pesar de la enorme
disminución de los homicidios. ¿Cómo algo supuestamente tan positivo puede ser
tan impopular? En realidad, aunque los homicidios han bajado, el poder criminal
ha crecido y esto lo entienden perfectamente quienes viven en barrios pobres y
usan el transporte público.
El argumento principal para justificar la tregua es que
existen 70.000 pandilleros y 500.000 personas en su entorno cercano. Un
funcionario dijo que bien podían ser un “partido político”. Esos datos supondrían
que son siete veces lo que fue la guerrilla del FMLN, y que el 8% de los
salvadoreños apoya a quienes los matan, asaltan y extorsionan. Esos números
serían muy graves para un país como México o Colombia, y si fueran ciertos para
El Salvador el problema sería irresoluble. La situación es muy delicada, pero
hay más miedo que criminales; ni estos son 70.000, ni tienen 500.000
simpatizantes. Se trata de una minoría con gran poder de intimidación debido a
la enorme debilidad del Estado. La solución entonces es fortalecer al Estado
para que la seguridad de los ciudadanos no dependa de la voluntad de los
mareros. La tregua pudo haber sido un instrumento táctico, discreto y
secundario de la rehabilitación, pero nunca debió ser la estrategia de
seguridad pública.
Los mareros se han multiplicado porque las élites económicas
son insensibles al desastre social que deja su modelo de exportación de
personas y recepción de remesas. La gente pobre y trabajadora no tiene por qué
pagar las consecuencias de esa injusticia y aguantar a las maras: protegerlos
es una obligación. El principal obstáculo para solucionar la cuestión es el
mito de Estado débil, pequeño y barato que dejaron los ajustes estructurales.
Este problema no lo resolverá ni la mano invisible del mercado, ni la caridad
internacional, ni la reconversión milagrosa de los pandilleros. Si no se
fortalecen las capacidades policiales y sociales del Estado, podría triunfar la
revolución de las maras y El Salvador acabar convertido en un Estado lumpen.
Joaquín Villalobos fue guerrillero salvadoreño y es consultor para la resolución de
conflictos internacionales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario