Tomado de El
País
“Intentaron
desnudarme. Me resistí y lo pagué”
La
colaboradora de EL PAÍS en Cuba relata sus 30 horas detenida para impedirle
cubrir el juicio
Por Yoani Sánchez
Me quisieron impedir llegar al juicio a Ángel
Carromero. Alrededor de las cinco de la tarde del 4 de octubre, un
amplio operativo a las afueras de la ciudad de Bayamo detuvo el auto en que
viajábamos mi esposo y yo, junto a un amigo. “Ustedes quieren boicotear al
tribunal”, nos dijo un hombre vestido completamente de verdeolivo, para
inmediatamente proceder a
detenernos. El operativo tenía las dimensiones de un arresto hecho
contra una banda de narcotraficantes o de la captura de un prolijo asesino en
serie. Pero en lugar de tan amenazantes personas, solo había tres individuos que
deseaban participar de oyentes en un proceso judicial, asomarse al interior de
la sala de un tribunal. Le habíamos creído al periódico Granma cuando
publicó que el juicio era oral y público. Pero ya saben, Granma miente.
No obstante, al arrestarme, en realidad me estaban
regalando experimentar periodísticamente el otro lado de la historia. Vivir en
la piel de Ángel Carromero cómo se estructura la presión alrededor de un
detenido. Saber en carne propia los intríngulis de un Departamento de
Instrucción del Ministerio del Interior. Lo primero fueron tres mujeres
uniformadas que me rodearon y me quitaron el móvil. Hasta allí era una
situación confusa, agresiva, pero todavía no tenía visos de violencia. Después,
esas mismas fornidas señoras me introdujeron en un cuarto e intentaron
desnudarme. Pero hay una porción de uno mismo que nadie puede arrancarnos. No
sé, quizás la última hoja de parra a la que nos aferramos cuando se vive bajo
un sistema que lo sabe todo sobre nuestras vidas. En un mal y contradictorio
verso quedaría como “podrás tener mi alma… mi cuerpo no”. Así que me resistí y
pagué las consecuencias.
Después de ese momento de máxima tensión le llega el
turno al policía "bueno”. Alguien que se me presenta diciendo que lleva el
mismo apellido que yo –como si eso sirviera de algo- y que le gusta “dialogar”.
Pero la trampa es tan conocida, se ha repetido tanto, que no caigo. Me imagino
de inmediato a Carromero sometido a la misma tensión de amenaza y “buen
talante”… difícil sobrellevar algo así por largo tiempo. En mi caso, recuerdo
haber tomado aliento y después de una larga diatriba contra la ilegalidad de mi
arresto me quedé repitiendo por más de tres horas una sola frase “Exijo que me
dejen hacer una llamada telefónica, es mi derecho”. Necesitaba una certeza y la
reiteración me la daba. El estribillo me hacía sentirme fuerte frente a
personas que han estudiado en la academia los diversos métodos para ablandar la
voluntad humana. Una obsesión era todo lo que me urgía para enfrentarlos. Y me
obsesioné.
Después de
una larga diatriba contra la ilegalidad de mi arresto me quedé repitiendo por
más de tres horas una sola frase “Exijo que me dejen hacer una llamada
telefónica, es mi derecho”
Por un rato parecía que había sido en vano mi insistente
cantaleta, pero después de la una de la madrugada me permitieron hacer la
llamada. Unas pocas frases con mi padre, a través de una línea evidentemente
pinchada y ya todo quedaba dicho. Podía entonces entrar en la otra etapa de mi
resistencia. La llamé “hibernación”, porque cuando se nombra algo es como
sistematizarlo, creérselo. Me negué a comer, a beber cualquier líquido; me
negué al examen médico de varios doctores que trajeron a revisarme. Me negué a
colaborar con mis captores y se los dije. No podía despegar de mi mente el desvalimiento
de Carromero en más de dos meses lidiando con aquellos lobos que
alternaban con el papel de oveja.
Una buena parte del tiempo toda mi actividad la filmaba
una cámara que un sudoroso paparazzi manejaba. No sé si algún día
pondrán alguna de esas tomas en la televisión oficial, pero organicé mis ideas
y mi voz para que no pudieran ser transmitidas menoscabando mis convicciones. O
les mantienen el audio original con mi demanda, o tienen que repetir la chapuza
de sobreponerle la voz de un locutor. Traté de hacerles lo más difícil posible
la edición posterior de aquel material.
Solo hice un pedido en 30 horas de detención: necesito
ir al baño. Yo estaría preparada para llevar la batalla hasta el final, pero mi
vejiga no. Después me llevaron a un calabozo-suite. Había pasado horas en otro
que tenía una rara mezcla de barrotes y cortinas, con un terrible calor. Así
que llegar al salón más amplio, con televisor y varias sillas, que desembocaba
en una habitación con una cama realmente apetecible fue un golpe muy bajo. Solo
de mirar el estampado de las cortinas, tuve el presentimiento que era el mismo
lugar donde habían hecho la primera grabación que circuló en Internet de las
declaraciones de Ángel Carromero.
Aquello no era una habitación, era un set. Lo supe de
inmediato. Así que me negué a acostarme sobre la sobrecama recién tendida y a
poner mi cabeza sobre las tentadoras almohadas. Me fui a una silla en un rincón
y me acurruqué. Dos mujeres vestidas de militar me vigilaban todo el tiempo. Yo
estaba viviendo el deja vú de otro, el recuerdo del escenario en el que
transcurrieron los primeros días de detención para Carromero. Ya lo sabía y era
duro. Una dureza que no estaba en el golpe o en la tortura, sino en la
convicción de que no se podía confiar en nada de lo que ocurría dentro de esas
paredes. El agua podía no ser agua, la cama más bien parecía una trampa y el
doctor solícito estaba más cerca del soplón que del galeno. Lo único que
quedaba era sumergirse en los abismos del “yo”, cerrar las compuertas con el
afuera y eso hice. La fase “hibernación” derivó en un letargo auto provocado.
Ya no pronuncié una palabra más.
Para cuando me dijeron que me “iban a trasladar hacia La
Habana”, me costó despegar los párpados y mi lengua parecía salirse de la boca
por los efectos de la prolongada sed. Sin embargo, yo sentía que los había
vencido. En un último gesto, uno de mis captores tendió su mano para ayudarme a
subir al microbús donde también estaba mi esposo. “No acepto cortesía de
represores”, lo fulminé. Y volví a tener un último pensamiento para el joven
español que vio torcerse su vida aquel 22 de julio, que tuvo que bregar entre
todos aquellos engaños.
Al llegar a casa supe de los otros detenidos y de que la
propia familia de Oswaldo Payá no pudo entrar a la sala penal. También del
pedido de siete años hecho por el fiscal contra Ángel Carromero y de la
condición de “concluso para sentencia” en que quedó el juicio de este viernes.
Lo mío era solo un tropezón, el gran drama sigue siendo la muerte de dos
hombres y el encierro de otro.