Tomado de El País
La ruta de la
miseria hacia Estados Unidos
Según cifras de su Gobierno EEUU, desde comienzos
de año han sido detenidos 60.000 menores, una cifra muy alta comparada con el
año anterior: 24.668 en 12 meses.
En
2013 82.269 migrantes centroamericanos, muchos menores, fueron detenidos en
México
Son
las diez de la mañana de un viernes en Tecun Uman, la frontera entre Guatemala
y Ciudad Hidalgo, en Chiapas. El calor es extremadamente húmedo y cuatro
jóvenes de Nicaragua y Honduras lavan sus ropas a la orilla del río Suchiate.
Los caminos de tierra y algo de vegetación dominan el paisaje de este lado de
la frontera, sobre el que se asientan pequeños negocios artesanales bajo las
carpas. Un tráfico constante de balsas sirve como medio de transporte para cruzar a México de forma ilegal. Apenas 400 metros a la izquierda se encuentra
el puente con la garita oficial, pero ninguna patrulla impide el traslado por
agua, que es precario para el usuario y duro para el que la lleva. Otoniel rema
de pie una de las balsas construidas con seis tablas de madera de tres metros
de largo y otras cuatro atravesadas sobre dos grandes cámaras de tractor. Tiene
tres hijos adolescentes y trabaja en el río de sol a sol. “Está dura la pasada,
preferimos luchar acá, por lo menos sacamos para los frijolitos”, dice cuando
se le pregunta si nunca trató de subir a Estados Unidos. Por diez quetzales
guatemaltecos o su equivalente, 20 pesos, completa el trayecto de un lado a
otro en unos diez minutos.
Los
cuatro muchachos que buscan tomar un baño en el Suchiate quieren cruzar esta
noche, pero no tienen dinero, se lo robaron, dicen, así que lo harán nadando.
En la otra orilla, dos compuertas vierten los desagües de Ciudad Hidalgo al
río. El agua está turbia y desprende un hedor nauseabundo.
Que
el Instituto Nacional de
Migración (INM) los
descubra y los deporte es uno de los principales temores para quienes deciden
cruzar de forma ilegal. Tan solo en 2013, 82.269 migrantes fueron detenidos por
las autoridades en México. De ellos, 75.704 salieron expulsados. La mayoría
llegaba de Honduras, Guatemala y El Salvador. Desde hace años, el país funciona
como filtro para evitar que lleguen a Estados Unidos. La ley permite a los
centroamericanos transitar libremente por México con pasaporte, pero nunca
establecerse. Caso aparte merecen los niños y adolescentes. Tan solo del 17 al
24 de marzo de este año, el INM rescató a 370 menores de edad. De ellos, 163
habían sido abandonados por presuntos traficantes de personas. Hace unos días,
el presidente Obama se refirió al cruce de niños sin papeles hacia Estados Unidos como un “asunto humanitario urgente”.
Según cifras de su Gobierno, desde comienzos de año han sido detenidos 60.000
menores, una cifra muy alta comparada con el año anterior: 24.668 en 12 meses.
El viaje comienza en Centroamérica.
El
pueblo de Comitán, con 141.000 habitantes en la cabecera municipal, se
encuentra a cinco horas en coche de Talismán (Tapachula), otra de las fronteras
de Chiapas con Guatemala. El DIF (Sistema gubernamental para el Desarrollo Integral de la Familia) posee
cuatro albergues en el Estado para acoger a niños migrantes que han sido
detenidos en su tránsito por México.
Carolina
Colin es la responsable del área de psicología. En su despacho los dibujos de
los niños llenan la pared. Desde que abrieron, en abril de 2013, han recibido
50 casos. La mitad eran guatemaltecos, el 30% hondureños y un 20% de El
Salvador”. Los menores de hasta doce años permanecen en la institución mientras
se resuelve su trámite migratorio, casi siempre tres o cuatro días. El “INM nos
los deja y a ellos se los entregamos de nuevo. Todos viajan para reunirse con sus padres en EE UU”. Los
pequeños van siempre acompañados de un coyote [la persona que los cruza] y el
precio desde Honduras puede ser de unos 8.500 dólares. “En el caso de las
niñas, el adulto es una mujer, porque resulta menos llamativo. Siempre huyen en
el momento en que migración los detecta”.
Esta
semana el albergue se encuentra casi vacío. Anita y Melissa, de tres y dos
años, son las únicas huéspedes. La habitación donde duermen está revuelta y hay
dos barbies tiradas sobre los sofás. Son guatemaltecas y llegaron a Comitán
hace más de un mes. No saben hablar español, pero les gusta colgarse de las
mesas y sonríen vergonzosas ante la presencia de extraños. Su caso es
complicado. Las encontraron en el mercado de abastos cuando la madre de una de
ellaslas estaba venidendo. “¿Cuánto pedía por
ellas?”, “10.000 pesos” (unos 769 dólares).
Entre
los 13 y los 17 años son las organizaciones civiles las que se hacen cargo de
los menores. Uriel González, director de la casa IMCA en Tijuana, al noroeste
del país, lleva más de veinte años trabajando con ellos. La mayor parte de los
chicos que se hospedan en la residencia son mexicanos (“muchos de Michoacán y Guerrero”) dice. Les dan cama,
alimento y un lugar seguro mientras el INM busca a sus familiares.
Guadalupe
tiene 17 años y la mirada ausente. En dos horas regresa a casa, en Chiapas, al
sur de México. Salió con una de sus ocho hermanas hace cinco meses en autobús
porque su padre ya no quería que siguiese estudiando. El viaje duró cuatro
días. Su novio, que está en Estados Unidos, las contactó con un coyote que les
dio residencia. “Le pagábamos todo, hasta para alcohol. Eran 2.000 pesos (154
dólares) cada semana. Nos maltrataba”, dice. Intentaron pasar tres veces a
Estados Unidos, las dos primeras por el cerro, que son varios días caminando entre
la maleza, sin agua ni comida. “Mi hermana quedó atrapada en la barda, nos
hicimos daño. Si cruzábamos, pagaríamos al coyote 5.000 dólares, pero las dos
veces nos agarraron”. La tercera lo intentaron por La Línea, donde están las
garitas oficiales. Más caro. Su hermana sí cruzó pero a ella la detuvieron
durante varios días.
“En
Baja California no tenemos la misma situación de violencia, inseguridad y
secuestros que en la frontera este. Reynosa, Nuevo Laredo y Matamoros son las
zonas más duras de cruce y sin embargo, las más usadas porque resultan menos
caras y hasta allí llega el sistema ferroviario de carga”, explica Uriel
González.
Israel,
de 33 años, fue uno de los miles de migrantes que tomó el tren. Él salió de El
Salvador el 17 de
febrero de este año huyendo de la muerte. En agosto de 2013 un excompañero de
trabajo al que acababan de despedir se le echó encima con el coche, “por
envidia”, dice, lo aplastó contra una pared y estuvo en coma varios días. “Me
salió la sangre por los oídos y un lateral de la cabeza quedó hundido”. Hoy
todavía tiene secuelas de la parálisis, que lo tuvo en el hospital más de un
mes. Israel trabajaba como guardia de seguridad para una señora importante, que
le pagó cuatro meses de alquiler. “El 15 de febrero llegaron por mí cuatro
personas armadas en un vehículo y empezaron a disparar. El copiloto era el
mismo que había intentado matarme antes”. Esquivó las balas y decidió escapar,
dejando a una esposa y cuatro hijos.
“En
la frontera de México los judiciales me quitaron el maletín, 160 dólares y los
zapatos, así que tuve que caminar descalzo. En el monte me lastimé los pies y
empecé a desangrarme. Até una de las dos camisetas que llevaba puestas a las
plantas y continué hasta que una señora nos prestó ayuda en Tapachula”.
“Nuestra
población es en un 90% hombres, un 8% mujeres y un 2% niños. El 80% viene de Honduras”,
explican en el albergue de Huehuetoca, una localidad que se ubica a ambos lados
de la vía del tren en el Estado de México, a una hora y media del Distrito
Federal, en el centro del país. Cada vez más, cuentan los responsables de esta
casa regentada por la Iglesia, los migrantes optan por tomar nuevas rutas y
viajar en medios de transporte alternativos al tren. “El autobús es una de las
opciones más utilizadas. Algunos sortean los retenes y se bajan antes. Otros se
hacen los dormidos para evitar que las autoridades les pidan documentos”.
Israel
tomó primero una combi a Tonalá (a 220 kilómetros de Tapachula) y de ahí otra a
Arriaga (aún Chiapas). Después pensó que el tren era su única opción. “Al que
no pague túmbenlo. Ahí llevas la [pistola] 38, con seis cartuchos dentro y
otros 12 de repuesto. A la mujer que no quiera pagar, cógetela, cabrón y luego
también la tiras”. Las frases anteriores se las oyó decir a un hombre que llaman
el señor de la línea, en Tierra Blanca, un municipio de la zona central de
Veracruz. “Es güero [rubio], fornido, alto, cuentan que hondureño pero habla
mezclado. Es el jefe de la organización y dirige un equipo de 30 personas. No
son de los zetas pero tienen comunicación entre ellos. Se encarga de cobrar la
renta, llega, da órdenes y se retira”, dice. “Anda con un perrito vuelta y
vuelta, controlando la gente que hay. No tiene mucha cara de malo pero yo
escuché lo que decía y me dio miedo”. Israel llevaba 300 pesos enrollados en el
dobladillo del pantalón. Uno de los controladores conocía su ciudad de origen y
lo dejó pasar sin pagar. “Cuando se subían al tren yo me enrollaba como una
bola y cerraba los ojos. Si uno se les queda mirando, te matan”. Hoy espera en
la Casa del Migrante de Huehuetoca a que el Gobierno le conceda una visa
humanitaria para poder establecerse en el país.
“Desde
que abrimos hace 21 meses hemos hecho el trámite con ocho personas, pero solo
una fue migrantes no siempre tienen a su disposición los papeles que piden para
probar la veracidad de su historia. La visa se da si la vida del solicitante
corre peligro en el país de origen”.
Israel
presenció tres violaciones y una decena de asesinatos en diez días de viaje.
Cuando traza su relato habla de los zetas, pero no solo: “Los que cuidan el
tren, les dicen garroteros”. En México nueve compañías privadas operan por las
vías del país como transporte de carga. Generalmente los migrantes viajan en la
parte superior del vagón. Antes de llegar a Orizaba (Veracruz) hay unos
túneles. “Allí aparecieron los vigilantes. Nos pidieron a todos que bajásemos.
Venían dos chamacas de 20 y 17 años. A ellas les dijeron que se quedasen. Los
siete hombres que llegaron pasaron por las dos”.
En
agosto de 2010, 72 ciudadanos centroamericanos fueron
asesinados en Tamaulipas a
manos del crimen organizado. En abril de 2011, las autoridades hallaron 196
cadáveres en fosas comunes en la localidad de San Fernando. La mayoría eran
migrantes que murieron a golpes. Cada año una caravana de madres del Movimiento
Migrante Mesoamericano busca a hijos desaparecidos en su tránsito por México.
Solo un reducido grupo de sacerdotes y defensores de los derechos humanos ha
alzado la voz para denunciar las atrocidades a las que son sometidos.
“Que no me regresen”
Hace
semanas que Israel no habla con su familia. No sabe si están bien, pero sí que
deben tres meses de renta. La vivienda cuesta 60 dólares. Un pasaporte 30.
“Mucho”, asegura. La medicina que necesita su hijo pequeño con hidrocefalia
vale otro tanto. Cuando trabajaba de vigilante ganaba 150 la quincena. “Nos alcanzaba
para vivir los seis”, explica, “pero ahora no tienen recursos”. Sus familiares
también son pobres y tienen sus propios hijos. “No pueden ayudarnos”, dice.
Mientras
espera a que el Gobierno le conceda su visa humanitaria piensa en si su esposa
continuará viva. “Tengo fe en Dios. Lo que yo más quiero es que no me envíen de
vuelta. Yo hago lo que sea, trabajo donde me digan, pero que no me regresen a
mi país. Eso sería lo peor de todo. Lo peor”.
P.
CH.
Un
taxi se detiene junto a la valla metálica que separa los dos países en la costa
de Tijuana. “Yo puedo contarles, pero ustedes no graban, ni dicen mi nombre”.
El conductor trabajó como coyote un tiempo. “Estuve menos de un año, pero
durante ese tiempo dejé el resto de negocios, porque ganaba mucho más con el
brinco. Era dinero fácil, en menos de una hora ya traía 300 dólares. Ahora
llega a los 12.000. Hay quien pasa con documentos falsos o en lancha”. La
carretera desde las playas al centro de Tijuana transcurre un buen rato
paralelo a la barda.
Un muro alto, visible, que hoy pareciera infranqueable.
“Antes había una parte de la barda más baja, con un árbol muy cerca, uno lo
trepaba y eso facilitaba el salto. Del otro lado caminábamos 20 minutos
agachados entre matorrales hasta un Mc Donalds. Allí me pagaban, los dejaba y
ellos iban con el siguiente [coyote] que tenían apalabrado para subir hasta San
Diego o Santa Ana. Yo me regresaba a veces por La Línea porque entonces no
pedían documento”, explica.
“¿Por
qué lo dejó?”, “Me agarraron en 1994 y estuve seis años y cien días en la
cárcel. La misma gente que pasaba me delató. Con los años los polleros llegaron
a pagar cuotas a la judicial para que los dejaran trabajar a gusto, pero se
fueron yendo al bote, unos están de aquel lado y otros en México. Se fue
deshaciendo el grupo. Está más difícil últimamente”.
Tras
el atentado contra las Torres Gemelas de Nueva York en 2001, los controles en
la frontera se endurecieron y existe más vigilancia.
Pedro
masca sábila y la escupe. “Cura cualquier infección”, dice, y cuenta que es
ingeniero agrónomo y que trabajó como inspector de la Secretaría de Agricultura
en el puerto de Manzanillo, en Colima, hace más de 20 años. Él tiene 58 y su
hijo cuenta que es alcohólico. En las últimas dos décadas se dedicó a pasar
personas a Estados Unidos, pero lo dejó en 2012. “Al principio en una semana
podías llevar a 15 o 20 y lo hacías en grupo, les dabas alojamiento, comida,
ahora eso es casi imposible. Ya no es negocio”. A Pedro lo invitó un amigo a
trabajar en esto. Pedía permiso y se venía.
Al
final dejó su empleo y se trasladó a Tijuana porque ser pollero [coyote] salía
más rentable. Primero se encargaba de conseguir clientes y se los daba a otros,
que los pasaban. “El que gana bien es el que salta. Antes había dinero para
comprar a gente, la gente que se dedica a buscar clientes. A estos le dabas
25-30 dólares. Ahorita no es segura la pasada. Sí entran, pero de 100, uno o
dos”. Pedro no esconde que ganó mucho dinero, pero explica que concebía su
trabajo como una labor noble: “Ayudaba a la gente a cumplir su sueño. Nunca me
aproveché de nadie y eso que llevé a muchas mujeres, pero las respetaba. A
muchas las violan”.