domingo, 17 de marzo de 2013

Los señalamientos al Papa Francisco I de su relación con gobiernos militares argentinos


Tomado de RFI
Foto que circula en internet donde supuestamente el entonces Obispo Jorge Mario Bergoglio (de espalda) da la comunión al General Jorge Videla. Hay que señalar que para esa fecha Bergoglio tenía 39 años de edad y la persona que aparece de espalda en la foto, ya es una persona de avanzada edad, por lo que la veracidad de la imagen es seriamente cuestionable y descartada casi de tajo.

¿Son fundadas las denuncias contra Bergoglio?

Según las informaciones disponibles y lo actuado por la Justicia, el papa Francisco, superior de los jesuitas durante la dictadura Argentina, no colaboró con el régimen militar ni tuvo responsabilidad, como se le acusa desde algunos movimientos de derechos humanos de Buenos Aires, en el secuestro de dos religiosos.

Por Juan Buchet, Corresponsal en Buenos Aires

¿Quién es Bergoglio? El 13 de marzo, apenas fue conocido el nombre del nuevo papa, muchos se hicieron esta pregunta. Es cierto que Jorge Mario Bergoglio, hoy papa Francisco, no figuraba entre los favoritos para suceder a Benedicto XVI. Su elección fue una sorpresa, pese a que en el 2005 hubiera obtenido 40 votos frente a Joseph Ratzinger. Desde Buenos Aires, donde nació Bergoglio en 1936, los periodistas retrataron a un hombre sencillo. 

Un sacerdote “de la calle”, como dijo un cura rockero, y es verdad que al hasta entonces arzobispo de la capital argentina se lo podía ver en la calle, en el subte o en un ómnibus. Un hombre dedicado a la gente común, y más especialmente a los pobres, como atestiguaron los curas “villeros” alentados por él a trabajar en barrios carenciados y villas de emergencia, como se conoce en la Argentina a los asentamientos informales.

Poco después, sin embargo, surgió otra imagen, vía las redes sociales, inundadas de mensajes en los que se denunciaba la “complicidad” del nuevo papa con la dictadura en el poder en el país entre 1976 y 1983. Algunos incluían fotos en las que se veía a un prelado en compañía de los exmiembros de la junta militar Jorge Rafael Videla y Emilio Massera. En realidad, eran montajes o fotos de otro sacerdote, Carlos Berón de Astrada, mucho mayor que Bergoglio, quien tenía 39 años cuando tuvo lugar el golpe de marzo de 1976. Horas después, las acusaciones fueron retomadas por personas vinculadas a los derechos humanos en la Argentina, como la presidenta de Abuelas de Plaza de Mayo Estela de Carlotto y, sobre todo, el periodista y presidente del Cels (Centro de Estudios Legales y Sociales) Horacio Verbitsky. Luego, otras personalidades salieron en defensa de Bergoglio. Entre ellas, el premio Nobel de la Paz Adolfo Pérez Esquivel, la exintegrante de la Conadep (Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas, cuyo informe, “Nunca más”, fue la base del histórico juicio a las juntas militares de 1985) Graciela Fernández Meijide y la exjueza Alicia Oliveira.

Cabe señalar que el mundo de los derechos humanos en la Argentina está dividido entre agrupaciones afines al Gobierno y otras que son independientes y a veces críticas del oficialismo. En líneas generales, aquellos que acusan al papa forman parte del primer grupo y los que lo defienden, del segundo. Hay que destacar también que, para el ala izquierda del kirchnerismo, el exarzobispo de Buenos Aires se habría comportado a veces como un opositor al Gobierno y es más bien desde ese sector que provienen las denuncias.

Esta contextualización no debe impedir, obviamente, que sean analizadas las acusaciones contra Bergoglio, independientemente de la desmentida oficial del Vaticano de este 15 de marzo. Hay un reproche relativo a su actitud durante la dictadura: complicidad, dicen algunos, pasividad, según otros. Y una denuncia precisa, relacionada con el caso de dos jesuitas que fueron secuestrados y detenidos seis meses en la Esma (Escuela de Mécanica de la Armada), el más importante centro de detención clandestino de aquella época: el entonces superior de la orden en la Argentina habría entregado o al menos desprotegido a los religiosos.

La imputación de complicidad no se asienta en ninguna evidencia. Al contrario, numerosos testimonios, confirmando lo dicho por Bergoglio a los periodistas Sergio Rubin y Francesca Ambrogetti en el libro “El Jesuita”, describen a un hombre que escondió a perseguidos en el colegio Máximo de la Compañía de Jesús, y los ayudó a salir del país. “Para él, era muy riesgoso”, afirma hoy la exjueza, que también tuvo que esconderse, Alicia Oliveira. Fue especialmente riesgoso lo que hizo con un joven que tenía algún parecido con él, al que le facilitó la salida a Brasil con su propio documento de identidad y vestido de sacerdote. “Además, agrega el exarzobispo en el libro, hice lo que pude con la edad que tenía y las pocas relaciones con las que contaba, para abogar por personas secuestradas.” Es en ese marco que Bergoglio reconoce haberse acercado dos veces a Videla y otras tantas a Massera. En aquel momento, para muchos, era lo más osado que se podía hacer. Y no era exento de peligro, ya que quienes intercedían por presuntos “subversivos” podían ser considerados sospechosos.

Por otra parte, se puede difícilmente reprocharle al entonces superior local de los jesuitas no haber denunciado públicamente los crímenes de la dictadura: salvo alguno que haya podido ponerse a salvo de inmediato, quienes lo hicieron ya no están para contarlo, siendo uno de los casos más emblemáticos el del periodista Rodolfo Walsh, asesinado en marzo de 1977, un día después de haber fechado una “Carta abierta” a la Junta Militar. Tampoco tiene sentido asociar a Bergoglio a la actitud ambigua y a veces complaciente con la dictadura de parte de la jerarquía eclesiástica, ya que por su cargo y sus 40 años, no formaba parte de la misma.

Queda la denuncia relativa al secuestro, en mayo de 1976, de Orlando Yorio y Francisco Jalics, dos jesuitas que se desempeñaban en una villa de emergencia de Buenos Aires. Bergoglio es acusado de haberles pedido que abandonaran el asentamiento y, ante la negativa de los sacerdotes, de haberlos expulsado de la orden, antes de informar a los militares de que ya no contaban con el apoyo de la Iglesia, posibilitando así que los secuestraran.

La denuncia data de varios años, pero nunca se ha aportado prueba alguna de que el provincial de la Compañía de Jesús se haya comportado así. Sí es cierto que el fundador del Cels Emilio Mignone, hoy fallecido, responsabilizó a Bergoglio por haber desprotegido a las víctimas del operativo, que incluyó también a jóvenes catequistas, entre ellas la hija de Mignone, que continúan desaparecidos. También Yorio culpó a su superior, no así Jalics. Después de su liberación, ambos dejaron la Argentina. Yorio volvió al retorno de la democracia, mantuvo sus acusaciones y murió en su país. En cuanto a Jalics, se radicó en Alemania, pero viaja a la Argentina y ofició misas con Bergoglio. Este 15 de marzo, desde Europa, declaró: “Me reconcilié con todo lo ocurrido y doy los hechos por cerrado”.

Según Bergoglio, los sacerdotes estaban pergeñando una nueva congregación, para la cual habían elaborado reglas, cuyo borrador aún conserva, solicitando en consecuencia el padre Arrupe, entonces superior general de los jesuitas, que eligieran entre su proyecto y la Compañía. Siempre de acuerdo a Bergoglio, Yorio y Jalics pidieron la salida de la orden. En marzo de 1976, a días del golpe, que era un secreto a voces en la Argentina, les sugirió que dejaran la villa y se instalaran en la casa provincial. “Nunca creí que estuvieran involucrados en ‘actividades subversivas’, como sostenían sus perseguidores. Pero quedaban expuestos a la paranoia de caza de brujas”, declaró a Rubin y Abrogetti, agregando lo siguiente: “Fueron liberados, porque no pudieron acusarlos de nada, y porque nos movimos como locos. Cuando dije que estuve dos veces con Videla y dos con Massera fue por el secuestro de ellos.”

El caso de Yorio y Jalics fue juzgado hace dos años, en el marco de la llamada causa Esma, que terminó con la condena de numerosos exmilitares, entre ellos Alfredo Astiz, por la muerte de las monjas francesas Léonie Duquet y Alice Domon, y algunos civiles. En esa ocasión, a pedido de querellantes que lo acusaban, Bergoglio declaró durante cuatro horas y convenció al tribunal de que no tenía nada que ver con el secuestro. Germán Castelli, uno de los jueces que dictó la sentencia, es tajante: “Es totalmente falso decir que Jorge Bergoglio entregó a esos sacerdotes. Escuchamos esa versión, vimos las evidencias y entendimos que su actuación no tuvo implicancias jurídicas en estos casos. Si no, lo hubiésemos denunciado.” 

La Justicia refuerza la credibilidad del relato de Bergoglio. Es altamente creíble que haya buscado proteger a los dos curas al sugerirles que dejaran el asentamiento y que haya obrado luego por su liberación. En aquel momento, aquellos que realizaban tareas pastorales o sociales en barrios populares, tuvieran o no relaciones con supuestos guerrilleros, eran considerados “subversivos” por los militares. Muchos pagaron con su vida el compromiso con los pobres que reivindica hoy el papa Francisco. Es entendible, también, que Yorio o Mignone hayan podido pensar que Bergoglio había desprotegido a los sacerdotes al pedirles, cumpliendo órdenes, que eligieran entre la Compañía de Jesús y la congregación que querían formar. Pero ello no autoriza a seguir acusándolo de haberlos entregado.


Quien mantiene dicha acusación es el periodista Horacio Verbistky, que investigó el rol de la Iglesia durante la dictadura, publicó libros y artículos sobre el tema y está al origen de las denuncias. Verbitsky fundamenta ahora la presunta responsabilidad de Bergoglio en otro episodio, posterior al secuestro. En 1979, Jalics, entonces residente en Alemania, necesita renovar su pasaporte vencido. Legalmente, debe volver al país para ello, pero teme ser detenido. Le escribe a Bergoglio, pidiéndole que solicite un permiso especial para poder realizar el trámite en el consulado de Bonn. El todavía superior de los jesuitas accede y redacta una carta en ese sentido, sin decir, obviamente, que Jalics teme volver, sino que aduce que el viaje es muy costoso. Entrega la carta a un funcionario de la Secretaría de Culto, quién le pregunta por qué el sacerdote se había ido del país. “A él y su compañero los acusaron de guerrilleros y no tenían nada que ver”, declaró haber respondido Bergoglio. La petición fue denegada.


¿Qué es lo que permite a Verbitsky sostener su denuncia? Una nota del funcionario en cuestión, de apellido Orcoyen, en la que se puede leer lo siguiente: “Padre Francisco Jalics/Detenido en la Escuela de mecánica de la Armada 24/5/76 XI/76 (6 meses)/acusado con el Padre Yorio/Sospechado contactos guerrilleros”. En Nota Bene, el funcionario agrega: “Datos suministrados al señor Orcoyen por el Padre Bergoglio firmante de la nota con especial recomendación de que no se hiciera lugar a lo que solicita”. La lectura lineal de esta última frase sugeriría que Bergoglio recomienda que las autoridades no accedan al pedido realizado por carta. Contradictorio, sino incomprensible. Lo que autoriza a pensar que es el firmante de la nota, Orcoyen, quien recomienda no dar lugar a la solicitud pero redactó mal el N.B. De este modo, el episodio se vuelve coherente y conforta los dichos del actual papa en el libro antes citado, en los que remarca que lo único que encontró su acusador fue un “papelito” de un funcionario de la dictadura, a la vez que señala que Verbitsky soslaya la carta en la que “ponía la cara por Jalics y hacía la petición.” Una vez más, la posición de Bergoglio parece sólida y la acusación, endeble.

El mismo Verbitsky, en lo que se aparenta a una suerte de retirada más o menos honrosa, dice ahora: "No hay pruebas terribles contra él, pero los jesuitas con los que hablé me contaron que hubo una operación de limpieza en la compañía contra los que se oponían a los militares y querían denunciar las violaciones a los derechos humanos." Una declaración en línea con el giro que parece dar el oficialismo argentino previamente a la audiencia de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner con el papa este 18 de marzo.

También ver:


Cambios: El Poder ya no es como antes, ni los poderosos lo son tanto


Tomado de El País

¿Qué les está pasando a los poderosos? 
Presidentes maniatados. Magnates hundidos. Ejércitos impotentes. Obispos sin fieles. Nuevos actores desafían a los dirigentes tradicionales. El poder ya no es lo que era. Se ha vuelto más difícil de usar y más fácil de perder

Por Moisés Naím

En su primer discurso ante el Congreso, en 2009, el presidente Obama propuso un presupuesto con ambiciosas inversiones en energía, sanidad y educación. “Esto es América”, proclamó. “Aquí no vamos a lo más fácil”. Cuatro años después, hasta lo fácil se le ha vuelto imposible. “Acordemos aquí, y ahora, mantener al Gobierno funcionando, pagar las facturas a tiempo y proteger el crédito de Estados Unidos”, imploraba Obama al Congreso hace unas semanas. Evidentemente, el presidente de la superpotencia no se debe sentir muy poderoso.
El resultado de los comicios en Italia ha sumido al país en una crisis aún mayor de ingobernabilidad, y en Israel y Reino Unido, Benjamín Netanyahu y David Cameron se han visto obligados a forjar complejas coaliciones para poder gobernar. Las victorias electorales con grandes mayorías son cada vez menos frecuentes. A nivel mundial, la comunidad internacional no logra actuar para detener las matanzas en Siria o el calentamiento global.
El poder ya no es lo que era. Se ha vuelto más fácil de obtener, más difícil de usar y mucho más fácil de perder. Un ejecutivo puede celebrar su ascenso a la dirección de su prestigiosa compañía solo para descubrir que una empresa recién creada está arrasando con sus clientes. Un político que llega a primer ministro puede encontrarse maniatado ya que una multitud de partidos minoritarios bloquea sus iniciativas. Un general puede comandar un enorme y costoso ejército sabiendo que su moderno armamento es inútil frente a explosivos caseros y terroristas suicidas. Y el nuevo papa, Francisco, ya sabe que predicadores de nuevo cuño están arrebatándole su rebaño en África y Latinoamérica.
¿Por qué el poder es cada vez más fugaz? Porque las barreras que protegen a los poderosos ya no son tan inexpugnables como antes. Y porque han proliferado los actores capaces de retar con éxito a los poderes tradicionales.
Los Estados soberanos se han cuadruplicado desde 1940 (de 51 a 193) y no solo compiten entre sí, sino también con organismos internacionales, fondos de inversión, carteles de la droga y ONG transnacionales.
En 2011, cuando estalló la Primavera Árabe, había 22 países gobernados por déspotas, frente a 89 en 1977, una clara señal de lo difícil que es hoy retener el poder. Y dentro de cada país, el poder también está más disperso. En 2012, solo cuatro de las 34 democracias más ricas del mundo contaban con un presidente o primer ministro respaldado por una mayoría parlamentaria.
Una creciente clase media,  mejor informada y con mayor movilidad, está haciendo más difícil el ejercicio del poder
El poder también se desmorona en los campos de batalla y las salas de juntas.
Un estudio realizado en 2001 por el politólogo Ivan Arreguin-Toft descubrió que, en las guerras asimétricas que estallaron entre 1800 y 1849, el bando más débil (en armamento y efectivos) alcanzó sus objetivos en el 12% de los casos. En las guerras de ese mismo tipo libradas entre 1950 y 1998, el bando presuntamente débil venció el 55% de las veces. El poder militar tampoco es lo que era.
Como no lo es el poder empresarial. En 1980, en EE UU, una empresa situada en el 20% más importante de su sector tenía una entre diez posibilidades de perder ese puesto en los cinco años siguientes. Dos décadas después, esa proporción pasó a ser una de cada cuatro.
Los presidentes de Estados Unidos y China y los consejeros delegados de JPMorgan Chase y Shell Oil siguen gozando de un poder inmenso, pero es mucho menor del que tenían sus antecesores. Antes, presidentes y directivos no solo se enfrentaban a menos rivales y competidores, sino que además tenían menos restricciones a la hora de utilizar ese poder. Restricciones como los mercados financieros, una población con más conciencia política y más exigente, y el escrutinio de los medios de comunicación. Los poderosos, hoy, suelen pagar un precio mayor y más inmediato por sus errores.
Internet, con su fuerza supuestamente “democratizadora”, no es lo único que está erosionando el poder. Las nuevas tecnologías de la información son herramientas importantes, pero para que ejerzan algún efecto necesitan usuarios, y los usuarios necesitan dirección y motivación. Facebook y Twitter fueron fundamentales en la Primavera Árabe. Pero las circunstancias que llevaron a derrocar a los tiranos fueron locales y personales: el desempleo y las expectativas insatisfechas de una clase media en expansión y mejor preparada fueron decisivas.
Lo que está erosionando el poder tradicional son las transformaciones de aspectos básicos de la vida: cómo vivimos, cuánto tiempo y con qué calidad. Cómo trabajamos, nos movemos o nos relacionamos con nuestro entorno. Estos cambios se pueden agrupar en tres revoluciones simultáneas:
La Revolución del Más. 
El siglo XXI tiene más de todo: más gente, más urbana, más joven, más sana y más educada. Y también más productos en el mercado, más partidos políticos; más armas y más medicinas, más crimen y más religiones. La pobreza extrema se ha reducido más que nunca y la clase media crece. Para 2050, la población mundial será cuatro veces mayor que 100 años antes. Desde 2006, 28 “países de renta baja” han pasado a figurar entre los de “renta media”. Una clase media impaciente, mejor informada y con más aspiraciones está haciendo más difícil el ejercicio del poder.
La Revolución de la Movilidad. 

No solo hay más personas con mejor nivel de vida, sino que además se mueven más que nunca. Según la ONU, 214 millones de personas viven fuera de sus países de origen, un 37% más que hace 20 años. Las diásporas étnicas, religiosas y profesionales están cambiando el reparto de poder entre las poblaciones y dentro de ellas. Personas, tecnología, productos, dinero, ideas y organizaciones tienen más movilidad, y por ello son más difíciles de controlar.

La Revolución de la Mentalidad. 
Una población que consume y se mueve sin cesar, que tiene acceso a más recursos y más información, ha experimentado también una inmensa transformación cognitiva y emocional. El World Values Survey ha descubierto que existe cada vez más consenso en todo el mundo sobre la importancia de las libertades individuales y la igualdad de género, así como más intolerancia al autoritarismo. La insatisfacción con los sistemas políticos y las instituciones de gobierno también es global.
Juntas, estas tres revoluciones están erosionando las barreras que protegían a los poderosos de sus rivales. La Revolución del Más ayuda a estos últimos a asediar esas barreras, la Revolución de la Movilidad les ayuda a rodearlas y la Revolución de la Mentalidad las socava.
¿Debemos celebrar este declive del poder tradicional? Claro que sí. Se han abierto más oportunidades para votantes, consumidores, jóvenes, mujeres y otros grupos tradicionalmente excluidos.
Pero no todo es positivo. La degradación del poder también plantea amenazas para nuestro bienestar, nuestras familias y nuestras vidas. Explica por qué Washington está bloqueado, por qué a Europa le cuesta actuar con eficacia ante los problemas económicos, por qué proliferan los Estados fallidos o por qué tantas decisiones urgentes se toman tarde y mal.
Ante el fin del poder tal como lo conocemos, nuestros tradicionales sistemas de controles y equilibrios —concebidos para limitar el poder excesivo— amenazan con transformar a muchos Gobiernos en gigantes paralizados.
El tamaño ya no significa fuerza. La burocracia ya no significa control. Y los títulos ya no significan autoridad. Y si el futuro del poder está en la subversión, los bloqueos y las interferencias, ¿podremos recuperar algún día la estabilidad? Sí. Pero eso requerirá entender mejor las mutaciones del poder.
Moisés Naím es autor del libro The end of power, de donde ha sido adaptado este artículo. Twitter @MoisesNaim
Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia.

Gobierno mexicano amaga con “meterse” con los grupos poderosos


Agencias noticiosas  

México: los tres ricos intocables



El gobierno mexicano se meterá con los negocios de Carlos Slim, Ricardo Salinas y Emilio Azcárraga, los hombres que controlan las telecomunicaciones.

La semana pasada al cumplir los primeros 100 días de su gobierno, el presidente de México Enrique Peña Nieto hizo un anuncio que dejó perplejos a los más de 110 millones de habitantes de ese país. Presentó una reforma constitucional para acabar con los monopolios en las telecomunicaciones, abrir las puertas a la mayor inversión extranjera y favorecer a los consumidores con tarifas más competitivas.

Con esta decisión el mandatario se mete nada más y nada menos que con los tres dueños de las más grandes fortunas de la nación azteca, que tienen negocios en todos los sectores económicos y que dominan las comunicaciones del país: Carlos Slim, Ricardo Salinas y Emilio Azcárraga. 


Slim es el hombre más rico del planeta –con una riqueza de 73.000 millones de dólares según Forbes– propietario de un imperio de más de 200 empresas entre las que se destacan Telmex, Telcel, América Móvil (Claro) y el Grupo Carso. Slim maneja el 80 por ciento de la telefonía fija y el 70 por ciento de la telefonía celular, lo que ha llevado a que México tenga una de las tarifas más altas del mundo según la Ocde. 

Ricardo Salinas es el cuarto hombre más rico de esa nación y el 111 del mundo, en la clasificación de Forbes. Es propietario del Grupo Electra, TV Azteca y del operador de telefonía celular Iusacell. 

Por su parte, Emilio Azcárraga es el octavo hombre más rico de México, dueño del Grupo Televisa –líder en televisión abierta y por cable y de medios de comunicación impresos–. Entre Televisa y TV Azteca manejan el 90 por ciento de la televisión abierta de esa nación. 

La reforma constitucional de Peña Nieto busca frenar el avance de estos monopolios y permitir una mayor competencia. Para ello propone una licitación para dos nuevas cadenas de televisión abierta y la retransmisión de señales; la apertura sin restricciones a la inversión extranjera y la creación del Instituto Federal de Telecomunicaciones –entidad autónoma– con amplias facultades para otorgar y revocar concesiones, sancionar y obligar a la venta de activos para buscar un mayor equilibrio en el mercado. 

Para evitar ser atajado por los inmensos poderes económicos de estos grupos, el mandatario se blindó. El proyecto ya cuenta con el respaldo de los principales partidos políticos que firmaron el Pacto por México, un acuerdo nacional para sacar adelante reformas económicas y sociales.

A su favor tiene, además, el hecho de que los tres grupos económicos mantienen disputas legendarias. Slim ha intentado ingresar a la televisión, pero tiene las puertas cerradas. En cambio, Televisa y TV Azteca pueden vender paquetes de servicios triple play (televisión paga, internet de banda ancha y telefonía). Ante la intromisión de sus competidores en sus terrenos, Slim no se quedó quieto y les retiró a las dos compañías la pauta publicitaria y las demandó ante la Comisión Federal de la Competencia por prácticas monopólicas. Televisa y TV Azteca contratacaron al acusar a las empresas del millonario mexicano de abusar de los consumidores y de cobrar precios excesivos.

Ahora, con las nuevas reglas de juego que plantea la reforma, todos podrán hacer de todo y meterse en los negocios del rival. El Grupo Televisa, el primero en pronunciarse sobre el tema, reconoce que el proyecto plantea grandes retos para competir en un campo más parejo. 

El presidente Peña Nieto acaba de dar un gran paso para meterse con los negocios de estos grupos económicos que eran intocables y que crecieron gracias a las concesiones otorgadas. El resultado de este caso mexicano, sería un buen ejemplo para el resto de países de América Latina –incluida Colombia–, donde también en este sector se imponen los grandes monopolios.