Texto tomado de
Biografía y Vidas
Nació
en 1452 en la villa toscana de Vinci, hijo natural de una campesina, Caterina
(que se casó poco después con un artesano de la región), y de Ser Piero, un
rico notario florentino. Italia era entonces un mosaico de ciudades-estados
como Florencia, pequeñas repúblicas como Venecia y feudos bajo el poder de los
príncipes o el papa. El Imperio romano de Oriente cayó en 1453 ante los turcos
y apenas sobrevivía aún, muy reducido, el Sacro Imperio Romano Germánico; era
una época violenta en la que, sin embargo, el esplendor de las cortes no tenía
límites.
A
pesar de que su padre se casó cuatro veces, sólo tuvo hijos (once en total, con
los que Leonardo acabó teniendo pleitos por la herencia paterna) en sus dos
últimos matrimonios, por lo que Leonardo se crió como hijo único. Su enorme
curiosidad se manifestó tempranamente, dibujando animales mitológicos de su
propia invención, inspirados en una profunda observación del entorno natural en
el que creció. Giorgio Vasari, su primer biógrafo, relata cómo el genio de
Leonardo, siendo aún un niño, creó un escudo de Medusa con dragones que
aterrorizó a su padre cuando se topó con él por sorpresa.
Consciente
ya del talento de su hijo, su padre lo autorizó, cuando Leonardo cumplió los
catorce años, a ingresar como aprendiz en el taller de Andrea del Verrocchio,
en donde, a lo largo de los seis años que el gremio de pintores prescribía como
instrucción antes de ser reconocido como artista libre, aprendió pintura,
escultura, técnicas y mecánicas de la creación artística. El primer trabajo
suyo del que se tiene certera noticia fue la construcción de la esfera de cobre
proyectada por Brunelleschi para coronar la iglesia de Santa Maria dei Fiori.
Junto al taller de Verrocchio, además, se encontraba el de Antonio Pollaiuollo,
en donde Leonardo hizo sus primeros estudios de anatomía y, quizá, se inició
también en el conocimiento del latín y el griego.
Juventud y descubrimientos técnicos
Era
un joven agraciado y vigoroso que había heredado la fuerza física de la estirpe
de su padre; es muy probable que fuera el modelo para la cabeza de San Miguel
en el cuadro de Verrocchio Tobías
y el ángel, de finos y bellos rasgos. Por lo demás, su gran imaginación
creativa y la temprana maestría de su pincel, no tardaron en superar a las de
su maestro: en el Bautismo de Cristo, por ejemplo, donde un dinámico e
inspirado ángel pintado por Leonardo contrasta con la brusquedad del Bautista
hecho por Verrocchio.
El
joven discípulo utilizaba allí por vez primera una novedosa técnica recién
llegada de los Países Bajos: la pintura al óleo, que permitía una mayor
blandura en el trazo y una más profunda penetración en la tela. Además de los
extraordinarios dibujos y de la participación virtuosa en otras obras de su
maestro, sus grandes obras de este período son un San Jerónimo y el gran panel La adoración de los Magos (ambos inconclusos), notables por el
innovador dinamismo otorgado por la maestría en los contrastes de rasgos, en la
composición geométrica de la escena y en el extraordinario manejo de la técnica
del claroscuro.
Florencia
era entonces una de las ciudades más ricas de Europa; sus talleres de
manufacturas de sedas y brocados de oriente y de lanas de occidente, y sus
numerosas tejedurías la convertían en el gran centro comercial de la península
itálica; allí los Médicis habían establecido una corte cuyo esplendor debía no
poco a los artistas con que contaba. Pero cuando el joven Leonardo comprobó que
no conseguía de Lorenzo el Magnífico más que alabanzas a sus virtudes de buen
cortesano, a sus treinta años decidió buscar un horizonte más prospero.
Primer período milanés
En
1482 se presentó ante el poderoso Ludovico Sforza, el hombre fuerte de Milán
por entonces, en cuya corte se quedaría diecisiete años como «pictor et
ingenierius ducalis». Aunque su ocupación principal era la de ingeniero
militar, sus proyectos (casi todos irrealizados) abarcaron la hidráulica, la
mecánica (con innovadores sistemas de palancas para multiplicar la fuerza
humana), la arquitectura, además de la pintura y la escultura. Fue su período
de pleno desarrollo; siguiendo las bases matemáticas fijadas por León Bautista
Alberti y Piero della Francesca, Leonardo comenzó sus apuntes para la
formulación de una ciencia de la pintura, al tiempo que se ejercitaba en la
ejecución y fabricación de laúdes.
Estimulado
por la dramática peste que asoló Milán y cuya causa veía Leonardo en el
hacinamiento y suciedad de la ciudad, proyectó espaciosas villas, hizo planos
para canalizaciones de ríos e ingeniosos sistemas de defensa ante la artillería
enemiga. Habiendo recibido de Ludovico el encargo de crear una monumental
estatua ecuestre en honor de Francesco, el fundador de la dinastía Sforza,
Leonardo trabajó durante dieciséis años en el proyecto del «gran caballo», que
no se concretaría más que en una maqueta, destruida poco después durante una
batalla.
Resultó
sobre todo fecunda su amistad con el matemático Luca Pacioli, fraile
franciscano que en 1494 publicó su tratado de la Divina proportione,
ilustrada por Leonardo. Ponderando la vista como el instrumento de conocimiento
más certero con que cuenta el ser humano, Leonardo sostuvo que a través de una
atenta observación debían reconocerse los objetos en su forma y estructura para
describirlos en la pintura de la manera más exacta. De este modo el dibujo se
convertía en el instrumento fundamental de su método didáctico, al punto que
podía decirse que en sus apuntes el texto estaba para explicar el dibujo, y no
éste para ilustrar a aquél, por lo que Da Vinci ha sido reconocido como el
creador de la moderna ilustración científica.
El
ideal del saper vedere guió todos sus estudios, que en la
década de 1490 comenzaron a perfilarse como una serie de tratados (inconclusos,
que fueron recopilados luego en el Codex Atlanticus, así llamado
por su gran tamaño). Incluye trabajos sobre pintura, arquitectura, mecánica,
anatomía, geografía, botánica, hidráulica, aerodinámica, fundiendo arte y
ciencia en una cosmología individual que da, además, una vía de salida para un
debate estético que se encontraba anclado en un más bien estéril neoplatonismo.
Aunque
Leonardo no parece que se preocupara demasiado por formar su propia escuela, en
su taller milanés se creó poco a poco un grupo de fieles aprendices y alumnos:
Giovanni Boltraffio, Ambrogio de Predis, Andrea Solari, su inseparable Salai,
entre otros; los estudiosos no se han puesto de acuerdo aún acerca de la exacta
atribución de algunas obras de este período, tales como la Madona Littao
el retrato de Lucrezia Crivelli. Contratado en 1483 por la hermandad de la
Inmaculada Concepción para realizar una pintura para la iglesia de San
Francisco, Leonardo emprendió la realización de lo que sería la celebérrima Virgen
de las Rocas, cuyo resultado final, en dos versiones, no estaría listo a
los ocho meses que marcaba el contrato, sino veinte años más tarde. La
estructura triangular de la composición, la gracia de las figuras, el brillante
uso del famoso sfumato para realzar el sentido visionario de
la escena, convierten a ambas obras en una nueva revolución estética para sus
contemporáneos.
La Virgen de las Rocas
A
este mismo período pertenecen el retrato de Ginevra de Benci (1475-1478), con
su innovadora relación de proximidad y distancia y la belleza expresiva de La
belle Ferronière. Pero hacia 1498 Leonardo finalizaba una pintura mural, en
principio un encargo modesto para el refectorio del convento dominico de Santa
Maria dalle Grazie, que se convertiría en su definitiva consagración pictórica: La
última cena. Necesitamos hoy un esfuerzo para comprender su esplendor
original, ya que se deterioró rápidamente y fue mal restaurada muchas veces. La
genial captación plástica del dramático momento en que Cristo dice a los
apóstoles «uno de vosotros me traicionará» otorga a la escena una unidad
psicológica y una dinámica aprehensión del momento fugaz de sorpresa de los
comensales (del que sólo Judas queda excluido). El mural se convirtió no sólo
en un celebrado icono cristiano, sino también en un objeto de peregrinación
para artistas de todo el continente.
El
regreso a Florencia
A
finales de 1499 los franceses entraron en Milán; Ludovico el Moro perdió el
poder. Leonardo abandonó la ciudad acompañado de Pacioli y tras una breve
estancia en casa de su admiradora la marquesa Isabel de Este, en Mantua, llegó
a Venecia. Acosada por los turcos, que ya dominaban la costa dálmata y
amenazaban con tomar el Friuli, la Signoria contrató a
Leonardo como ingeniero militar.
En
pocas semanas proyectó una cantidad de artefactos cuya realización concreta no
se haría sino, en muchos casos, hasta los siglos XIX o XX, desde una suerte de
submarino individual, con un tubo de cuero para tomar aire destinado a unos
soldados que, armados con taladro, atacarían las embarcaciones por debajo,
hasta grandes piezas de artillería con proyectiles de acción retardada y barcos
con doble pared para resistir las embestidas. Los costes desorbitados, la falta
de tiempo y, quizá, las excesivas (para los venecianos) pretensiones de
Leonardo en el reparto del botín, hicieron que las geniales ideas no pasaran de
bocetos. En abril de 1500 Da Vinci entró en Florencia, tras veinte años de
ausencia.
César
Borgia, hijo del papa Alejandro VI, hombre ambicioso y temido, descrito por el
propio Maquiavelo como «modelo insuperable» de intrigador político y déspota,
dominaba Florencia y se preparaba para lanzarse a la conquista de nuevos
territorios. Leonardo, nuevamente como ingeniero militar, recorrió los terrenos
del norte, trazando mapas, calculando distancias precisas, proyectando puentes
y nuevas armas de artillería. Pero poco después el condottiero cayó
en desgracia: sus capitanes se sublevaron, su padre fue envenenado y él mismo
cayó gravemente enfermo. En 1503 Leonardo volvió a la ciudad, que por entonces
se encontraba en guerra con Pisa y concibió allí su genial proyecto de desviar
el río Arno por detrás de la ciudad enemiga cercándola y contemplando la
construcción de un canal como vía navegable que comunicase Florencia con el
mar: el proyecto sólo se concretó en los extraordinarios mapas de su autor.
Pero
Leonardo ya era reconocido como uno de los mayores maestros de Italia. En 1501
había causado admiración con su Santa Ana, la Virgen y el Niño; en
1503 recibió el encargo de pintar un gran mural (el doble del tamaño de La
última cena) en el palacio Viejo: la nobleza florentina quería inmortalizar
algunas escenas históricas de su gloria. Leonardo trabajó tres años en La
batalla de Angheri, que quedaría inconclusa y sería luego desprendida por
su deterioro. Importante por los bocetos y copias, éstas admirarían a Rafael e
inspirarían, un siglo más tarde, una célebre de Peter Paul Rubens.
También
sólo en copias sobrevivió otra gran obra de este periodo: Leda y el cisne. Sin embargo,
la cumbre de esta etapa florentina (y una de las pocas obras acabadas por
Leonardo) fue el retrato de Mona Lisa. Obra famosa desde el momento de su
creación, se convirtió en modelo de retrato y casi nadie escaparía a su influjo
en el mundo de la pintura. La mítica Gioconda ha inspirado infinidad de libros
y leyendas, y hasta una ópera; pero poco se sabe de su vida. Ni siquiera se
conoce quién encargó el cuadro, que Leonardo se llevó consigo a Francia, donde
lo vendió al rey Francisco I por cuatro mil piezas de oro. Perfeccionando su propio
hallazgo del sfumato,
llevándolo a una concreción casi milagrosa, Leonardo logró plasmar un gesto
entre lo fugaz y lo perenne: la «enigmática sonrisa» de la Gioconda es uno de
los capítulos más admirados, comentados e imitados de la historia del arte y su
misterio sigue aún hoy fascinando. Existe la leyenda de que Leonardo promovía
ese gesto en su modelo haciendo sonar laúdes mientras ella posaba; el cuadro,
que ha atravesado no pocas vicisitudes, ha sido considerado como cumbre y
resumen del talento y la «ciencia pictórica» de su autor.
De nuevo en Milán: de 1506 a 1513
El
interés de Leonardo por los estudios científicos era cada vez más intenso:
asistía a disecciones de cadáveres, sobre los que confeccionaba dibujos para
describir la estructura y funcionamiento del cuerpo humano. Al mismo tiempo
hacía sistemáticas observaciones del vuelo de los pájaros (sobre los que
planeaba escribir un tratado), en la convicción de que también el hombre podría
volar si llegaba a conocer las leyes de la resistencia del aire (algunos
apuntes de este período se han visto como claros precursores del moderno
helicóptero).
Absorto
por estas cavilaciones e inquietudes, Leonardo no dudó en abandonar Florencia
cuando en 1506 Charles d'Amboise, gobernador francés de Milán, le ofreció el
cargo de arquitecto y pintor de la corte; honrado y admirado por su nuevo
patrón, Da Vinci proyectó para él un castillo y ejecutó bocetos para el
oratorio de Santa Maria dalla Fontana, fundado por aquél. Su estadía milanesa
sólo se interrumpió en el invierno de 1507 cuando, en Florencia, colaboró con
el escultor Giovanni Francesco Rustici en la ejecución de los bronces del
baptisterio de la ciudad.
Quizás
excesivamente avejentado para los cincuenta años que contaba entonces, su
rostro fue tomado por Rafael como modelo del sublime Platón para su obra La escuela de Atenas. Leonardo,
en cambio, pintaba poco dedicándose a recopilar sus escritos y a profundizar
sus estudios: con la idea de tener finalizado para 1510 su tratado de anatomía
trabajaba junto a Marcantonio della Torre, el más célebre anatomista de su
tiempo, en la descripción de órganos y el estudio de la fisiología humana. El
ideal leonardesco de la «percepción cosmológica» se manifestaba en múltiples
ramas: escribía sobre matemáticas, óptica, mecánica, geología, botánica; su
búsqueda tendía hacia el encuentro de leyes funciones y armonías compatibles
para todas estas disciplinas, para la naturaleza como unidad. Paralelamente, a
sus antiguos discípulos se sumaron algunos nuevos, entre ellos el joven noble
Francesco Melzi, fiel amigo del maestro hasta su muerte. Junto a Ambrogio de
Predis, Leonardo culminó en 1508 la segunda versión de La Virgen de las Rocas; poco
antes, había dejado sin cumplir un encargo del rey de Francia para pintar dos
madonnas.
Ultimos años: Roma y Francia
El
nuevo hombre fuerte de Milán era entonces Gian Giacomo Tivulzio, quien
pretendía retomar para sí el monumental proyecto del «gran caballo»,
convirtiéndolo en una estatua funeraria para su propia tumba en la capilla de
San Nazaro Magiore; pero tampoco esta vez el monumento ecuestre pasó de los
bocetos, lo que supuso para Leonardo su segunda frustración como escultor. En
1513 una nueva situación de inestabilidad política lo empujó a abandonar Milán;
junto a Melzi y Salai marchó a Roma, donde se albergó en el belvedere de
Giulano de Médicis, hermano del nuevo papa León X.
En
el Vaticano vivió una etapa de tranquilidad, con un sueldo digno y sin grandes
obligaciones: dibujó mapas, estudió antiguos monumentos romanos, proyectó una
gran residencia para los Médicis en Florencia y, además, trabó una estrecha
amistad con el gran arquitecto Bramante, hasta la muerte de éste en 1514. Pero
en 1516, muerto su protector Giulano de Médicis, Leonardo dejó Italia
definitivamente, para pasar los tres últimos años de su vida en el palacio de
Cloux como «primer pintor, arquitecto y mecánico del rey».
El
gran respeto que Francisco I le dispensó hizo que Leonardo pasase esta última
etapa de su vida más bien como un miembro de la nobleza que como un empleado de
la casa real. Fatigado y concentrado en la redacción de sus últimas páginas
para su tratado sobre la pintura, pintó poco aunque todavía ejecutó
extraordinarios dibujos sobre temas bíblicos y apocalípticos. Alcanzó a
completar el ambiguo San Juan
Bautista, un andrógino duende que desborda gracia, sensualidad y misterio;
de hecho, sus discípulos lo imitarían poco después convirtiéndolo en un pagano
Baco, que hoy puede verse en el Louvre de París.
A
partir de 1517 su salud, hasta entonces inquebrantable, comenzó a desmejorar.
Su brazo derecho quedó paralizado; pero con su incansable mano izquierda
Leonardo aún hizo bocetos de proyectos urbanísticos, de drenajes de ríos y
hasta decorados para las fiestas palaciegas. Su casa de Amboise se convirtió en
una especie de museo, plena de papeles y apuntes conteniendo las ideas de este
hombre excepcional, muchas de las cuales deberían esperar siglos para demostrar
su factibilidad e incluso su necesidad; llegó incluso, en esta época, a
concebir la idea de hacer casas prefabricadas. Sólo por las tres telas que
eligió para que lo acompañasen en su última etapa, la Gioconda, el San Juan y Santa
Ana, la Virgen y el Niño, puede decirse que Leonardo poseía entonces uno de
los grandes tesoros de su tiempo.
El
2 de mayo de 1519 murió en Cloux; su testamento legaba a Melzi todos sus
libros, manuscritos y dibujos, que éste se encargó de retornar a Italia. Como
suele suceder con los grandes genios, se han tejido en torno a su muerte
algunas leyendas; una de ellas, inspirada por Vasari, pretende que Leonardo,
arrepentido de no haber llevado una existencia regido por las leyes de la
Iglesia, se confesó largamente y, con sus últimas fuerzas, se incorporó del
lecho mortuorio para recibir antes de expirar, los sacramentos.