Tomado de Long Island al Día
El
humo blanco que anuncia que se eligió un papa, entre los cardenales.
Lialdia.com / Creo que lo ideal para poder comenzar este artículo apropiadamente
sería establecer un vocabulario común, y nada mejor que iniciar con el término
Paradigma.
Según el diccionario de la Real Academia Española el paradigma es
algo “ejemplar”, sin embargo esa definición se queda un poco corta en relación
a lo que la expresión significa. Permítaseme intentar una aproximación al
término: un paradigma, según mi lego entender, es un conjunto de reglas que
rigen una determinada disciplina. Estas reglas se asumen normalmente como
verdades incuestionables, porque se tornan parte constitutiva de la realidad al
punto que, por momentos, se hace indivisible de esa realidad e invisible para
los que están inmersos en ella; es como el aire para los humanos, o el agua
para los peces.
Como resulta evidente, intentar cambiar un paradigma desde su raíz
no es tarea fácil y se requiere no sólo de paciencia, sino también de estar
convencido que los paradigmas pueden, y en muchos casos deben, ser cambiados.
Hasta la llegada del Papa Nicolás II en 1059, mucha gente metía la
mano en la elección del Sumo Pontífice, desde el emperador del Sacro Imperio
Romano Germánico, pasando por reyes y nobles, hasta las familias romanas más
influyentes, de las que normalmente salía el elegido. Fue él quien dijo basta y
se estableció como norma que fuese un puñado de Cardenales quienes pusiesen un
nuevo Papa cada vez que hubiese Sede Vacante. Es obvio que la estructura social
que imperaba por aquellos años hacía impensable que el pueblo fiel y llano
interviniese de modo alguno en dicha elección. Así se fue consolidando un
paradigma: Al Papa lo eligen los Cardenales y al que le gusta, bien, y al que
no, también.
El mundo rodó y rodó por casi mil años desde esa fecha. La Iglesia
Católica se hizo grande y poderosa, se construyó el Vaticano, la estructura
burocrática eclesial se fue haciendo cada vez más compleja acorde los
territorios cristianos se expandían, y se incrementaba la influencia de Roma
sobre los bautizados y sobre los gobiernos que albergaban en sus territorios a
ese pueblo creyente. Muchos Papas se sucedieron afianzando el postulado de que
lo que ocurría entre los que recibían el Sacramento del Orden nada tenía que
ver con el pueblo simple que asistía a misa. Reforzaba esa idea un idioma casi
hermético para muchos, como era el latín, con el que debía oficiarse todo acto
litúrgico; una vestimenta distinta al resto del pueblo; y sacerdotes que
oficiaban la misa dando la espalda a la grey, de la que lo separaba una verja que
dividía el altar del resto de la nave del templo.
El Concilio Vaticano II trajo aire fresco a la anquilosada
estructura y algunos paradigmas comenzaron a ser derribados: ahora los fieles
podían participar de la misa en su propia lengua, la sotana podía dejar de
usarse para darle lugar a la ropa común de calle, el pueblo empezó a verle la
cara a quien presidía la eucaristía, y se incorporó a hombres casados al
Sacramento del Orden – los Diáconos Permanentes –, entre otras reformas.
Así llegamos a nuestros días, y creo que es tiempo que una
discusión se instale y un viejo paradigma sea, al menos, revisado en su
necesidad: ¿Por qué yo, habiendo recibido el Sacramento del Bautismo que me
hace parte del pueblo redimido por Cristo y que es su cuerpo místico, y habiendo
recibido el Sacramento de la Confirmación que me confiere la plenitud de los
Dones del Espíritu Santo – el mismo que guía el voto del Colegio Cardenalicio
en la elección de un nuevo Papa –, no puedo formar parte en la elección de
quien va a comandar el destino de la iglesia y que, por ser yo parte
constitutiva de ella, es por ende mi propio destino?
Desde la concepción teológica Cristo es la cabeza del cuerpo
místico que es la iglesia, y nótese que lo escribo en minúscula porque no estoy
hablando de la Institución, sino de la ecclesia (del griego ekklesia) palabra
con los que los traductores de la Biblia en la llamada Traducción de los
Setenta reemplazaron al vocablo hebreo Gahal para significar la reunión de los
creyentes. En esta concepción teológica ese cuerpo místico lo integran por
igual todos los bautizados sin distinción del Sacramente que hayan recibido con
posterioridad al bautismo.
Afortunadamente, y gracias también al Concilio Vaticano II, se
derrumbó el concepto de que en la iglesia (con minúsculas) había algo así como
cristianos de primera – los que recibían el Sacramento del Orden – y cristianos
de segunda que eran todos los no Ordenados. Esta distinción era tal que cuando
un sacerdote pedía que se lo dispensara de sus funciones para dejar de ejercer
su ministerio sagrado la figura legal que contemplaba el Derecho canónico era
la de “reducción al estado laical”, dando por sentado que la condición de
Ordenado era un “estado superior”.
Quizá lo más anecdótico de todo esto es que a la Iglesia como
institución y a todas sus obras de caridad las sostiene el pueblo fiel con sus
aportes voluntarios durante la celebración litúrgica, y lo que pagan como
arancel por los distintos sacramentos. Aún en los casos donde algunos países
destinan un dinero de su erario al sostenimiento del culto católico, ese dinero
también llega de los bolsillos del pueblo fiel a través de sus impuestos.
Parece increíble que frente a estas realidades se continúe con la pretensión de
dejar fuera al pueblo de Dios de las decisiones importantes de la Iglesia.
Yo recuerdo que hace años atrás, cuando propuse esta cuestión
dentro del seno de un instituto de formación católico al que yo asistía, la
respuesta fue que yo podía participar con mi oración pidiendo al Espíritu Santo
que guiase el voto de los Cardenales para elegir al mejor candidato para la
Iglesia.
La pregunta es: ¿No sería maravilloso que en este mundo
globalizado y horizontal, donde se tiende a que más y más Estados adopten el
sistema democrático de gobierno frente a los regímenes absolutistas, (no
debemos olvidar que el Vaticano “también” es un Estado y el Papa su cabeza),
los católicos de todo el mundo, además de rezar, pudiéramos hacer sentir
nuestra voz en un tema tan importante y sensible para nosotros como la elección
del sucesor de Pedro?
La posibilidad de conocer a cada uno de los Cardenales “papables”
en profundidad, quienes son, qué han hecho, que ideas tienen, donde se
formaron, etc. y elegir de entre ellos al que debería calzarse las Sandalias
del Pescador, permitiría una unión más íntima entre los fieles y su Iglesia
como institución.
Es casi un pecado de soberbia por parte de la Iglesia pensar que
el Espíritu Santo sólo actúa correctamente cuando guía el voto de los
purpurados, y se puede equivocar si guía el voto del pueblo fiel al que ellos
también pertenecen.
Si la acción es transparente como el amor del Crucificado, y la
decisión guiada por la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ¿Por qué la
reunión para elegir un nuevo Papa es tan secreta que ni siquiera queda registro
de a quiénes se votó? Sería bueno recordar un párrafo del Evangelio de Marcos
“Porque no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no
haya de salir a la luz.” Mc 4:22
La globalización de las comunicaciones permite que, en tiempo
real, una enorme cantidad de habitantes del mundo puedan votar desde sus
lugares y que su voz sea escuchada; y ante el argumento que no todos tiene
acceso a la tecnología para poder hacer llegar su voto, se contrapone la lógica
que es mejor algunos que ninguno.
Para ponerlo en palabras de Jesús: “Miren lo que sucede con la
higuera o con cualquier otro árbol. Cuando comienza a echar brotes, ustedes se
dan cuenta de que se acerca el verano” (Lc 21:29) Parece que es hora de
comenzar a leer los signos de los tiempos. En una Iglesia que ha dado muestras
de corrupción económica como fue el escándalo del Banco Ambrosiano, peleas
intestinas por el poder como lo ha manifestado Benedicto XVI, y laxitud moral
en muchos de sus integrantes como los casos que los abusos sexuales de niños
han dejado al descubierto, la revisión de algunos paradigmas que no son de fe
sino simples normativas eclesiales es imperativa.
Como católico a mí me gustaría elegir al nuevo Papa, ¿No le
gustaría a usted también?
Si es así haga oír también voz, lo invito a que comparta este
artículo con sus periódicos locales, en su blog, con sus amigos a través de
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fin y súmese a los que piensan igual haciendo un click en “Me Gusta” o “I Like”
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*Licenciado en Relaciones Internacionales. de la Universidad de
Congreso, en Mendoza, Argentina. Hizo cursos de post grado en Zaragoza – España
– y Colonia del Sacramento – Uruguay. Cursó, además, seis años en el Seminario
para la Formación de Diáconos Permanentes (Iglesia Católica) del Arzobispado de
Mendoza. Del Grupo de Editores de www.Lialdia.com