viernes, 15 de febrero de 2013

Yo quiero elegir al nuevo Papa . . . ¿Y usted?



 El humo blanco que anuncia que se eligió un papa, entre los cardenales.


Lialdia.com / Creo que lo ideal para poder comenzar este artículo apropiadamente sería establecer un vocabulario común, y nada mejor que iniciar con el término Paradigma.


Según el diccionario de la Real Academia Española el paradigma es algo “ejemplar”, sin embargo esa definición se queda un poco corta en relación a lo que la expresión significa. Permítaseme intentar una aproximación al término: un paradigma, según mi lego entender, es un conjunto de reglas que rigen una determinada disciplina. Estas reglas se asumen normalmente como verdades incuestionables, porque se tornan parte constitutiva de la realidad al punto que, por momentos, se hace indivisible de esa realidad e invisible para los que están inmersos en ella; es como el aire para los humanos, o el agua para los peces.
Como resulta evidente, intentar cambiar un paradigma desde su raíz no es tarea fácil y se requiere no sólo de paciencia, sino también de estar convencido que los paradigmas pueden, y en muchos casos deben, ser cambiados.
Hasta la llegada del Papa Nicolás II en 1059, mucha gente metía la mano en la elección del Sumo Pontífice, desde el emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, pasando por reyes y nobles, hasta las familias romanas más influyentes, de las que normalmente salía el elegido. Fue él quien dijo basta y se estableció como norma que fuese un puñado de Cardenales quienes pusiesen un nuevo Papa cada vez que hubiese Sede Vacante. Es obvio que la estructura social que imperaba por aquellos años hacía impensable que el pueblo fiel y llano interviniese de modo alguno en dicha elección. Así se fue consolidando un paradigma: Al Papa lo eligen los Cardenales y al que le gusta, bien, y al que no, también.
El mundo rodó y rodó por casi mil años desde esa fecha. La Iglesia Católica se hizo grande y poderosa, se construyó el Vaticano, la estructura burocrática eclesial se fue haciendo cada vez más compleja acorde los territorios cristianos se expandían, y se incrementaba la influencia de Roma sobre los bautizados y sobre los gobiernos que albergaban en sus territorios a ese pueblo creyente. Muchos Papas se sucedieron afianzando el postulado de que lo que ocurría entre los que recibían el Sacramento del Orden nada tenía que ver con el pueblo simple que asistía a misa. Reforzaba esa idea un idioma casi hermético para muchos, como era el latín, con el que debía oficiarse todo acto litúrgico; una vestimenta distinta al resto del pueblo; y sacerdotes que oficiaban la misa dando la espalda a la grey, de la que lo separaba una verja que dividía el altar del resto de la nave del templo.
El Concilio Vaticano II trajo aire fresco a la anquilosada estructura y algunos paradigmas comenzaron a ser derribados: ahora los fieles podían participar de la misa en su propia lengua, la sotana podía dejar de usarse para darle lugar a la ropa común de calle, el pueblo empezó a verle la cara a quien presidía la eucaristía, y se incorporó a hombres casados al Sacramento del Orden – los Diáconos Permanentes –, entre otras reformas.
Así llegamos a nuestros días, y creo que es tiempo que una discusión se instale y un viejo paradigma sea, al menos, revisado en su necesidad: ¿Por qué yo, habiendo recibido el Sacramento del Bautismo que me hace parte del pueblo redimido por Cristo y que es su cuerpo místico, y habiendo recibido el Sacramento de la Confirmación que me confiere la plenitud de los Dones del Espíritu Santo – el mismo que guía el voto del Colegio Cardenalicio en la elección de un nuevo Papa –, no puedo formar parte en la elección de quien va a comandar el destino de la iglesia y que, por ser yo parte constitutiva de ella, es por ende mi propio destino?
Desde la concepción teológica Cristo es la cabeza del cuerpo místico que es la iglesia, y nótese que lo escribo en minúscula porque no estoy hablando de la Institución, sino de la ecclesia (del griego ekklesia) palabra con los que los traductores de la Biblia en la llamada Traducción de los Setenta reemplazaron al vocablo hebreo Gahal para significar la reunión de los creyentes. En esta concepción teológica ese cuerpo místico lo integran por igual todos los bautizados sin distinción del Sacramente que hayan recibido con posterioridad al bautismo.
Afortunadamente, y gracias también al Concilio Vaticano II, se derrumbó el concepto de que en la iglesia (con minúsculas) había algo así como cristianos de primera – los que recibían el Sacramento del Orden – y cristianos de segunda que eran todos los no Ordenados. Esta distinción era tal que cuando un sacerdote pedía que se lo dispensara de sus funciones para dejar de ejercer su ministerio sagrado la figura legal que contemplaba el Derecho canónico era la de “reducción al estado laical”, dando por sentado que la condición de Ordenado era un “estado superior”.
Quizá lo más anecdótico de todo esto es que a la Iglesia como institución y a todas sus obras de caridad las sostiene el pueblo fiel con sus aportes voluntarios durante la celebración litúrgica, y lo que pagan como arancel por los distintos sacramentos. Aún en los casos donde algunos países destinan un dinero de su erario al sostenimiento del culto católico, ese dinero también llega de los bolsillos del pueblo fiel a través de sus impuestos. Parece increíble que frente a estas realidades se continúe con la pretensión de dejar fuera al pueblo de Dios de las decisiones importantes de la Iglesia.
Yo recuerdo que hace años atrás, cuando propuse esta cuestión dentro del seno de un instituto de formación católico al que yo asistía, la respuesta fue que yo podía participar con mi oración pidiendo al Espíritu Santo que guiase el voto de los Cardenales para elegir al mejor candidato para la Iglesia.
La pregunta es: ¿No sería maravilloso que en este mundo globalizado y horizontal, donde se tiende a que más y más Estados adopten el sistema democrático de gobierno frente a los regímenes absolutistas, (no debemos olvidar que el Vaticano “también” es un Estado y el Papa su cabeza), los católicos de todo el mundo, además de rezar, pudiéramos hacer sentir nuestra voz en un tema tan importante y sensible para nosotros como la elección del sucesor de Pedro?
La posibilidad de conocer a cada uno de los Cardenales “papables” en profundidad, quienes son, qué han hecho, que ideas tienen, donde se formaron, etc. y elegir de entre ellos al que debería calzarse las Sandalias del Pescador, permitiría una unión más íntima entre los fieles y su Iglesia como institución.
Es casi un pecado de soberbia por parte de la Iglesia pensar que el Espíritu Santo sólo actúa correctamente cuando guía el voto de los purpurados, y se puede equivocar si guía el voto del pueblo fiel al que ellos también pertenecen.
Si la acción es transparente como el amor del Crucificado, y la decisión guiada por la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ¿Por qué la reunión para elegir un nuevo Papa es tan secreta que ni siquiera queda registro de a quiénes se votó? Sería bueno recordar un párrafo del Evangelio de Marcos “Porque no hay nada oculto que no haya de ser manifestado; ni escondido, que no haya de salir a la luz.” Mc 4:22
La globalización de las comunicaciones permite que, en tiempo real, una enorme cantidad de habitantes del mundo puedan votar desde sus lugares y que su voz sea escuchada; y ante el argumento que no todos tiene acceso a la tecnología para poder hacer llegar su voto, se contrapone la lógica que es mejor algunos que ninguno.
Para ponerlo en palabras de Jesús: “Miren lo que sucede con la higuera o con cualquier otro árbol. Cuando comienza a echar brotes, ustedes se dan cuenta de que se acerca el verano” (Lc 21:29) Parece que es hora de comenzar a leer los signos de los tiempos. En una Iglesia que ha dado muestras de corrupción económica como fue el escándalo del Banco Ambrosiano, peleas intestinas por el poder como lo ha manifestado Benedicto XVI, y laxitud moral en muchos de sus integrantes como los casos que los abusos sexuales de niños han dejado al descubierto, la revisión de algunos paradigmas que no son de fe sino simples normativas eclesiales es imperativa.
Como católico a mí me gustaría elegir al nuevo Papa, ¿No le gustaría a usted también?
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*Licenciado en Relaciones Internacionales. de la Universidad de Congreso, en Mendoza, Argentina. Hizo cursos de post grado en Zaragoza – España – y Colonia del Sacramento – Uruguay. Cursó, además, seis años en el Seminario para la Formación de Diáconos Permanentes (Iglesia Católica) del Arzobispado de Mendoza. Del Grupo de Editores de www.Lialdia.com

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