Tomado de El Mundo
Nota de Compartiendo mi opinión: La publicación de este artículo no implica que se esté de acuerdo ni se sugiera de forma alguna métodos extremos de corrección a los niños
En todo el país son más de 300 campamentos de este
tipo
Electroshock para los
hijos rebeldes
Por Diego Torres
La
receta de los polémicos campamentos donde los chinos envían a hijos
descarriados
Caminatas
de 60 kilómetros, privación del sueño y de comida, castigos físicos...
En
junio murió una chica a golpes
Pasamos
48 horas en uno de estos centros de reeducación
De
verdad estáis tan cansados? Yo creo que no. Lo que pasa es que no tenéis
disciplina. Nunca en vuestra vida habéis comido amargura». Cuarenta niños desde
los ocho años escuchan la arenga del monitor,Tang Qiang, vestidos
con uniforme militar y formados en pelotón. Están destrozados después de una
marcha de 35 kilómetros bajo el sol abrasador de las montañas de Chongqing.
Tang, ex soldado, habla encaramado a un muro, mirando hacia abajo a los
jóvenes. Son las seis de la tarde. Se han levantado a las cinco de la mañana. Y
aún les queda lo peor. Otros 25 kilómetros de una caminata que acabará a las
dos de la madrugada.
El
pelotón descansa a la sombra 20 minutos antes de comer. Una chica, sin embargo,
permanece de pie. No ha cumplido las reglas. «Es el caso más grave que
tenemos», explica Kang Yusong, director del centro. «Amenazaba a sus
padres con no comer, con suicidarse y siempre conseguía imponer su voluntad.
Aquí trata de hacer lo mismo, se pasó cuatro días sin probar bocado, se orina
en la ropa y se hace la loca para evitar caminar», afirma. La joven tiene la
mirada perdida, una sonrisa tenebrosa y la cara bañada en sudor.
El
Campamento Juvenil de Entrenamiento Especial Kangyida de Chongqing es uno de
los centros de internamiento para niños y adolescentes que han surgido en China
desde mediados de la pasada década. Sólo en Chongqing hay ocho. En todo el país son más de 300. Se trata de escuelas
privadas, donde los padres envían a los hijos descarriados con la esperanza de
que la férrea disciplina militar consiga enderezarlos. En estos sitios acaban
los balas perdidas de la escuela, los que coquetean con las drogas, los
rebeldes incontrolables y, fundamentalmente, los llamados adictos a internet,
que conforman el grupo más numeroso.
En
junio, Guo Lingling, una chica de 19 años, murió tras ser castigada a
golpes en un campamento de Zhengzhou. ¿Su delito? Fue al baño
sin pedir permiso. Hasta cinco instructores estuvieron empujándola y
zancadilleándola para hacerla caer durante dos horas. Los alumnos del centro
contemplaron el escarmiento en el patio. Cuando se metieron en sus dormitorios,
continuaron escuchando los gritos de dolor de la muchacha, hasta que finalmente
se extinguieron. Guo llegó cadáver al hospital debido a un traumatismo craneal
y a una hemorragia interna, según reveló la autopsia. Ninguno de sus compañeros
o de sus profesores, movió un dedo en su ayuda. Nadie se sorprendió del
castigo. Era el procedimiento habitual del internado.
Otro
niño de 15 años murió en 2009 en la ciudad de Nanning debido a
la paliza que le propinaron los instructores. Y hay más jóvenes que se han
suicidado lanzándose por la ventana o que han fallecido durante las agotadoras
sesiones de entrenamiento en este tipo de centros militarizados. Se han
denunciado también prácticas propias de la base de Guantánamo, como la
privación de sueño y de comida, o incluso tratamientos por electroshock para
curar las adicciones. A cada golpe de crueldad divulgado por los medios
locales, la opinión pública reacciona con indignación. Pero la mayoría de los
campamentos sigue en pie. Y los padres continúan enviando a sus hijos. Algunos
por desconocimiento o desesperación. Otros porque realmente creen que la letra
con sangre entra.
«Los
episodios de violencia ocurren porque los campamentos priman
el beneficio económico sobre la rectitud moral», defiende Kang.
Algunas escuelas no disponen de instructores suficientes para mantener el orden
por otros medios, y pegar a los niños es la forma más rápida de imponer la
disciplina, explica el director, que cree que estos métodos son
contraproducentes. Kang, que fundó su escuela en 2007, asegura que, salvo
excepciones, como cuando un estudiante levanta la mano al instructor, en su
campamento no se hace uso de la violencia. En los dos días que Crónica pasa con
los 40 niños del centro, los monitores, varios de ellos ex soldados,
además de profesores y estudiantes de psicología en prácticas, no hacen ningún
amago de golpear a los jóvenes.
Kang
cree que lo que necesitan estos niños problemáticos es lo que los chinos llaman
«comer amargura»: disciplina, ejercicio físico, trabajo duro, levantarse
temprano, sudar bajo el sol, aprender de la vida dura de los campesinos... La
mayoría se adapta rápido al régimen militarizado del centro, asegura. Para los
pocos que no lo hacen, el director reserva un trato personalizado. «Todo niño tiene su punto débil; sólo hay que encontrarlo», explica.
A veces, la herramienta para doblegar las voluntades rebeldes es el hambre. «No
los llamamos para comer», afirma. En otros casos es el miedo. «A una chica de
13 años que amenazaba con suicidarse le dije que la iba a llevar al hospital, a
la morgue, para que viera y tocara los cadáveres».
En la
marcha, los chicos caminan en dos filas paralelas. Algunos van cogidos de la
mano, tratando de ayudarse mutuamente. Dos de los más pequeños se agarran a un
cordel del que tira una de las profesoras, que los anima con dulces embustes:
«No queda nada, sólo un poquito más». Cuando las fuerzas flaquean, la voz de
uno de los chavales se alza: «¡Ánimo compañeros!».
Pero conforme se suceden los kilómetros, a 35 grados en la sombra, el cansancio
impone su ley por encima de la disciplina. Uno de los niños se desmaya y lo
cargan en una furgoneta. Un adolescente, de los más altos del grupo, que anda
cojeando con una mueca de dolor en la cara, rechaza subirse al mismo vehículo
movido por orgullo.
La
caminata de 60 kilómetros es una de las actividades de verano. La mayor parte
del tiempo los niños están encerrados en la escuela. Por la mañana dan clase y
por la tarde entrenamiento físico. O viceversa. No pueden utilizar el teléfono
ni internet. Solo les está permitido enviaruna carta semanal a
sus padres. El centro organiza un encuentro con estos en el recinto escolar
cada dos meses. Los jóvenes pasan generalmente periodos de seis meses o un año
en el internado. Algunos más.
Casi
todos llegan engañados. «Pensaba que veníamos a divertirnos en Chongqing, pero
el segundo día ya me di cuenta de que había venido a comer amargura, a trabajar
duro y a entrenarme en la disciplina militar», se lamenta Tian Heshan, un chico
de 11 años que lleva 15 días en el centro. «Al principio no conseguía seguir
los ejercicios, pero he notado que me voy poniendo en forma;
en casa estaba todo el día jugando al ordenador, y tenía problemas en la vista;
aquí he notado mejoría», cuenta.
A su
alrededor, los chicos, que duermen sobre esterillas en el suelo, se van
desperezando. Desde que se despiertan, comienzan a recibir órdenes. Los 40
jóvenes están divididos en tres grupos, que pliegan
simultáneamente la fina alfombra sobre la que descansan, preparan después los
bártulos, se lavan los dientes, limpian los utensilios personales, y se dirigen
en fila al baño. Cada tarea tiene su momento concreto. Los instructores vigilan
la puesta en marcha del pequeño ejército. «¡Más rápido!», grita uno cuando los
chicos se retrasan. La joven más conflictiva permanece apartada, erguida y
quieta, cociéndose esta vez bajo el sol, por orden de los supervisores. «No se
ha puesto todavía los zapatos», justifica una profesora.
Las
familias abonan unos 4.000 euros por seis meses de
internamiento. Son hogares de clase media. Muchos no saben controlar a sus
hijos, comunicarse con ellos o qué valores transmitirles. Otros están demasiado
ocupados. «Resolver los problemas de los niños es fácil, lo complicado es
resolver los de los padres», explica Huang Rongrong, la mujer de Kang.
El
sistema educativo chino es muy exigente, está orientado a producir resultados
en los exámenes y no se ocupa de los alumnos que quedan atrás. Los niños deben
dedicar jornadas de 12 horas, a veces seis días a la semana, a
memorizar textos y repetir los ejercicios de los exámenes. No hay tiempo para
distracciones. Ni para juegos. Muchos encuentran en la red una vía de escape
fuera del control de los padres y de los profesores. La adicción a internet,
además, está catalogada en China como un desorden mental, pero la psicología y
la psiquiatría afrontan aún enormes obstáculos en el país, fruto de tabúes,
estigmas y prejuicios. Mucha gente prefiere confiar sus hijos a la mano dura de
los soldados que a las ciencias ocultas de los loqueros.
Xiong
Zhangbing mandó a su hijo hace dos años al centro Kangyida de Chongqing. El
chico, de 13 años, se refugia en las faldas de su abuela mientras los adultos
comen caldo caliente. «En China la vida es muy dura, hay
que estar preparado para trabajar horas extras, los fines de semana, o cuando
sea; por eso quería que mi hijo comiera amargura», explica.
Su
mujer, Lei Qin, asegura que tras el periodo en el campamento, el niño llegó muy obediente, aunque ha empezado de
nuevo a estropearse. «Deberíamos desempeñar nosotros la tarea de educarlo, pero
estamos muy ocupados», asegura la mujer, que acaba de llegar de viaje de
negocios por Europa y se dedica a la cosmética. «En China hay mucha presión por
los estudios, los niños de ahora están confusos, se refugian en internet, y
nosotros los adultos también estamos desorientados», matiza. El chico, que ha
permanecido callado toda la cena, responde de pronto a esta última afirmación
con una queja que le sale de las entrañas: «¿Y por qué no vas tú al campamento?».