Tomado de El País
El sucio negocio de las
cárceles privadas en Estados Unidos
Contribuyentes terminan pagando los platos rotos.
Las
prisiones exigen una cuota mínima de ocupación a los gobiernos, suba o baje el
crimen. La búsqueda del máximo beneficio genera en EE UU casos de malos tratos
y violencia
Por Joan Faus
La tasa de
crímenes se ha reducido un tercio en Colorado en
los últimos 10 años, lo que ha provocado que desde 2009 este estado de Estados
Unidos haya cerrado cinco de sus cárceles; pero paradójicamente las prisiones
privadas están cada vez más llenas. El motivo es que disponen de una cuota
mínima de ocupación acordada con el Gobierno estatal, que, con tal de garantizarla,
se vio obligado hace unos meses a trasladar a 3.330 reclusos de las
instalaciones públicas, que tenían camas vacías, a las privadas. El de Colorado
no es, sin embargo, un caso aislado. Se repite en otras zonas del país y revela
los entresijos detrás del auge de la privatización carcelaria en EE UU, así
como la perversa disputa entre el interés público de rehabilitar a los presos y
reducir la población carcelaria, y el objetivo inherente a toda empresa de
maximizar sus beneficios.
Según un
informe de In the Public Interest (ITPI), una entidad
civil con sede en Washington, de 62 contratos de prisiones privadas analizados
a lo largo de EE UU, un 65% disponen de algún tipo de garantía mínima de número
de reclusos o penalización por camas vacías. La lógica detrás de estas
exigencias es que, como cobran por cada preso (entre 40 y 60 dólares al día),
los operadores privados se puedan garantizar un determinado nivel estable de
ingresos para gestionar la cárcel y recuperar el coste de su construcción. La
base mínima más habitual es del 90%, aunque en algunos casos puede llegar al
100%. Por ejemplo, según el documento, tres instalaciones en Arizona disponen
de esta salvaguarda, aunque desde el Departamento Penitenciario de Arizona
(ADC, por sus siglas en inglés) lo niegan y aseguran que ronda el 90%.
Sea como
sea, el estado se ve obligado a garantizar un número mínimo de prisioneros,
suban o bajen los delitos, lo que la ADC considera un requerimiento empresarial
comprensible y beneficioso. “Para el contribuyente, si no hubiese una cuota y
la ocupación fluctuase de forma variable, el operador privado cobraría una tasa
diaria mucho más elevada para asegurarse que recupera su inversión”, apunta el portavoz
Doug Nick. “Este tipo de garantías mantienen el coste relativamente estable y
predecible”, añade en conversación telefónica.
¿Pero qué
pasa si la tasa de crímenes se reduce, como en Colorado, y cada vez entran
menos presos a las cárceles? “Nunca hemos tenido problemas para llenar las
camas, ni hemos perdido población carcelaria. De hecho, lleva décadas
creciendo”, replica con total seguridad de que la situación no variará. En
Arizona hay prisiones privadas desde hace dos décadas. Actualmente, de las 14
instalaciones del estado, cuatro son de propiedad y gestión empresarial; y hay
otras seis privadas que solo acogen presos de los estados colindantes. Según el
convenio de concesión, las autoridades de Arizona pasarán a controlar las
cuatro cárceles al cabo de 20 años de su apertura, lo que la ADC también
ensalza como un beneficio para el contribuyente.
En el
conjunto de EE UU, en 2010 un 8% de los presos estaban en cárceles privadas,
según los últimos datos disponibles. Se trata de alrededor de 128.000 reclusos
sobre una población total de 1,6 millones. Actualmente, según las estimaciones
de Carl Takei, abogado de la American Civil Liberties Union (ACLU), la
proporción podría rondar el 12% en las instalaciones federales y un poco menos
en las estatales. Además, en el caso de los centros de detención de
inmigrantes, podría suponer hasta el 50%.
La
privatización de las cárceles no ha cesado de crecer desde los años 80, cuando
nació el primer operador, pero ha sido en la última década cuando se ha
disparado con vigor. Entre 1999 y 2010, el número de reclusos en prisiones
privadas aumentó un 80%, muy por encima del 18% que registró el conjunto de la
población carcelaria, de acuerdo con las estadísticas oficiales. Takei tiene
muy claras las causas de este fenómeno: “EE UU vive una epidemia de
encarcelación masiva. Entre 1970 y 2010, la cifra de presos creció un 700% y
eso ha impulsado a las compañías privadas”, esgrime. Así, no sorprenderá que,
mientras desde los 90 cada vez han habido más reclusos, en paralelo se hayan
extendido las prisiones privadas. Además, en los últimos años las compañías se
han beneficiado del efecto de la crisis económica al ofrecer costes
supuestamente más bajos que los del sector público a unos gobiernos cada vez
con más necesidad de ahorrar
Sin embargo,
el documento del ITPI considera “ilusorio” pensar que las cuotas mínimas de
ocupación de las cárceles acaben beneficiando a los contribuyentes. La entidad
asegura que, por ejemplo, en Arizona las prisiones privadas han acabado
costando 33 céntimos más al día por recluso que las públicas, mientras que en
Colorado el traslado de los 3.330 presos para cumplir la base mínima ha acarreado
una factura de dos millones de dólares.
Un extremo
que niegan desde la principal empresa del sector, Corrections Corporation of
America (CCA). “Proveemos ahorro a los contribuyentes, instalaciones seguras,
reducción de la reincidencia y una importante flexibilidad en los contratos con
los gobiernos”, afirma un portavoz en una respuesta por correo electrónico.
Subraya, además, que solo la mitad de sus contratos tienen cuotas mínimas de
ocupación, que éstas no son rígidas y que se establecen para garantizar los
“costes fijos” de la construcción y gestión de las cárceles.
Como es
previsible el auge privatizador ha engrosado las cuentas de resultados de CCA y
del otro gigante del sector, Geo Group. Por ejemplo, en el tercer trimestre de
2013 CCA registró un beneficio neto de 51,8 millones de dólares en comparación
con los 42,3 millones del mismo periodo del año anterior. Ambos grupos cotizan
en bolsa y su elevada rentabilidad ha atraído a grandes entidades financieras y
bancos a invertir en ellas, según explica el activista Takei. En sus informes
públicos, las compañías admiten que el aumento de la población carcelaria
repercute positivamente en sus resultados, y que, en cambio, pueden suponer
riesgos para sus negocios que se relajen los procedimientos de detención de
inmigrantes y las leyes que rigen la duración de las penas.
En este
sentido, según el informe de In the Public Interest, tanto CCA como Geo Group
hacen intensamente lobby para tratar de que endurezcan las
leyes con el objetivo último de aumentar —o como mínimo mantener— la población
carcelaria. La primera destinó 17,4 millones de dólares en influenciar a
políticos entre 2002 y 2012, mientras que la segunda gastó bastante menos (2,5
millones) entre 2004 y 2012, según datos del Center for Responsive Politics,
una entidad civil. En paralelo, también hicieron generosas donaciones a las
campañas de líderes políticos clave: entre 2003 y 2012, CCA destinó 1,9
millones, mientras que Geo Group 2,9 millones.
“Mantienen
relaciones muy desarrolladas con las autoridades políticas para tratar de
obtener más contratos”, apunta, por su parte, Shar Habibi, directora del
departamento de investigación de ITPI. Y, en paralelo, en busca del mayor
beneficio empresarial, ambas compañías intentan reducir al máximo los “costes
operativos” de sus prisiones para convertir en ganancia las aportaciones que
reciben de los gobiernos. Esto se traduce, critica, en tener el personal
estrictamente necesario o ahorrar en mantenimiento de las instalaciones,
seguridad y sueldos, lo que suele derivar en contratar a trabajadores sin la
cualificación necesaria. Y todo ello puede generar un cóctel explosivo que, en
algunos casos, ha desencadenado en malos tratos a los presos, un aumento de la
conflictividad o incluso en fugas de reclusos.
Habibi asegura que, en general,
los estados mantienen una severa supervisión de las condiciones de las
prisiones privadas, pero que, cuando ésta se relaja o deja de ser regular, los
operadores privados tienden a tratar de gestionar las cárceles “por debajo de
los estándares” con tal de rebajar aún más sus costes. Y en algunos casos la
situación se les acaba yendo de las manos, como acaba de pasar en una prisión
de CCA en el estado de Idaho. A principios de enero, las autoridades anunciaron
que iban a retirarle la concesión después de múltiples denuncias de violencia y
negligencias de los trabajadores. CCA reconoció el año pasado que falsificó los
informes que proporcionó al Gobierno sobre la jornada laboral de sus empleados
al notificar que estaban trabajando en momentos en que en realidad sus puestos
estaban completamente vacantes. No se trata de un episodio aislado, pues el
informe del ITPI incluye ejemplos muy parecidos en otras cárceles del país. Y
en casos como el de Idaho el rescate público acaba disparando el presupuesto de
gestión de la prisión y son los contribuyentes los que pagan los platos rotos.
Es el lado oscuro del auge de la privatización carcelaria en EE UU.
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