No
dejo de sorprenderme de cómo las redes sociales están cambiando nuestras vidas.
Empezaron siendo una forma moderna de comunicarse y compartir lo que solíamos
comunicar y compartir las personas, es decir, un poco de todo, alegrías,
tristezas, logros, preocupaciones… Sin embargo, cualquiera que entre hoy día a
las redes sociales se da cuenta de que las preocupaciones, tristezas y fracasos
ya no existen en nuestras vidas; han desaparecido como por arte de magia. Solo
existe la alegría y la felicidad. Pareciera que las redes sociales han
conseguido el milagro de hacernos a todos felices. ¿Será esto así? ¿Qué tan
cierto es?
La
respuesta es muy simple. Cualquier aficionado a subir a las redes “selfies y
happy pictures” sabe perfectamente que se trata simplemente de un intento de
mostrar a los demás una imagen idílica de uno mismo; imagen que puede ser real
o falsa, o parcialmente falsa; imagen que puede ser forzada, manipulada, y
sobre todo, manipuladora, porque tiende a contagiar a otras personas a través
de ese mecanismo natural de los seres humanos, que se mueve a un lado y a otro
de la frontera entre lo sano y lo insano, llamado envidia.
Vivimos
en una sociedad donde la felicidad está muy valorada, no importando si es real
o ficticia; lo importante es que lo parezca, lo que se suele llamar “postureo”.
Las personas tienden a mostrar lo que creen mejor de ellas, de sus vidas o
incluso lo que les gustaría que fuera, aunque sólo sean meras ilusiones sin
intención de convertirlas en realidad, para ser valoradas como personas felices
ante los demás y ante sí mismas. No importa que la familia sea un desastre. Una
simple foto de todos juntos y sonrientes, subida a las redes, la convierte en
una familia feliz. No importa que una pareja no funcione; una foto suya en las redes,
con actitud cariñosa para la ocasión, la convierte en la pareja perfecta.
El
resultado de todo ello es que cada vez una mayor parte de la sociedad,
particularmente entre los jóvenes se ve envuelto en ese mundo de fantasía, en
esa burbuja de alegría y felicidad que son las redes sociales. Viven dos vidas
paralelas: la vida real, con sus cosas buenas y malas; y la vida virtual, con
solo la parte buena de la real, y, sobre todo, con lo bueno de la realidad
ficticia, que siempre es buena, porque para eso es artificial. Y todo el mundo
sabe que se trata de un mundo irreal, porque, de la misma manera que uno crea
su burbuja irreal, racionalmente tiene que asumir que los demás hacen lo mismo,
como, de hecho así es.
Sin
embargo, da igual; el efecto que provoca esa realidad artificial parece ser tan
embriagador como el del alcohol o las drogas. Poco importa si es artificial o
no; lo que importa es que uno se siente bien con ello. De hecho, las personas
con una vida real bien asentada participan mucho menos de este tipo de
relaciones virtuales; la vida virtual tiende a convertirse en el refugio de
aquellos cuya vida real no está sólida y bien construida, porque en el mundo
virtual es fácil arreglarla; en el mundo virtual todo tiene arreglo y queda “mucho
mejor” que en la vida real. Y con la ventaja añadida de que no provoca daño
físico. Sin embargo, no estoy segura de que no provoque otro tipo de daño.
Es,
quizás, algo temprano para hablar de ello, y será el tiempo quien dé o quite
razones, pero hay algunos aspectos psicológicos que quisiera señalar: Tiende a
ser adictivo, y toda adicción es dañina. La vida virtual es solo una vida
paralela, pero la vida en que nos desenvolvemos es la vida real; nos tenemos
que ganar la vida en nuestra vida real; nuestra familia y seres queridos están
en la vida real; nuestros retos y problemas que deben ser resueltos o superados
están en la vida real. Y todo eso importante de nuestra vida real tiende a
verse desatendido cuando se pasa más tiempo y se dedica más esfuerzo a
construir la vida ficticia paralela. Y cuando las situaciones cotidianas de la
vida real se desatienden, los resultados nunca pueden ser buenos.
Acerca
de la Dra. Mendoza Burgos
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Titulaciones en Psiquiatría General y Psicología
Médica, Psiquiatría infantojuvenil, y Terapia de familia, obtenidas en la
Universidad Complutense de Madrid, España.
Mi actividad profesional, desde 1,993, en El
Salvador, se ha enfocado en dos direcciones fundamentales: una es el ejercicio
de la profesión en mi clínica privada; y la segunda es la colaboración con los
diferentes medios de comunicación nacionales, y en ocasiones también
internacionales, con objeto de extender la conciencia de la necesidad de salud
mental, y de apartarla de su tradicional estigma.
Fui la
primera Psiquiatra infanto-juvenil y Terapeuta familiar acreditada en ejercer
dichas especialidades en El Salvador.
Ocasionalmente he colaborado también con otras
instituciones en sus programas, entre ellas, Ayúdame a Vivir, Ministerio de
Educación, Hospital Benjamín Bloom, o Universidad de El Salvador. He sido
también acreditada por la embajada de U.S.A. en El Salvador para la atención a
su personal. Todo ello me hizo acreedora en 2007, de un Diploma de
reconocimiento especial otorgado por la Honorable Asamblea Legislativa de El
Salvador, por la labor realizada en el campo de la salud mental. Desde 2008
resido en Florida, Estados Unidos, donde compatibilizo mi actividad profesional
con otras actividades.
La tecnología actual me ha permitido establecer
métodos como video conferencia y teleconferencia, doy consulta a distancia a
pacientes en diferentes partes del mundo, lo cual brinda la comodidad
para mantener su terapia regularmente aunque esté de viaje. De igual manera
permite a aquellos pacientes que viven en ciudades donde los servicios de
terapeuta son demasiado altos acceder a ellos. Todo dentro de un ambiente de
absoluta privacidad.
Trato de orientar cada vez más mi profesión hacia la
prevención, y dentro de ello, a la asesoría sobre relaciones familiares y
dirección y educación de los hijos, porque después de tantos años de
experiencia profesional estoy cada vez más convencida de que el
desenvolvimiento que cada persona tiene a lo largo de su vida está muy
fuertemente condicionado por la educación que recibió y el ambiente que vivió en
su familia de origen, desde que nació, hasta que se hizo adulto o se
independizó, e incluso después.
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