Tomado de El País
Modos
de abdicar
En Europa las monarquías que lograron sobrevivir son las que se
adaptaron a la democracia
Por Isabel
Burdiel
La abdicación de la Corona por el rey Juan Carlos ha sido considerada un hecho singular
y, sin duda, lo es. Sin embargo, su singularidad no reside en que sea poco
habitual. La Monarquía española se caracteriza por el alto número de
abdicaciones desde la ruptura liberal con el absolutismo, allá por los años
treinta del siglo XIX. Desde entonces, con la excepción de Alfonso XII, que
murió a los 27 años, todos los demás monarcas españoles han abdicado. Isabel II
lo hizo en 1870, Amadeo de Saboya en 1873 y Alfonso XIII hizo cesión de sus
derechos dinásticos en 1941.
Para
ser un país que durante mucho tiempo ha sido considerado como “esencialmente
monárquico” son muchas abdicaciones. Para ser un país “naturalmente
republicano” son también muchas las restauraciones. Ambas cosas tienen poco que
ver con una singularidad española fatal y cainita a la luz de la cual se debe
explicar la situación actual. Más aún, la dicotomía entre una institución
esencialmente arcaica y reaccionaria (la monarquía) y otra esencialmente
moderna y progresista (la república) fue y sigue siendo demasiado simplista.
A
diferencia de lo que ocurrió en América —donde la república se identificó con
democracias estables, pero también con dictaduras caudillistas e inestables—,
en Europa la monarquía se mantuvo como una institución central en la
consolidación del liberalismo y en la construcción de los nuevos Estados-nación
en el siglo XIX. Una fuerza política y cultural de integración a la que ninguna
de las naciones de Europa quería renunciar y que, contra todo pronóstico,
demostró su flexibilidad para adaptarse (o ser adaptada). Y digo “ser adaptada”
porque en toda Europa existió siempre una tensión estructural entre los
Parlamentos y la resistencia de los reyes a perder prerrogativas. El momento de
ruptura clave se produjo en la Primera Guerra Mundial, y durante los años
treinta del siglo XX, cuando el problema ya no era la construcción del
Estado-nación liberal, sino las formas posibles de resolver el acceso de las
masas a la política; es decir, el tránsito a la democracia o la opción por
regímenes no democráticos como el comunismo o los fascismos. Las monarquías que
lograron sobrevivir fueron las que resistieron la tentación autoritaria y
evolucionaron para adaptarse a la democracia y serle útil como un nuevo
mecanismo de integración y estabilidad simbólica, despojado de todo poder
político efectivo.
Ésa
es la problemática histórica desde la hay que analizar la abdicación de Juan
Carlos I. Cualquier identificación de la misma con el pasado, o del Rey actual
con algún monarca del siglo XIX es forzada, inexacta e inútil para el análisis
honesto de lo que está pasando. Otra cosa es que no se puedan extraer lecciones
de la Historia. Por ejemplo, la de que todos los finales traumáticos de los
reinados anteriores —con la excepción del de Amadeo de Saboya— fueron producto
de la implicación del monarca en sistemas políticos anquilosados, carcomidos
por la corrupción e incapaces de lograr mecanismos de integración pacífica de
las demandas de representación de la ciudadanía.
El
caso de Isabel II, la primera reina constitucional, es una buena muestra de
ello. Los dos grandes vicios isabelinos fueron el capricho personal en el
nombramiento y cese de los Gobiernos y el exclusivismo de un solo partido (el
moderado) que se negó a socializar la institución, excluyendo del poder al otro
gran partido monárquico, el progresista. El resultado, letal para los propios
liberales moderados, fue permitir un grado de autonomía enorme a la Corona y a
los círculos de poder extraparlamentarios. Cuando esa situación se hizo
insostenible, el liberalismo acabó por no encontrar otra salida que la que
había intentado evitar: la revolución. En 1868, Isabel II salió para el exilio
pero aún tardó dos años en abdicar. Se resistió a ello cuanto pudo y tan sólo
lo hizo, de forma precipitada e improvisada, temerosa de revelaciones
escandalosas de su marido y ante la presión de Napoleón III, que buscaba
neutralizar la entronización en España de Leopoldo de Hohenzollern, lo que
acabó siendo el detonante de la guerra franco-prusiana. En todo caso, la
abdicación abrió el camino para los monárquicos alfonsinos que iban
reorganizándose en torno a Cánovas de Castillo.
Amadeo de Saboya, retratado por Carlos Luis de Ribera y Fieve
Antes
de que los alfonsinos lograran su propósito, se ensayó en España la llamada
“monarquía democrática” de Amadeo de Saboya que duró apenas dos años, entre
noviembre de 1870 y febrero de 1873. Su brevedad y su “carácter extranjero” son
razones que se aducen para que apenas se recuerde su paso por el trono de
España. Quizás también pesa en ese olvido el hecho de que su fracaso se debió
de forma evidentísima, no a la actuación del rey, que fue escrupulosamente
constitucional, sino al fraccionamiento extremo de todos los partidos que
decían apoyarle. Frente a ellos cobraron fuerza los republicanos (que no
dudaron en hacer causa común con los carlistas) y los defensores de una
restauración en la figura de Alfonso XII. Emilia Pardo Bazán relató más
tarde la atmósfera excitada de los salones durante la cruzada contra Amadeo.
“Todos andábamos conformes en empujarle fuera de España, y luego que llevase el
gato al agua quien pudiera”. Ella, como otras damas de entonces, se lucían por
Madrid y ante el rey, “con la peineta de teja y la mantilla de rancia blonda”.
Mientras, los inestables apoyos de Amadeo le confundían constantemente, eran
incapaces de crear un sistema de partidos estable y le empujaban a actuar fuera
de sus prerrogativas constitucionales. La negativa final a hacerlo fue el
detonante de su abdicación. Se lo comunicó al presidente del Gobierno rogándole
discreción hasta que la abdicación se hiciese formal, y constitucionalmente. No
hubo tal discreción y al día siguiente, el 10 de febrero de 1873, el país se
enteró por la prensa de que el rey abdicaba. Sacudiéndose las botas como santa
Teresa al abandonar Ávila, Amadeo se trasladó con su familia a la embajada
italiana y salió de España. Se despidió con una elegancia no exenta de ironía,
agradeciendo la honra que “merecí de la nación española” pero sintiéndose
impotente para devolver el favor: “Todos invocan el dulce nombre de la patria,
todos pelean y se agitan por su bien y entre (…) el confuso, atronador y
contradictorio clamor de los partidos, entre tantas y tan opuestas
manifestaciones de la opinión pública, es imposible afirmar cuál es la
verdadera, y más imposible todavía hallar el remedio para tamaños males”. El 11
de febrero de 1873 fue proclamada la Primera República.
Alfonso
XIII empezó su reinado como regeneracionista y acabó consagrando España al
Sagrado Corazón de Jesús y entregando el poder a un dictador militar en 1923.
Cavó así su tumba política, como lo hicieron otros monarcas de las frágiles
monarquías del este o del sur de Europa ante la tentación fascista o
militarista. Tras la victoria republicana de abril de 1931, en unas elecciones
municipales que actuaron como una especie de referéndum, el rey ofreció su
renuncia temporal al trono y salió hacia Francia. Mientras, en España,
comenzaba, llena de ilusiones, la Segunda República. A Alfonso XIII le costó
mucho más abdicar que a Isabel II. Tardó casi diez años. Sin duda fue
traicionado por los franquistas, que le mantuvieron en el exilio y no
restauraron la monarquía después de la Guerra Civil. Finalmente, el 15 de enero
de 1941, ya sin alternativas, anunció la cesión de sus derechos dinásticos a
don Juan. Nunca lo llamó abdicación. Con él, la monarquía española había
embarrancado otra vez, al ser incapaz de adaptarse a las demandas de democracia
y optar por una solución autoritaria.
Alfonso
XIII empezó su reinado como regeneracionista y acabó entregando el poder a un
dictador militar en 1923
Nada
que ver todo lo que he relatado hasta aquí con la abdicación de Juan
Carlos I, realizada de forma libre, con respeto escrupuloso a la legalidad
constitucional y en una democracia asentada que él mismo contribuyó a instaurar
y defender. El Rey, como han hecho los monarcas en Bélgica u Holanda, y el
propio Papa, ha creído llegado el momento de dejar paso a una nueva generación,
más capaz en este momento de afrontar los retos enormes de la situación. Nada
que ver con un capricho ni, por supuesto, con una falta de capacidad para
distinguir entre lo que se le pide a una monarquía y a una república. Ni la
república es mágica, ni el rey Felipe VI lo será tampoco. Afortunadamente la
mayoría de los españoles ya no creemos en la magia.
Isabel
Burdiel es autora de Isabel II. Una biografía (Taurus), premio Nacional de Historia
2011.
La época del
Estado-nación en Europa. Dieter Langewiesche.
PUV, 2012.
El reinado de Amadeo
de Saboya y la Monarquía constitucional. Carmen Bolaños. UNED, 1999.
Alfonso XIII. Un
político en el trono. Javier Moreno Luzón
(editor). Marcial Pons, 2003.
Isabel la Católica.
Estudio crítico de su vida y su reinado. Tarsicio de Azcona. Biblioteca de Autores
Cristianos, 1993.
Enrique IV de
Castilla: la difamación como arma política. Luis Suárez Fernández. Ariel, 2001.
Poesía crítica y
satírica del siglo XV. Julio Rodríguez
Puértolas (editor). Castalia, 1989.
El conde Lucanor. Don Juan Manuel. Edición de Guillermo Serés y Germán
Orduña. Crítica, 1994.
Claros varones de
Castilla y Letras. Fernando de Pulgar.
Gerónimo Ortega e Hijos de Ibarra, 1789.
Clio and the Crown:
The Politics of History in Medieval and Early Modern Spain. Richard L. Kagan. John Hopkins University Press, 2009.
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