Tomado
de esglobal
Las cinco
armas más inefectivas contra la crisis
Este reportaje especial sobre la crisis termina analizando
las recetas que han resultado desastrosas.
Por Mario Saavedra
El
dogmatismo austero
Se
puede discutir hasta quedar sin aliento. Durante lo peor de la crisis europea,
de 2010 a 2013, el debate llegó a polarizarse por completo: ¿Austeridad o
crecimiento? Todos los líderes políticos de entonces, desde Merkozy (la fusión virtual del conservador
francés Nicolás Sarkozy y la canciller alemana Angela Merkel) hasta los
responsables de Bruselas, prometían que podían conseguirse las dos cosas al
mismo tiempo. Pero era mentira.
La
recesión golpeó la economía europea dos veces: el PIB de los 28 se contrajo un
4,5 en 2009 y un 0,2 en 2012. Es lo que se conoce como recesión en forma de W.
La primera fue un efecto dominó producido por el colapso del sistema financiero
estadounidense. La segunda, una mezcla de varios factores explosivos: la crisis
del euro, sometido a ataques especulativos legales; la mala salud de algunos
bancos; y la obsesión de los centros de poder del viejo continente por querer
sanear los déficit nacionales demasiado rápido en medio de una recesión. Se le
llamó “austericidio”. Contra él estaban no sólo los países de la periferia,
sino también defensores de las políticas de estímulo económico, como los
prestigiosos profesores estadounidenses Joseph Stiglitz o Paul Krugman. Hasta
el mismísimo presidente estadounidense, Barack Obama, mandaba a su secretario
del Tesoro, Timothy Geithner, a convencer a Merkozy de que
aflojaran un poco el ajuste del déficit, sin éxito.
Alemania ha liderado en todo momento el
frente austero. El país había realizado reformas estructurales de calado cuando
era el enfermo en Europa, en los primeros años de la década pasada. Entonces
incumplía el déficit y contabilizaba más de cinco millones de parados. El
gobierno socialista de Gerard Schroeder aplicó una receta que combinaba
austeridad fiscal, recorte de costes laborales y reformas de corte liberal. Con
los años, se vio reflejado positivamente en los datos macroeconómicos de
porcentaje de desempleo, deuda, PIB, etcétera.
La
diferencia, sin embargo, era que aquellas reformas y ajustes se hicieron en un
entorno global de boom económico: Estados Unidos o España
compraban coches alemanes sin mirar el precio. El problema surge cuando Berlín
pretende aplicar la misma receta al resto de Europa en medio de la peor crisis
global en décadas. “Lo que nosotros hemos hecho lo pueden hacer lo demás”,
llegó a declarar la Canciller, sin tener en cuenta que, cuanto más se
obsesionaban los gobiernos por retirar el gasto público en medio de la
tormenta, menos trabajo e ingresos fiscales obtenían.
Las economías periféricas y la de Francia
colapsaron entonces o se arrastran hoy como almas en pena. Solamente siete años
después de que comenzara la crisis empieza a verse la luz al final del túnel.
Es una victoria pírrica en el mejor de los casos. Las crisis de origen
financiero suelen durar 10 años. Europa no ha conseguido acelerar la
recuperación, de hecho parece haberla postergado. ¿A cambio de qué? Para
algunos se saldrá más fortalecido, más sano. Si no hubieran imperado estos
mensajes de austeridad, los mercados financieros no se habrían creído el
compromiso europeo y habrían roto el euro. ¿Podría haberse hecho de otra forma?
Tal vez sí. En Estados Unidos, Barack Obama pospuso cualquier recorte hasta que
la economía se recuperara. Con ello ha conseguido bajar el desempleo al 6,1% y
reducir el déficit público a la mitad.
La
destrucción creativa
Wall
Street echaba humo. Era 2008, y Timothy Geithner, entonces presidente de la
Reserva Federal de Nueva York, solo tenía tiempo para ir a correr un rato cada
mañana. El resto del día movía frenéticamente los hilos para salvar entidades
financieras. El banco de inversión global Bear Stearns, por ejemplo. Estaba
abarrotado de activos respaldados por hipotecas, activos basura. No valía nada. Geithner consiguió que
se lo quedara JP Morgan, una de las mayores entidades globales.
Unos
meses después el problema volvió a reproducirse con Lehman Brothers. Contaba
con mucha basura subprime en
sus balances y en septiembre de 2008 había perdido ya el 75% de su valor en
bolsa. Necesitaba ser rescatado por el Gobierno o comprado por otro banco.
Geithner organizó reuniones con los gerifaltes de Wall Street. Hacía de
casamentera, pero no logró colocarlo. Se dejó quebrar a Lehman Brothers. Al fin
y al cabo, eso era el capitalismo, ¿no? Las empresas inviables han de morir
para dejar libre su nicho a otras más rentables y mejor dirigidas. Es lo que se
llama destrucción creativa. El problema es que, en el caso de Lehman, la
destrucción creativa no se quedó estanca, sino que Lehman se convirtió en la
primera ficha de un dominó financiero global. Si se había desplomado una
institución que había resistido más de 150 años porque sus balances estaban
sucios, ¿qué no tendrían otras entidades, desde bancos regionales alemanes a
cajas españolas?
Estados
Unidos aprendió la lección: la destrucción creativa funciona para empresas “no
sistémicas”. Las que pueden tumbar todo el conjunto de la economía capitalista
han de ser rescatadas con dinero público. Se han de socializar las pérdidas aunque
las ganancias fueran privadas, y todo para no generar una nueva Gran Depresión.
Es el mal menor. Moralmente inaceptable y económicamente una bomba, porque
eliminaba uno de los cimientos del libre mercado, el laissez
faire.
La lección aprendida se aplicaría unos meses
más tarde, con el rescate de las principales automovilísticas estadounidenses.
Algunos como el futuro candidato a la presidencia Mitt Romney pedían
“dejar a Detroit entrar en bancarrota”. Pero Washington tomó la decisión con
menor coste: ignorar por completo la doctrina de la destrucción creativa. Las
tres grandes del automóvil, GM, Chrysler y Ford, fueron rescatadas por el
Congreso con decenas de miles de millones de dólares.
Los
mini-estímulos y los estímulos de mentira
Era “la gran cumbre
del crecimiento”. Angela Merkel, Francois Hollande, Mario Monti y Mariano Rajoy
anunciaban 130.000 millones de euros para reactivar el crecimiento europeo. La
canciller alemana había dado por fin su brazo a torcer ante el nuevo delfín
francés, el tecnócrata italiano y el presidente español, pero también ante las
presiones de la Casa Blanca o el Fondo Monetario Internacional, que veían cómo
la obsesión europea por el déficit estaba ahogando a la economía de uno de los
principales motores globales. “Deseamos y esperamos presentar un paquete de
medidas de crecimiento a nivel europeo”, decía Mario Monti, “por valor del 1%
del PIB de la Unión Europea, es decir, de unos 130.000 millones de euros”. ¿Se
acuerdan?
Se iba a utilizar el Banco Europeo de Inversiones (el BEI) para
inyectar dinero a la economía real, José Manuel Durao Barroso iba por fin a
lanzar los bonos proyecto, emisión
de deuda europea para financiar proyectos inter territoriales de
infraestructuras o la interconexión energética. En el medio plazo incluso se
iban a crear los eurobonos, bonos comunitarios que mutualizaban el
riesgo: se trataba de impedir que Grecia pagara un 7% por su deuda a 10 años
mientras Alemania casi cobraba por guardar el dinero de los inversores.
Nada
de eso, o muy poco, llegó a ocurrir. Todo se quedó en una gran promesa de los
líderes. Los planes europeos de estímulo, en verano de 2014, siete años después
de la crisis, brillan por su ausencia. Solo ahora se está poniendo en marcha un
mini fondo de 6.000 millones de euros para tratar de impulsar el empleo
juvenil. Mientras, 19 millones de europeos permanecen desempleados. El Plan
Marshall de la Unión
Europea para la Unión Europea nunca llegó. Siete años después, el crédito sigue
sin pasar a las empresas. Se vuelve a fiar la solución del problema al banquero
central: Mario Draghi ha anunciado hasta un billón de euros en préstamos a los
bancos a largo plazo (técnicamente llamados TLTROs) siempre que se lo presten a
las empresas y no lo guarden en sus cajas o en la del BCE. De momento sigue sin
fluir el crédito y la zona euro crece a un lánguido 0,2% intertrimestral, tras
siete años con dos recesiones entre medias.
En España el Plan E fue real, pero no
consiguió activar la actividad económica en medio del vendaval económico global.
El Plan Español para el Estímulo de la Economía y el Empleo, de noviembre de
2008, consistía en un centenar de medidas de reactivación del crecimiento y
casi 13.000 millones en dos fases de dinero público para proyectos en los
ayuntamientos. A posteriori probó ser sólo un parche en un barco a punto de
naufragar.
Las
provisiones anticíclicas
En plena campaña
electoral de 2008, el ex presidente del Gobierno Felipe González aseguró que
gracias a José Luis Rodríguez Zapatero, España había conseguido tener “el
sistema financiero más sano de mundo”. El país tenía “reservas suficientes para
hacer frente a este momento de incertidumbre”, decía el socialista. Solo cuatro
años después la UE tenía que abrir un fondo de préstamos a España para rescatar
a entidades financieras quebradas o al borde de la quiebra: Caja Castilla-La
Mancha, Cajasur, Caja de Ahorros del Mediterráneo, Bankia, etcétera.
En total unos 40.000
millones de euros, que computan como déficit público, y que equivalían casi con
exactitud a lo que el país se había tenido que ahorrar en gasto sanitario, de
educación, de dependencia, de pagas extras a los funcionarios… ¿Dónde estaban
esos fondos anticíclicos que había ido guardando la banca en los años de
bonanza a los que se refería González? El dinero estaba ahí, pero se había
convertido en una tirita frente al total de alrededor de 60.000 millones de
dinero público (41.000 del préstamo europeo de hasta 100.000 millones y otros
20.000 que había puesto ya España, con el FROB). A eso había que añadir un saneamiento
contable de las entidades que cifran en 250.000 millones. Necesarios para
rescatar una docena de bancos y cajas. En el mejor momento de auge, las
entidades habrían acumulado un colchón de unos 70.000 millones en total, según
datos del Banco de España para 2009.
En
realidad, los fondos anticíclicos impuestos a la banca española consiguieron
amortiguar el golpe. En la nueva regulación global bancaria, la conocida como
Basilea III, se imponen altos requisitos de capital. El acuerdo internacional
aumenta además la liquidez y reduce el apalancamiento de los bancos de aquí a
2018. El capital conocido como Tier 1 aumenta
del 4% al 6%. En 2019 tendrán que tener un colchón de conservación de capital
equivalente al 2,5% de los activos ponderados por riesgo –una idea equivalente
a la de las provisiones anticíclicas españolas– y uno del 7% de activos de alta
calidad para finales de 2019.
La
Casa Blanca y el Congreso de Estados Unidos
El país americano
que originó la crisis fue rápido en reaccionar. En los dos primeros años George
W. Bush primero y luego su sucesor Barack Obama, y sus secretarios del Tesoro
Henry Paulson y Timothy Geithner, lanzaron en una carrera frenética para salvar
la primera economía del mundo de otra Gran Depresión. En cosa de meses lanzaron
el TARP, un enorme paquete de rescate de la economía de 700.000 millones en la
primera instancia; rescataron la industria del automóvil; impulsaron cambios
regulatorios (Acta Dodd Frank para la Regulación de Wall Street y la Protección
del Consumidor)… Pero en 2010 EE UU echó el freno. Los republicanos tomaron el
control de la cámara baja, la de Representantes, y desde allí bloquean desde
entonces toda iniciativa de Obama, que a su vez veta cualquier plan
republicano. Así ha pasado con el American Jobs Act, el plan del Presidente
estadounidense para estimular la economía a base de reformar las
decadentes infraestructuras del país, entre otras medidas. Washington ha sacado
muy poca legislación económica relevante en los últimos cuatro años.
Pero es que, además,
las guerras bipartitas han tomado como rehén a la economía en varias ocasiones.
La más cruda fue durante el verano de 2011. La mayoría de los economistas
creían que el país estaba a punto de entrar en una recesión en forma de W, es
decir, recaer en el decrecimiento económico. Fue el momento elegido por los
legisladores republicanos, liderados por un grupo de radicales del Tea Party,
para imponer disciplina fiscal. Se negaban a elevar el techo de endeudamiento
del país si no se realizaban recortes equivalentes. Wall Street se hundía, los
empresarios no contrataban por temor a la incertidumbre política…
No
fue la única batalla. Vendrían otras: el precipicio fiscal, la renovación de las desgravaciones
de impuestos, la extensión del seguro de desempleo de emergencia, la ampliación
de los cupones de comida que alimentan a uno de cada cinco estadounidenses,
etcétera. Algunas leyes terminaban aprobándose, no sin antes hacer mella
en la confianza del sector privado del país y en el ánimo de los compradores.
Los legisladores adquirieron fama de no servir más que para entorpecer la
creatividad de los empresarios. Y esta vez no era tan solo un prejuicio
liberal.