Tomado de esglobal
BRASIL Y LA REVOLUCIÓN 'ESTÁNDAR FIFA'
Por Nazaret castro
Se acabó la paciencia de
los brasileños, las clases medias exigen unos derechos todavía ausentes en la
sociedad. He aquí las raíces del descontento.
Brasil ha sorprendido al
mundo con una oleada de manifestaciones como no había vivido el país en
décadas. “El pueblo se levantó”, gritan las pancartas. Los indignados brasileños
saben que “el futuro es ahora”, como reza otro de sus eslóganes. En un momento
en que, como bien saben los brasileños, el mundo entero mira hacia el país que
acogerá el Mundial de Fútbol de 2014 y los Juegos Olímpicos de 2016.
Muchos participantes de la
protesta han vivido el proceso “con una mezcla de esperanza y temor”, como
explica Alisson da Paz, un vecino de Monte Azul, periferia sur de la ciudad.
Alisson recuerda que fueron ellos, los habitantes de las vastas favelas y
periferias paulistas, los que iniciaron unas revueltas que ahora quieren
capitalizar desde la derecha o las clases más acomodadas. Por su parte, la
prensa conservadora, con Red Globo a la cabeza, había comenzado tachando de
vandálico el movimiento, pero pasó después a hablar del “descontento general”,
en un intento por hacer mella en el Gobierno del Partido de los Trabajadores
(PT), a poco más de un año de las elecciones presidenciales. A la luz de la
amplitud de su propuesta, parece que Dilma ha captado el mensaje. Pero a pesar
de que la presidenta quiso dar respuesta proponiendo un plebiscito que encare
una reforma política profunda que dé cuenta de las principales reivindicaciones
de un movimiento todavía amorfo, pero real, las protestas continúan.
Alisson forma parte de esa
nueva clase media que en Brasil se ha venido en llamar clase C:
esos millones de brasileños que, gracias al crecimiento económico sostenido de
los últimos años y a las políticas de redistribución de la renta que implementó
Luiz Inácio Lula da Silva, han experimentado una clara movilidad ascendente y
han conquistado nuevos espacios públicos, comenzando por el acceso a la
universidad que garantizan medidas como los polémicos cupos para
afrodescendientes. Sin embargo, esas amplias capas de la población todavía no
han visto consagrado su acceso a derechos típicos de la clase media.
Más educación y salud y
menos fútbol
Así luciría el Maracaná al finalizar remodelaciones para el mundial 2014
Tal y como han comentado
decenas de tuiteros en todo el mundo: algo está cambiando cuando miles de
brasileños toman las calles para pedir más educación y menos fútbol. No resulta
sorprendente si atendemos al impacto social y económico que están teniendo los
preparativos del Mundial de 2014, con inversiones por 15.000 millones de
dólares (11.000 millones de euros aproximadamente) en infraestructuras. El
estadio de Brasilia costará 590 millones de dólares, un dinero con el que, como
ha recordado el diputado y ex futbolista Romario, podrían construirse 150.000
viviendas populares. Al igual que los 600 millones de dólares que ha costado
reformar el mítico Maracaná carioca.
Estas instalaciones
terminarán, muy probablemente, convertidas en inútiles elefantes
blancos: los estándares de la FIFA exigen estadios de 70.000 plazas, cuando
la media de venta de entradas en los torneos brasileños ronda las mil. A ello
se suman los desplazamientos de favelas, consecuencia de las obras. En un país
donde más del 40% de los hogares carece de una red de saneamiento digna, muchos
comienzan a cuestionarse si el Mundial no se está aprovechando para el
beneficio de unos pocos y no de la sociedad en su conjunto. Además, los pobres
pagarán, como siempre, la factura más cara. Según el urbanista Carlos Vainer:
“los brasileños no están invitados a su propia fiesta”, una celebración
concebida a la medida de la FIFA y sus patrocinadores. Es por eso que las
pancartas de los indignados brasileños exigen una salud y una
educación “estándar FIFA”.
Los 20 céntimos de la
disputa

Claro está, esos 20
centavos fueron apenas el detonante, y no la causa, de las manifestaciones de
un cariz mucho más complejo, del mismo modo en que la Ley Sinde congregó a
los indignados en la Puerta del Sol madrileña. No es el único
aspecto en que la indignación brasileña recuerda a los españoles de 2011: piden
cambios políticos profundos y conforman todavía una masa que aglutina
reivindicaciones diversas, pero que quiere organizarse. Durante el pasado fin
de semana, en ciudades como São Paulo, Río de Janeiro o Belo Horizonte,
movimientos sociales de diverso cuño -desde la Vía Campesina a la Central Única
de Trabajadores- se reunieron en asamblea para debatir el futuro de un
movimiento todavía amorfo y difuso, pero llamado a ser un sujeto político
influyente. Por el momento, Rousseff parece haber reconocido esa “energía
democrática que viene de las calles”, aunque aún es pronto para saber cuáles
serán las consecuencias últimas de un proceso complejo que también quieren
capitalizar los sectores más autoritarios.
La primavera
brasileña
En el Brasil emergente del
siglo XXI la sociedad sigue siendo dual: unos viven como en Suiza y, apenas
unos metros más allá, otros como en Ghana. Las contradicciones se evidencian en
São Paulo, la ciudad más rica de Sudamérica, la más efervescente y, tal
vez, también la más desigual. El país quiere dejar de ser el eterno futuro para
ser una potencia del presente, la pobreza y la miseria han disminuido de una
forma notable desde la llegada a la presidencia de Luiz Inácio Lula da Silva,
pero todavía son muchas las desigualdades enquistadas. Esas mismas mayorías
pobres que no pueden acceder a los servicios públicos soportan de forma
proporcional una carga tributaria mayor que los ricos y las clases medias. Por
eso, los indignados también han colocado sobre la mesa el
eterno debate sobre la reforma tributaria en Brasil, esa que ni Lula ni su
sucesora, Dilma Rousseff, quisieron acometer para no incomodar a las
oligarquías.
Algunos ya hablan de primavera
brasileña. Anuncian que, por fin, el pueblo brasileño se levantó; el mismo
que aún se avergüenza de que los grandes cambios políticos, incluyendo la
independencia de la metrópoli portuguesa, fueron consecuencia de acuerdos entre
las elites y no de revueltas populares. En el imaginario colectivo se ha
instalado la idea de que el pueblo brasileño, agraciado con una paciencia
infinita y esa proverbial alegría tropical. No es cierto. Pese a la dureza de
las represiones, los pueblos indígenas y afrodescendientes tienen en Brasil una
historia de lucha larga e invisible.
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