Tomado de El País
Origen, impacto y consecuencias de los papeles de Snowden
Los
programas secretos de espionaje de EE UU desvelados por un contratista de la
NSA abren un debate sobre la intromisión del Gobierno en la privacidad de los
ciudadanos
Por Antonio Caño
De todo lo
que se ha conocido en los últimos días gracias a la audacia de un joven de 29 años con una cierta obsesión
por el espionaje, hay algo que no es novedad: la privacidad ha
desaparecido, somos constantemente objeto de la mirada de alguien. Ahora hemos
sabido que entre esos muchos que nos observan está el Gobierno de Estados Unidos, lo cual tampoco
es exactamente una gran sorpresa.
EE UU es la
mayor potencia económica y militar del mundo. Tiene intereses planetarios y
tropas y bases en los cinco continentes. Es el objetivo declarado número uno
del terrorismo internacional, que le demostró sus intenciones y recursos el 11
de septiembre de 2001. Ha sido blanco de numerosos ataques cibernéticos de
parte de su gran rival en el mundo, China. Es el país que inventó Internet y en
el que han nacido y residen Google, Microsoft, Facebook, Apple, Twitter y
otras marcas de menos renombre que dominan la actividad en la Red. Tiene, por
tanto, los motivos y los medios. Que el Gobierno de EE UU, en colaboración más o menos
voluntaria con las empresas de EE UU que poseen toda la información existente
en Internet, haya accedido a esos datos con el propósito de
localizar a sus enemigos, puede ser cualquier cosa menos una sorpresa.
Tampoco es
un una ilegalidad, puesto que el Gobierno se proveyó de todas las
autorizaciones parlamentarias y judiciales que eran pertinentes. Sí puede ser
una inmoralidad y un atropello de las libertades públicas, algo en lo que las
autoridades de todos los países incurren frecuentemente con la ley en la mano.
Pero el juicio de esa actitud puede producir resultados distintos si se observa
desde el concepto liberal e individualista, en cuyo caso el veredicto sería
severo, o desde una idea más estatista sobre el papel del Gobierno, que podría
dictar una sentencia más benevolente.
¿Qué es lo
que está en juego en el caso que el joven Edward Snowdenha puesto sobre la
mesa? ¿Qué es lo que realmente ha sacado a relucir y qué debate ha
desencadenado eso? ¿Debe preocuparle a los ciudadanos ser espiados? ¿Por qué?
En EE UU, la opinión pública parece decantarse a favor de permitir ciertas
incursiones del Gobierno en su privacidad, si eso ayuda a mejorar su seguridad,
lo que responde a la lógica de que una mayoría de población cuyo comportamiento
es intachable no tiene en principio ningún temor a que revisen su vida. Pero,
por supuesto, no se trata de eso. Se trata de cuáles son los límites del Estado
y qué pueden hacer las personas corrientes para protegerse.
Edward
Snowden, un contratista privado al servicio de la Agencia de Seguridad Nacional
(NSA), entregó a The Guardian,
primero, y después a The Washington
Post dos documentos que recogían otros tantos programas
secretos de espionaje del Gobierno de EE UU, uno para el registro de los
números de teléfono y duración de las llamadas telefónicas de la compañía
Verizon en EE UU, y otro, conocido como Prisma, que permite el acceso a correos
electrónicos, chats, fotos y otro material intercambiable en Internet entre
ciudadanos extranjeros y fuera de territorio de EE UU.
De acuerdo a
las autoridades norteamericanas, ambos son programas son muy valiosos, han
permitido en el pasado abortar decenas de intentos de ataques terroristas y su
revelación constituye un gran perjuicio para EE UU. De acuerdo a la Unión
Americana de Libertades Civiles (ACLU), que ha presentado una demanda contra el
Gobierno, es una violación de la Constitución. El presidente Barack Obama los
defendió diciendo que, en el mundo actual, “no se puede tener el 100% de privacidad y el 100% de
seguridad”. Esos programas representan, dijo, una mínima molestia
que los norteamericanos pueden permitirse en aras de dormir más tranquilos.

Para
analizar el impacto y las consecuencias de los papeles de Snowden es necesario
inscribirlos en el tiempo en que se han producido. Así como los papeles del
Pentágono cayeron sobre una población horrorizada con la guerra y el Watergate
aterrizó en un país asqueado de las marrullerías de la política, los papeles de
Snowden encuentran a una sociedad adormecida por los encantos ilimitados de las
nuevas tecnologías.
Hoy la
privacidad es objeto de ataque constante e impune. Cuando se entra en un banco,
uno es observado por una cámara tras la que hay un agente de seguridad; cuando
se sube al metro o se accede a un aeropuerto, todos somos, igualmente, filmados
y registrados. Simplemente paseando por la calle podemos ser grabados y,
posteriormente, nuestra imagen puede ser contemplada por un funcionario, que,
aburrido, podría llegar a entretenerse con algunos detalles de nuestro físico.
Hay cámaras en los más diversos escenarios públicos y privados, desde un teatro
a un taxi, y a nadie parece importarle mucho.
Esa realidad
adquiere una proporción desmesurada cuando se traslada al campo de
Internet. Nuestros mensajes, nuestras fotos de cumpleaños,
cualquier indiscreción personal, incluso nuestros más íntimos
pensamientos ofrecidos al amigo o la persona amada están almacenados en algún
lugar de lo que, muy gráficamente, se llama “la nube”. Será una nube, pero no
es un limbo. Empresas concretas y personas precisas tienen acceso a esa
información, la procesan y, eventualmente, la usan con motivos comerciales.
¿Cuál es la
diferencia de que la use el Gobierno con motivos más nobles, como la seguridad?
En primer lugar, es necesario recordar que el programa Prisma no afecta, al
menos en lo que se sabe, a ciudadanos norteamericanos o que residan en EE UU.
Por lo demás, el espionaje es una actividad tan antigua como el propio ser
humano. En otros tiempos se hacía con rudimentarias antenas parabólicas y
micrófonos ocultos en un jarrón. Hoy basta un ordenador. Los países se espían
unos a los otros, y espían a sus propios ciudadanos, sus finanzas y movimientos
sospechosos. Cuando ese espionaje produce resultados satisfactorios, que es
relativamente frecuente –piensen, en cada país, en la cantidad de indeseables
detectados en los últimos años por el seguimiento de sus cuentas bancarias o
sus llamadas telefónicas–, nos alegramos todos. ¡Cuántos inocentes no habrán
sido espiados hasta llegar a los verdaderos culpables! Pero, al mismo tiempo,
cuando nos queda constancia de que ese espionaje existe, nos horrorizamos. Y
ese horror se produce, no tanto por el espionaje en sí, sino por su carácter
secreto.
Lo secreto
nos asusta y, con razón, nos alarma. El secreto protege la actuación legítima
de un agente del bien, pero también tapa el abuso de un funcionario
inescrupuloso. El secreto deja a los ciudadanos inertes ante el Gobierno, que
queda como la única autoridad para decidir qué hacer en cada situación. El
secreto es, obviamente, el caldo de cultivo del autoritarismo.
Cualquiera
puede entender que los gobernantes tengan que actuar en secreto en ocasiones. A
nadie se le ocurre que la CIA debiera haber ido informando al Congreso sobre
sus pasos en la localización de Osama bin Laden. Pero el secreto no se
justifica siempre ni con tanta frecuencia como las autoridades desearían.
Probablemente, no se justifica en los papeles de Snowden. No se aprecia a
primera vista qué dicen esos papeles que los terroristas no dieran ya por
supuesto. ¿A alguien se le ocurre que Al Qaeda se comunicaba por correo
electrónico sin sospechar en absoluto que pudiera ser leídos por los servicios
de espionaje?
Así pues, el
problema de fondo detectado gracias a los papeles de Snowden es el del
insuficiente control de la intromisión del Gobierno en las vidas privadas de
los ciudadanos. No el ataque en sí a una privacidad que ya no existe, ni el
hecho mismo de que EE UU, como le corresponde, espíe para protegerse, sino la
preocupación por la extensión de ese espionaje debido a la falta de control
democrático. El Congreso era informado, pero en secreto. Un juez firmaba la
autorización para ese espionaje, pero era el juez de un tribunal secreto
–creado en 1978 y conocido por las siglas de FISA- que en último año aprobó
todas, absolutamente todas, las solicitudes de intervención presentadas por los
responsables de seguridad. A todas luces parecen garantías escasas para una
recolección tan masiva de datos.
El último
ángulo controvertido de esta historia es el del papel de las empresas de
Internet, que ahora tratan de limpiar su imagen. Este sábado, Facebook dijo que en 2012 había recibido alrededor de
10.000 peticiones de distintos niveles del Gobierno para
acceder a cuentas de sus clientes. Microsoft informó de haber recibido entre
6.000 y 7.000 reclamaciones similares. Difícil resistirse a esas peticiones,
que iban firmadas por el correspondiente juez de FISA. Pero esas empresas y
otras grandes de Internet que esta semana hicieron públicas reclamaciones de
más transparencia, se deben también a sus clientes, con los que se han
comprometido a no desvelar sus datos privados.
De nuevo, nos encontramos ante
un dilema muy propio de este tiempo y dificilísimo de resolver. La tensión
entre el interés público y el espacio privado existe desde que las personas
conviven. En nombre de atender el bien de la mayoría se han cometido grandes
gestas y tropelías a lo largo de la historia de la humanidad. Los papeles de
Snowden prueban que la tentación de actuar por encima del conocimiento de los
ciudadanos, aunque sea en su propio favor, no solo no ha desparecido sino que
se ha incrementado y hecho más peligrosa en la era de Internet.
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