Tomado de esglobal
(Foreign Policy en Español)
BARROTES
DE ORO
El negocio millonario de
los centros de detención privados continúa internacionalizándose.
Al calor de las privatizaciones generales que se están acometiendo
en varios países, y ante la ausencia de soluciones humanas y efectivas a la
presión migratoria, no es descartable que el modelo traspase nuevas fronteras.
Si los presos reportan beneficios, todo país puede ser un suculento mercado.
Por Pablo Diez
Desde los primeros atisbos
de privatización de las prisiones, en la Inglaterra del siglo XVI, hasta la
consolidación del fenómeno en los Estados Unidos de los 80, media un largo
hiato. Pero el negocio se ha afianzado firmemente y con la clara intención de
quedarse. Dejar los centros de detención en manos privadas ha sido la
hipotética solución que las autoridades estaounidenses han encontrado para
aliviar el exceso de ocupación carcelaria, para internar en centros de
detención a los emigrantes que tratan de rebasar el Río Grande o para reducir
la carga fiscal que supone para las agencias públicas mantener a la mayor
población reclusa del mundo.
Así, mediante la
encarcelación privada, las autoridades han querido encontrar de un plumazo un
remedio a cuatro desafíos que condensan algunas de las sensibilidades más
genuinas del país: el ingente tamaño de la población reclusa, la presión
migratoria (la mitad de los inmigrantes detenidos en el país están en centros
privados), los desencuentros fiscales y el mantenimiento del ideal de la libre
empresa. ¿La panacea? Para las compañías del sector, indudablemente sí; grandes
operadoras privadas de cárceles como Corrections Corporation of America y GEO
Group cosechan conjuntamente ingresos de alrededor de 3.000 millones de dólares anuales
(unos 2.200 millones de euros). Ese dinero no viene sólo del fértil negocio en
Estados Unidos, sino también de la internacionalización de sus servicios.
La lista de críticas a la
privatización carcelaria es larga y grave. La búsqueda del lucro lleva a
reducir al máximo los costes, a un peor mantenimiento y a plantillas
insuficientes y mal pagadas, lo que afecta a la calidad de los centros de
detención. A su vez, no está claro que la actividad de estas empresas suponga
un verdadero ahorro para las autoridades que contratan sus servicios; incluso
se han conocido casos de centros privados que rechazan a internos cuyo
mantenimiento les va a salir especialmente caro. A su vez, las operadoras
privadas obtienen mayores beneficios cuanto más grande sea la población
reclusa, lo que les ha llevado a influir en la legislación estadounidense
para que un mayor número de delitos sean castigados con la cárcel.
Ninguno de estos reparos ha
detenido la expansión internacional del modelo. Las supuestas ventajas de
privatizar las prisiones han convencido a muchos países de la necesidad de
poner algunos centros en manos de empresas. Las principales beneficiarias son
las compañías estadounidenses que exportan sus servicios a países como
Australia, el Reino Unido, Nueva Zelanda o Suráfrica, los otros grandes
mercados del sector. Así, hasta el 14% de los ingresos de GEO Group provinieron el año pasado de
sus negocios en estos cuatro países, donde cuenta con un total de 7.000 camas a
través de sus subsidiarias y de joint ventures con empresas
locales.
Australia posee la mayor
proporción de reclusos en centros privados (19%), seguida de Escocia (17%),
Inglaterra y Gales (13%), Nueva Zelanda (11%), Estados Unidos (8%) y Suráfrica
(3%), según un reciente informe. Sin embargo, el modelo no sólo se ha
exportado a esos países, sino que está presente, aunque en menor medida, en
todos los continentes. Alemania dio luz verde a una prisión privada en 2004,
aunque al frente de la misma hay funcionarios. Chile fue el primer país
latinoamericano en autorizar, en 2003, prisiones totalmente gestionadas por
empresas. Japón cuenta también con un centro de detención privado para
delincuentes que no hayan cometido delitos previos.
Más allá de esta expansión
geográfica, la pujanza del sector se concentra en países del entorno
anglosajón. En ningún lugar ha tenido el modelo mayor éxito que en Australia,
donde el número de reclusos en centros privados ha crecido un 95% en los
últimos quince años (frente a un crecimiento del 50% de prisioneros en centros
públicos). Gran parte del auge del sector radica en los centros privados de
detención de inmigrantes, que han sido criticados repetidamente por que se han
dado casos de muertes de reclusos, así como rebeliones por parte de los
internos. Sin embargo, las reticencias no han impedido a la operadora británica
Serco embolsarse hasta 1.500 millones de dólares americanos en
contratos gubernamentales, siendo así una de las grandes beneficiarias de la
preocupación del Gobierno australiano por el constante flujo de solicitantes de
asilo que llegan al territorio nacional.
Junto a las críticas, el
modelo privado es también objeto de alabanzas. Expertos australianos consideran
que los centros privados tienen un tipo de gestión más transparente y
responsable que los públicos, ya que son económicamente penalizados cuando
cometen errores. A su vez, los defensores del modelo privado dan por hecho que
éste supone una importante reducción del gasto público, ya que la gran
competitividad entre las operadoras lleva a ajustar drásticamente los costes y
porque además los centros privados no están dominados por los sindicatos. En su
opinión, el único problema es que los proveedores principales del servicio son
empresas extranjeras y los beneficios que consiguen no se quedan en el país.
En el Reino Unido existe un
vivo debate a favor y en contra de este modelo. Entre las tres prisiones peor
valoradas del país, dos son privadas, según el propio Gobierno
británico, cuyos portavoces han asegurado que esto se debe a la escasa andadura
de ambos centros, que requieren más tiempo para funcionar mejor. Pero hay más:
el año pasado se le retiró el contrato a una empresa que gestionaba un centro
en Inglaterra, debido al elevado consumo de drogas entre sus internos; la
prisión de Addiewell, en Escocia, fue considerada la más violenta del país en
2011; y diversos documentos gubernamentales desvelaron hace cuatro años que las
cárceles privadas inglesas y galesas registraban casi el doble de quejas por
parte de los internos que las públicas.
Por el contrario, un
reciente informe del think tank Reform concluye que las prisiones
privadas británicas funcionan mejor que las públicas y que, tras el paso por
ellas, se dan menos casos de reincidencia delictiva (otras organizaciones han cuestionado la
fiabilidad de ese informe y han señalado que dicho think tank recibe
fondos de las grandes empresas del sector). Más allá de este debate, el auge de
este negocio en el Reino Unido se centra sobre todo en la detención de
inmigrantes, ya que más del 70% de los que se encuentran privados de su
libertad pasan sus días en centros privados. Al igual que en Australia, la
gestión privada de estos centros de internamiento ha sido fuertemente
criticada.
La resistencia a dejar la
gestión de los centros de detención en manos de empresas es muy común, pero
ello no ha impedido la expansión internacional del negocio. El proceso de
consolidación de las finanzas públicas en todos estos países facilita la
implantación de centros privados y da alas a quienes defienden que es una forma
de aunar, por menos dinero que en los públicos, la eficiencia empresarial con
la garantía normativa estatal. Al calor de las privatizaciones generales que se
están acometiendo en varios países, y ante la ausencia de soluciones humanas y
efectivas a la presión migratoria, no es descartable que el modelo traspase
nuevas fronteras. Si los presos reportan beneficios, todo país puede ser un
suculento mercado.
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