Tomado de esglobal
Michelle Bachelete junto a su entonces par salvadoreño Tony Saca y al Canciller Francisco Laínez
BACHELET,
¿LA SEÑORA DE LOS MILAGROS?
Las
próximas elecciones en Chile encuentran a un país mayoritariamente desencantado
con el progreso económico, pero hechizado por la ex presidenta y ahora de nuevo
candidata Michelle Bachelet.
Hoy
promete tres reformas para su próximo gobierno de cuatro años: una tributaria,
una reforma educacional financiada por la anterior, y una a la Constitución,
para democratizar un sistema electoral que da peso asimétrico a la tradicional
minoría de derecha y bloquea la entrada de nuevos actores que no sean de las
dos coaliciones tradicionales
Las elecciones de este
próximo domingo 17 en Chile no tienen ningún suspenso: ganará la
centro-izquierdista Michelle Bachelet, y quizá incluso se corone presidenta ya
en esta primera vuelta. El misterio está en qué sucederá en su próximo
gobierno, el que enfrentará una ciudadanía muy distinta a la de su anterior
gobierno (2006-2010).
Los comicios encuentran un
Chile aún bajo la sombra de las gigantescas movilizaciones estudiantiles de
2011, y que se han prolongado a 2012 y 2013. Éstas desbordaron en una
manifestación nacional de profundo descontento con el modelo económico y social
que los gobiernos de centroizquierda (1990-2010) y derecha (2010-2014) heredaron
de la dictadura de Pinochet, y que han administrado con cambios menores. Es
rara la semana en estos últimos años en que no haya importantes movilizaciones
que paralizan carreteras, obligan a suspender proyectos mineros, abortan la
construcción de centrales eléctricas muy necesarias, reivindican mejoras
salariales o tienen lugar en la zona indígena mapuche contra la ocupación de
sus territorios hace 130 años. La propia realización de las elecciones de este
domingo está amenazada por una larga huelga nacional de empleados municipales,
que tienen una función clave en el proceso electoral.
Michelle Bachelet se
enfrenta con una muy disminuida candidata de la derecha Evelyn Matthei, ex
ministra del Gobierno actual de Sebastián Piñera, así como con otros siete
candidatos, cuya diversidad y posturas de algún modo representan a un Chile
insatisfecho con 24 años de gobierno de dos coaliciones que han estado de
acuerdo en mantener las cosas básicamente igual.
Pero el país ha cambiado, y
es visto globalmente como un modelo de progreso. En estos veintitrés años desde
el retorno de la democracia, la tasa de crecimiento económico anual medio es de
un 5,2%; la pobreza se redujo de 38,6% de la población en 1990 a un 14,4%
en 2011; sus estudiantes universitarios pasaron de 245.000 en 1990 a
700.000 en la actualidad; mejoraron las condiciones de vivienda y en parte de
atención sanitaria. Chile es calificado hoy por el Banco Mundial como un país
de altos ingresos (21.300 dólares de ingreso per cápita de paridad de poder adquisitivo),
goza de prácticamente pleno empleo y fue aceptado recientemente en el club de
países ricos, la OCDE. Entonces, ¿qué pasa con estos chilenos que se quejan
tanto?
La mala onda chilena tiene
que ver en buena parte con la frustración de las expectativas que el propio
ascenso social provoca, un ascenso aún frágil y que deja a las clases medias
emergentes siempre a un paso de caer en la pobreza. A eso se agregan las
consecuencias sociales de un modelo cuyo eje es un Estado subsidiario, que no
se mete ahí donde los privados pueden hacer un buen negocio. La educación,
pensiones, salud, carreteras, cárceles, energía, todo está total o parcialmente
en manos privadas y con escasa regulación. En un país pequeño, la libre
competencia ha engendrado oligopolios en casi todas la áreas: banca, retail,
farmacias, electricidad, gasolineras, alimentos envasados, pollos y cerdos,
bebidas y cervezas, y así sigue la larga lista. Existe un profundo rechazo a
los abusos que esto engendra. La demanda más exigida por la población es la
protección a los consumidores, con un 86% de menciones en un reciente estudio de opinión del Centro de
Estudios Públicos, un think tank ligado a medios empresariales
En estos 24 años se han
generado expectativas de país desarrollado, pero sólo los promedios como el
ingreso per cápita se acercan a pellizcar tales alturas. Aún cuando los
salarios han crecido fuertemente en los últimos años, un 50% de los
trabajadores de Santiago gana menos de 600 dólares mensuales, el
80% menos de 1.600 dólares y el 90% menos de 2.000 dólares. El camino de
progreso de las familias –hay amplio consenso– es la educación. Pero Chile
tiene la educación más cara del mundo en relación a su ingreso per cápita,
según la OCDE, y ésta es financiada en un 85% por las familias y sólo un
15% por el Estado. Es archisabido que muchas de las universidades privadas
tienen importantes ganancias, y aunque el lucro en las universidades está
legalmente prohibido, por 20 años los gobiernos de centroizquierda miraron para
otro lado. Las familias que se han endeudado para enviar por primera vez a uno
o más de sus hijos a la universidad, constatan cuán difícil es que una
educación cara pero mediocre les permita emplearse con sueldos suficientes para
pagar las deudas adquiridas. La frustración de ese gran anhelo está detrás de
las movilizaciones de 2011, que convocaron repetidamente a centenares de miles
de personas, y cuyas demandas han sido apoyadas por el 82% de la
población. La movilización estudiantil ha sido, en realidad, una movilización
nacional.
Y es que Chile es uno de
los países más desiguales del mundo. Según una investigación de la Universidad de Chile,
el 1% se lleva un tercio de los ingresos (32,8% del PIB versus un 21% en el muy
desigual EE UU y un 10,4% en España); el 0,1% se queda con un 19,9%; y el
0,01% –apenas 1.200 individuos– se apropia de un 11,5% del PIB. Son las
cifras más altas conocidas internacionalmente. El índice Gini (donde 0 es
igualdad perfecta y 1 desigualdad total) de 0,52 es uno de los más altos en la
desigual de América Latina; pero esa misma investigación de la
Universidad de Chile, más rigurosa, lo coloca ahora en un escalofriante 0,63, entre
los más desiguales del mundo.
Cuando una encuesta de opinión conducida en 18
países latinoamericanos por Latinbarómetro pregunta si la distribución del
ingreso es justa o muy justa en su país, los chilenos dan la respuesta positiva
más baja, un 10%. Sin embargo, un 48% piensa que el país está progresando, sólo
que de una forma que no es justa. De hecho, menos de la mitad de los chilenos
apoya la economía de mercado, uno de los países que muestra menos entusiasmo en
la región por este sistema.
Ante esta molestia
generalizada y desafección con la clase política, Michelle Bachelet aparece
como un milagro. Su coalición tiene apenas un 20% de apoyo en las encuestas,
pero ella obtiene un 61% de valoración positiva en plena campaña. Al finalizar
su gobierno en 2010, su popularidad era un asombroso 83%. Ella encarna
para muchos la cara amable del Estado, preocupado por las personas. En su
pasado gobierno, Bachelet fue pródiga en bonos asistencialistas e hizo una
reforma provisional que puso un mínimo a las pensiones. Hoy promete tres
reformas para su próximo gobierno de cuatro años: una tributaria, una reforma
educacional financiada por la anterior, y una a la Constitución de Pinochet,
para democratizar un sistema electoral que da peso asimétrico a la tradicional
minoría de derecha y bloquea la entrada de nuevos actores que no sean de las
dos coaliciones tradicionales. Estas reformas son graduales y moderadas, y si
bien dan cuenta de las preocupaciones de la gente, lo hacen a un ritmo e
intensidad que pueden probarse demasiado débiles frente a las expectativas
creadas.
Los políticos de ambas
coaliciones mayoritarias concuerdan en que Chile es más difícil de gobernar que
antes. Por eso, Bachelet es también un milagro para la clase empresarial que,
distanciándose de la candidatura de la derecha, ha recibido positivamente su
programa y desdramatizado su supuesta radicalidad. El presidente de la
organización que reúne a todos los gremios empresariales, Andrés Santa Cruz,
afirmó: “Si me dijeran que aquí estamos frente a un programa que nos ha puesto
nerviosos, que se nos va a caer el pelo, no, no hay nada más alejado de eso”.
Mientras, el presidente de la Asociación de Bancos, Jorge Awad,
proclamaba: “Yo ya voté por [Bachelet] y ahora me voy a repetir el
plato”. La candidata Matthei, de la derecha proempresarial, se ha quejado en
estos días amargamente de que los recursos de los empresarios hayan ido a
financiar desproporcionadamente la candidatura de la socialista.
En su programa y discursos,
Bachelet repite insistentemente que ella y su coalición garantizan la
gobernabilidad del país. Probablemente con este fin, ella ha incluido en su
coalición al Partido Comunista, cuya dirección ya jugó un rol moderador en las
movilizaciones estudiantiles de 2011 y 2012.
Es probable que con
Bachelet el modelo chileno comience a dar lugar a un nuevo arreglo, donde el
Estado juegue un rol mayor en disminuir las desigualdades, en garantizar nuevos
derechos sociales y políticos, mientras el mercado sigue siendo el mecanismo
económico fundamental y el que pone a su vez límites a la voracidad y torpeza
del Estado.
La incógnita, entonces, no
es quien será la próxima presidenta de Chile, sino si su segundo gobierno –con
(casi) los mismos que gobernaron durante 20 años– podrá generar a tiempo esos
cambios que cumplan las expectativas que tanto el progreso desigual del país,
como las promesas y el ángel de Bachelet, han encendido en la gente.
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Chile
se reubica
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El
país se ha beneficiado fuertemente del auge de los precios de las commodities –
específicamente el del cobre– impulsado por el crecimiento de China. Hoy Asia
representa la mitad de sus exportaciones. El gigante asiático, con
un 24% del total, pesa en 2012 el doble que Estados Unidos en las
exportaciones chilenas.
Eso
se refleja en la política exterior. Chile fue en 2005 uno de los cuatro
fundadores –junto con tres países asiáticos– del Acuerdo Estratégico
Transpacífico de Asociación Económica, antecesor del Acuerdo de Asociación
Transpacífico (TPP, en sus siglas en inglés). El programa de la probable
presidenta Michelle Bachelet plantea dudas sobre el TPP, pues éste por un
lado despierta las sospechas de China –a la que excluye por ahora mientras sí
incluye a EE UU– y por el otro podría implicar revisar tratados ya
existentes, como el de libre comercio de Chile con América del Norte (Nafta).
El
programa de Bachelet sostiene que “El eje de la política internacional del
siglo XXI está en el Pacífico”, pero no muestra entusiasmo con la Alianza del
Pacífico que incluye a México, Colombia y Perú, y que ha actuado como
contrapeso promercado a las alianzas regionales animadas por Venezuela. Este
programa afirma que “UNASUR [con fuerte influencia de las populistas
Venezuela y Argentina] debe constituirse en un punto de confluencia de las
iniciativas de integración de América del Sur”. Pero probablemente eso no
pasará de ser una declaración de buenas intenciones, mientras la diplomacia
chilena se seguirá concentrando en resolver los temas territoriales
pendientes con Perú y Bolivia, en perseguir nuevos espacios comerciales con
Asia, y en sostener las relaciones comerciales y de inversión con Estados
Unidos y Europa. -Ricardo Zisis
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