domingo, 26 de febrero de 2012

Los jóvenes desterrados del fútbol que sueñan repetir la historia de Messi

Tomado de El Clarín

Por Juan Cruz Sanz
Son argentinos, paraguayos, brasileños o africanos. Algunos lograron jugar en equipos del ascenso español, pero ahora no tienen club. Y buscan su oportunidad. Clarín vivió y se entrenó con ellos.

El Chiqui es Ezequiel Robledo. Argentino, 26 años. Futbolista. Volante por derecha. Un “giramondo”, como el de la canción de Nicola Di Bari. Se jacta de haber estado internado en tres países diferentes y de haberse mudado 11 veces. Tiene tonada de porteño, pero cada cinco palabras es muy probable que se le escape alguna bien tana. Ezequiel es uno de los cientos de argentinos que deambulan por Europa a la merced de su suerte futbolística. Están lejos de los contratos millonarios, de las botineras, de los autos de lujo y el fútbol de elite. Se conforman con un club y un sueldo que les permita vivir de patear una pelota. Nada más. Con eso alcanza. Se resisten a volver a su tierra, son los desterrados del fútbol, esos que nadie cuenta. Clarín vivió con ellos. Y compartió su aventura.

Soy periodista, pero mi sueño fue ser jugador de fútbol. Las pocas condiciones naturales alcanzaron para destacarme en ese nivel amateur en el que caemos todos los que fuimos expulsados por la número cinco. En octubre de 2011, después de un partido en una canchita del barrio de Abasto, Francisco Calvello, un gran amigo, me contó que iba a viajar a España para concretar una vieja idea: tenderles una mano a los futbolistas que quedan libres y ayudarlos a reinsertarse en el mercado de la pelota. Fran es periodista, pero también fue jugador de fútbol. De verdad, no como nosotros. A los 19 años fichó para el Rayo Vallecano español, pero una lesión lo marginó de las canchas. Volvió a la Argentina, estudió periodismo y cuando estuvo preparado, pegó el salto. Dejó Villa Diamante, en Lanús, para abrirse un nuevo camino. “Mirá que me entreno y me vas a tener que conseguir club”, le dije a Francisco mientras lo despedía. “Dale, venite”, fue su respuesta. El viajó y cumplió: nos esperó.

Aquella frase, ese “dale, venite” fue el motivo de mi insomnio durante los siguiente siete días. ¿Por qué no? ¿Quién dice que alguien de 26 años no puede ser jugador de fútbol? Está demostrado que para ser futbolista profesional no hace falta ser bueno, como queda claro los domingos en las canchas argentinas. Las condiciones hacen falta para triunfar, pero eso es otra cosa. Un contacto y algo de suerte son suficientes para poder vivir de patear una pelota. “Está bien. Vamos a España”.

15 de enero. Madrid. El agente del servicio de migraciones de Barajas me mira con detalle, mientras revisa cada uno de los sellos de mi pasaporte. A mi lado, Nico me mira impaciente. “¿Qué vienen a hacer?”, pregunta el funcionario. Era imposible explicarle que íbamos a compartir entrenamientos con jugadores libres del ascenso español y que, además de creernos, no pensara que lo nuestro era una aventura típica de un sudaca buscavida. “Somos periodistas y venimos a cubrir el partido del Real-Madrid Barcelona”, respondí sin titubear. Pero Nicolás Ramirez, como lo indica su DNI, no es periodista. Tiene 28 años, es preparador físico, futbolista y está a pocas materias de recibirse de kinesiólogo. El hombre me miró. Nos miró. “¿Tienen hotel?”, inquirió el dueño de nuestro destino. “No. Vamos a la casa de un compañero”. La historia no le cerraba, pero por algo que nunca vamos a saber puso el sello en ambos pasaportes y nos deseó suerte. Durante 50 días, antes de ese 14 de enero, Nicolás me entrenó. Si quería que el viaje a España no fuese un fracaso, tenía que bajar 10 kilos y correr. Correr mucho y más. Al segundo entrenamiento lo sumé a la odisea. Seríamos dos argentinos con ganas de jugar al fútbol en una España quebrada. Su profesionalismo me contagió.

En Barajas, luego de nuestro amigo de Migraciones, nos recibió Francisco, tal como lo prometió. Tomamos el subte y desembarcamos en un monoambiente de la zona de Recoletos, en pleno centro de Madrid. Esa sería nuestra casa durante quince días. A la mañana siguiente, con seis grados de sensación térmica y una escarcha polar, nos presentamos en la cancha del Spocs Center, un centro deportivo de alto rendimiento que funciona como enlace entre los clubes del ascenso español y jugadores libres de todo el mundo. ¿Nuestro objetivo? Poder jugar al fútbol. Simple.

Matías Milinchuk es cordobés. Imposible no reconocerlo. Llegó a Madrid el 25 de marzo de 2007. Era la primera vez que dejaba el barrio Patricios de Córdoba capital. Llegó a España becado por una empresa de telecomunicaciones.

La sangre de su abuela española fue el trampolín para que la empresa lo tomara. Pero él quería jugar al fútbol. ¿Su único antecedente? Un paso por el Torneo del Interior, con la camiseta del Club Villa Azalais de Córdoba y los colores del General Paz Junior. Buscando club terminó jugando en Suecia, – con 25 grados bajo cero – para el Boden BK: un ignoto equipo del que salió el nigeriano Emmanuel Sani, actualmente en la Lazio italiana, llamado a ser la nueva estrella del fútbol africano. Milinchuk pasó del fútbol sueco al ascenso italiano. Tiró algunas gambetas en el Acicatean de Sicilia pero un llamado lo alejó de la aventura italiana y lo depositó en la isla de Formentera, España.

“El Pelé blanco de Formentera”, llegaron a decir los medios regionales. Pero las fiestas y la cercanía con la paradisíaca Ibiza le jugaron en contra a su proyecto. Volvió al continente para jugar en el Real Chozas de Canales, en la tercera división. Ahora, Matías vende celulares por la tarde y entrena por la mañana en Spocs. Los domingos juega de punta para el Cabrera C.F, de la tercera división.

La plaza futbolística de España cuenta con un ascenso de más de 300 equipos, que van desde la liga de Adelante – como se conoce a la segunda división – hasta las ligas regionales. Sólo los equipos de la segunda división están habilitados para fichar jugadores extranjeros. Para acercarse al sueño de integrarse a un club, el pasaporte comunitario europeo es todo. Sin ese librito, sin esa visa diplomática, no hay talento que pueda permita gritar un gol. Nada. Cero chances.

En el vestuario de Spocs Center suena cumbia. No la ponen los argentinos. El encargado es Edu Guasch, un exquisito volante central paraguayo. Guasch tiene 24 años y una historia familiar contundente. Jorge, su padre, triunfó en el fútbol de su país. Debutó en la Bombonera en 1979, cuando el Olimpia paraguayo le arrebató la Copa Libertadores a los xeneizes, y jugó el Mundial de México 86. Edu viene de jugar en la segunda división de Bélgica. Mientras busca una nueva chance, juega por 500 euros para el Vallecas, un club de la tercera división que supo ser filial del Rayo Vallecano. Condiciones le sobran. Angel Garrido, el director técnico, – nuestro director técnico – lo sabe.
Garrido jugó en River: es de la camada de Mostaza Merlo y el Beto Alonso, y ahora busca la suerte europea desde el banco de suplentes. “¿De que jugás?”, me preguntó en nuestro primer entrenamiento. Con mis diez kilos menos, yo estaba confiado. “De marcador central”, respondí. Nico se presentó como volante por derecha. Ya eramos futbolistas.

Por Spocs también aparecen Diene Alioune Badara – mejor conocido como Alí –, nacido en Camerún, y Abdou Sohona, de Gambia. Abdou habla un perfecto castellano, y saluda con un impecable: “¿Qué hacés guachín?”. Nos sentimos como en casa. El último en presentarse en Henrique Ravanelli, brasileño. Con un portuñol y un “tío” cada cuatro palabras, se hace entender. Graduado en comunicación y marketing, Henrique viene de jugar en la segunda división del campeonato paulista. Comparte una habitación con dos extranjeras en un barrio de las afueras. Cada uno de ellos tiene un historia de vida distinta: fueron albañiles, ayudante de cocina, repartidores de volantes, vendedores de líneas telefónicas, trabajadores en una fábrica de ventanas de aluminio, panaderos y barman. Todos esos oficios pasaron por la vida de ellos, los olvidados de la pelota. Pero no importa que consigan vivir de otros empleos: su obstinación pasa por el fútbol y Europa. Cualquier llamado los puede llevar a cambiar de vida y de país en cuestión de minutos. Son nómades. No viven en ningún lugar.

La crisis española golpeó fuerte en el sector de la clase media y media baja, aglutinado bajo el apelativo de “mileuristas” por el promedio de su salario. Con una desocupación del 22,9% – la peor en 16 años –, en este país se pierden 9 mil empleos por día. Y ellos están entre los principales damnificados: hoy los mil euros apenas alcanzan para comer, y los clubes regionales están quebrados. “La suerte ahora está en Italia”, me cuenta Garrido al final de un entrenamiento.

El Chiqui coincide con esa teoría. Me lo cuenta mientras caminamos por la terminal de Nuevos Ministerios. Entonces relata su paso por la tercera división italiana y más atrás, sus tiempos en Ferrocarril Urquiza y la liga tucumana, antes de cruzar el Atlántico y sumarse a una ola masiva de pretendientes: según las últimas estadísticas del Observatorio de Jugadores de Fútbol Profesional, en 2008 el porcentaje de jugadores extranjeros profesionales en España suponía el 37,2%.

La historia del Chiqui en España, es reciente. Arrancó el 17 de diciembre en el Aeropuerto de Roma. La empleada de Air Europa lo miró a los ojos. El Chiqui le puso su mejor sonrisa, pero no fue suficiente. El exceso de equipaje lo tenía que pagar. Comenzó a transpirar, se puso nervioso. Miró para todos lados. En su billetera no tenía plata, apenas algunos euros en monedas. Dio un paso atrás y miró a un guardia. Dio otro paso más y le pidió un momento a la empleada de tránsito aéreo. Abrió el bolso y comenzó a sacar ropa arrugada. “¿Qué hago con esto?”, le preguntó al efectivo de seguridad que ya lo detenía con la vista. Apenas recibió una seña para que deje la pila de tela a un costado. Tiró ropa. Mucha. Lo suficiente para poder evitar los cinco kilogramos que tenía de más. Eso sí, se quedó con los paquetes de fideos de ayuda comunitaria de la Unión Europea que le había alcanzado un vecino. Hambre no iba a volver a pasar. Con nervios, embarcó rumbo a Madrid. La pelota tenía otra sorpresa para él.

Nuestra primera semana de entrenamiento nos demostró que estábamos a la par de los demás “colegas”. Pero lo que a nosotros nos costaba, a ellos – los futbolistas profesionales – les salía de manera natural. Viven para eso, pero no de eso. Después de entrenar, mientras Nico y yo hacíamos vida de turistas, Matías se presentaba en la compañía de venta de celulares; el Chiqui repartía curriculums ofreciendo su mano de obra; Edu entrenaba a las divisiones formativas del Vallecas y Henrique trataba de que la dueña de la habitación que alquila les dé un tiempo más para pagar la cuenta. Francisco hace de padre y amigo de todos ellos. Es el responsable. El que les puede abrir una puerta. Arma los videos con sus mejores jugadas, les saca fotos, llama a los clubes y organiza los entrenamientos.

Suena La Mona Gimenez: “Soy argentino como la nostalgia de estar lejos de casa, como la confianza de que todo pasa. Como la locura de seguir creyendo, como la aventura de seguir queriendo”, dice el cuartetero cordobés. Su voz es el despertador que sonó durante todas las mañanas europeas. Una invitación a no resignarse. En casa, una noche éramos tres, otra cuatro, otra cinco y luego dos. Así se vive un día en Madrid.

La segunda semana, el camino llevó al Amisport, un equipo del ascenso regional de Madrid. Fuimos hasta La Elipa, un barrio de trabajadores en las afueras de la capital española. Hubo un gol y una asistencia en el primer entrenamiento y la intención de ficharnos. Nico los deslumbró: querían que jugara el siguiente domingo, la misma fecha que tenía nuestro pasaje de vuelta. Al siguiente entrenamiento se sumó Henrique. Mientras tanto, la posibilidad de jugar en la reserva (segundo equipo) del Rayo Vallecano seguía abierta. Abdou ya estaba con ellos y les abría las puertas a todos, menos a los que no teníamos ese bendito pasaporte europeo. Ellos ya saben que si la oportunidad no llega, será como dice Don Julio: “Todo pasa”. Nosotros ya teníamos que volver. Se acababa la aventura.

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