Tomado de ESglobal
PURGATORIOS
PARA INOCENTES
Los centros de detención y deportación son el destino generalizado de los inmigrantes ilegales, pero hay otras soluciones.
Por Pablo Diez
Una de las flaquezas que se
le pueden achacar a este mundo es no haber encontrado una forma de mitigar las
causas que alimentan la inmigración ilegal. Otra es tratar a estas personas
como a delincuentes y encerrarlas en centros de internamiento hasta que son deportadas.
No es un hecho aislado, sino la práctica común de los grandes países
receptores. Personas que huyen de la pobreza o de la tortura, solicitantes de
asilo o víctimas del tráfico de seres humanos, son sistemáticamente encerrados
en centros en los que cumplen penas indefinidas y pueden ser
víctimas de abusos o sufrir condiciones indignas.
La historia se repite, con
matices, en el destino final o intermedio de todas las grandes rutas de la
inmigración ilegal. Estados Unidos llega a albergar hasta a 429.000 inmigrantes en 250 centros de internamiento,
a pesar de que en la inmensa mayoría de los casos no tendría que ser necesario
detenerlos como paso previo a la deportación. Aunque organizaciones como Amnistía Internacional insisten en que
encerrarlos de forma sistemática vulnera el derecho internacional, el aumento
de las detenciones ha llevado a que el 67% de los inmigrantes ilegales en EE UU
se encuentren internos en prisiones convencionales y el resto en centros
gestionados por las autoridades de inmigración y por operadores privados.
Además, las condiciones de los centros son deficientes: los inmigrantes son
mezclados con los reclusos comunes, el acceso a servicios médicos o de
asistencia psicológica es inadecuado y, en algunas ocasiones, son sometidos
a confinamiento solitario. Frente a esta
situación, la futura puesta en marcha de la reforma migratoria contiene
elementos prometedores, como potenciar las alternativas a la detención de los
inmigrantes mediante instrumentos como los dispositivos de seguimiento.
El debate en torno a estos
centros es especialmente intenso en Australia. En la actualidad, hay allí más
de 10.000 inmigrantes ilegales detenidos, sin que exista un tiempo máximo de cautividad permitido.
El centro de detención de inmigrantes más conocido del país, situado en
Christmas Island, en pleno Océano Índico, saltó al primer plano de la
actualidad en junio después de que una avalancha de demandantes de asilo
desbordara las capacidades del recinto. Operado por una empresa británica,
cuenta con un largo historial de incidentes como automutilaciones y huelgas de
hambre (en total, se registran al año unos 2.400 incidentes, sobre un total de
cerca de 4.200 detenidos).
Australia ha confiado la
detención de algunos inmigrantes que se dirigen a sus costas a otros países,
como Indonesia o Papúa Nueva Guinea. Ante el crescendo migratorio experimentado
a lo largo de este último año, sobre todo por la llegada masiva de solicitantes
de asilo de países como Irak, Afganistán o Sri Lanka, el Gobierno del laborista
Kevin Rudd, recientemente derrotado, cerró un acuerdo para internar a los
demandantes de asilo que se dirigen a Australia en el centro de detención de
Manus Island (Papúa Nueva Guinea), que ha sido escenario de violaciones de los
derechos humanos. Es cierto que son muchas las vidas perdidas en el mar por
intentar alcanzar las costas australianas y que, además, es un negocio del que
se lucran los traficantes de seres humanos, pero enviar a los indocumentados a
un país mísero en el que afrontan consecuencias inciertas es un método de
disuasión éticamente cuestionable.
El Mediterráneo también se
lleva cada año la vida de muchos inmigrantes. El último caso que ha creado
estupor es la muerte de cientos de personas frente a la isla italiana de
Lampedusa. En otras travesías menos trágicas y difundidas, el destino que les
espera a los emigrados sin papeles que arriban a Italia es ser encerrados en
centros de identificación y expulsión. Pero las críticas a los países
receptores o de tránsito del Mediterráneo se han centrado en especial en
Grecia, que en los últimos tres años ha sido condenada varias veces por el
Tribunal Europeo de Derechos Humanos por las malas condiciones en las que se
encuentran los inmigrantes detenidos y por su baja tasa de aceptación de
solicitudes de asilo. El malestar de los reclusos en Grecia explotó en agosto,
cuando en el centro de detención de Amygdaleza los internos se rebelaron
después de que a 1.200 de ellos se les informara de que su detención podría
durar hasta 18 meses.
España, otro de los grandes
puntos de entrada migratoria, cuenta con ocho centros de internamiento de
extranjeros (el año pasado se cerró uno en Málaga por sus pésimas condiciones).
Según la organización Pueblos Unidos, éstos no reúnen las
condiciones adecuadas, producen un fuerte impacto psicológico sobre los
internos y albergan a una inmensa mayoría de personas sin antecedentes penales;
en algunos casos, la negligencia y la falta de servicios médicos adecuados han
llevado a la muerte de internos. Ante todos estos problemas, los países del sur
de Europa alegan la imposibilidad de hacer frente a tanta presión migratoria,
escudándose en la privación de recursos a los que les somete la austeridad presupuestaria
y apelando a la solidaridad de la Unión Europea con la máxima de que la
inmigración es un “problema europeo”.
Por el momento, la petición
de ayuda de los países de la Europa meridional no se manifiesta en un esfuerzo
comunitario por mejorar los centros, sino más bien en reforzar la vigilancia.
Tras la tragedia de Lampedusa, la Comisión Europea propuso desplegar un equipo
de patrullas de rescate e interceptación de embarcaciones con inmigrantes
ilegales. También se contempla una intensificación de la cooperación con
Marruecos y otros destinos de tránsito clave para frenar a los inmigrantes
africanos en su trampolín a Europa. Se trata de medidas que deberían ser
complementarias y, en ningún caso, pueden ser un sustituto a la dignificación
de los centros de detención o al imprescindible cambio normativo que impida que
tantos inocentes se encuentren recluidos en ellos.
No todos los inmigrantes
africanos se dirigen hacia el Norte, sino que un número importante de ellos
avanza, en dirección contraria, hacia el gran polo de la inmigración
continental: Suráfrica. Allí llegan miles de emigrados de los vecinos Zimbawe y
Mozambique, pero también de Nigeria, República Democrática del Congo, Sudán o
Etiopía. La ruta es distinta, pero el destino inmediato tiene similitudes con
el que les esperaría en Europa: centros de detención y deportación como Lindela, en las afueras de Johannesburgo,
donde llega a haber hasta 54 internos en habitaciones diseñadas para 18 y donde
la corrupción permite que los que disponen de cien dólares puedan comprar su
libertad sobornando a policías y agentes de inmigración.
El debate sobre las
condiciones de detención de los inmigrantes pendientes de deportación a veces
ensombrece un hecho clave: encerrarlos sólo es admisible cuando no hay otra
forma de asegurar que cumplirán con las órdenes de expulsión, o cuando supongan
una amenaza real para la comunidad. En los demás casos, opciones menos
restrictivas que el encarcelamiento tradicional, como los dispositivos de
seguimiento, deberían ser la norma. Pero aun cuando el uso de alternativas a la
detención podría ahorrar sufrimientos adicionales a los inmigrantes, el
problema es más profundo. A la larga, sólo una normativa más abierta a aceptar
a estas personas en los territorios en los que recalan puede poner freno a su
criminalización y a la privación inmerecida de su libertad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario