Tomado de
Foreign Policy Español
¿De verdad los políticos son menos sinceros que las demás
personas?
Por Dan Arely
¿Existe alguna profesión que despierte tanta antipatía
y desconfianza como la de político? Según los últimos sondeos de Gallup, solo
el 7% de los encuestados en Estados Unidos ponen una nota “alta” o “muy alta” a
los cargos electos en cuestión de sinceridad y criterios éticos. Más o menos el
mismo resultado que un sector que siempre ha sido un parangón de falsedad, el
de los vendedores de coches, y un escalón por debajo de los vendedores por
teléfono. ¿Y los individuos que se inventaron los seguros de impago de deuda y
convirtieron nuestros préstamos hipotecarios en títulos avalados por esas
hipotecas (ya saben, los amables banqueros de Lehman Brothers y otros)? Tienen
una puntuación casi cuatro veces mejor en materia de confianza.
Reconozcamos que no es que los políticos no se hayan
ganado a pulso esa reputación, desde Richard Nixon (“No soy un criminal”),
pasando por George H.W. Bush (“Fíjense en lo que digo: no subiré los
impuestos”), hasta Bill Clinton (“No mantuve relaciones sexuales con esa
mujer”). No es de extrañar, pues, que, en un año electoral en el que los dos
candidatos que optan a la Casa Blanca son hombres bastante limpios, aun así,
corran rumores de cuentas bancarias ocultas en paraísos fiscales y certificados
de nacimiento falsos. Y en una campaña multimillonaria en la que ambas partes
derrochan en anuncios que acusan al adversario de ser deshonesto y mentir, no
puede asombrar que tengamos tendencia a pensar que los políticos electos son
inventores profesionales.
Sin embargo, en una serie de estudios que llevamos a
cabo mis colegas y yo, descubrimos que la gente de Wall Street tenía más del
doble de probabilidades de mentir que la de Capitol Hill (la sede del Congreso
estadounidense). Pero, incluso después de la crisis financiera, se les
consiente. ¿Por qué? ¿Estamos acusando a quienes no debemos?
Seamos sinceros. Todos mentimos. Adornamos nuestros
logros para impresionar a otros y suavizamos nuestros insultos para no
ofenderles. Decimos a nuestras maridos y mujeres que han adelgazado, decimos
“lo siento” cuando no lo sentimos, y aseguramos que reciclamos sin cesar. Y
también mentimos a desconocidos, a menudo sin darnos cuenta. El psicólogo de la
Universidad de Massachusetts Richard Feldman descubrió que dos desconocidos que
se veían por primera vez tenían muchas más posibilidades de las que pensaban de
mentirse uno a otro. Después de observar los vídeos de sus conversaciones con
extraños, el 60% de los participantes en el estudio reconocieron que habían
contado dos o tres mentiras en los 10 primeros minutos. Imaginemos que hace un
político profesional en campaña, cuando puede saludar a miles de desconocidos
cada día.
En los experimentos que he realizado desde hace varios
años, en general me he encontrado con que muy pocas personas aprovechan del
todo la capacidad de mentir; lo que más hacemos es retocar la verdad. No somos
horribles ni inmorales, pero casi todos queremos salir ganando con el engaño.
Estamos programados para ser competitivos, y, en experimentos que crean unas
condiciones en las que se supone que los demás van a adornar los hechos, la
gente miente más.
La culpa es sobre todo de la racionalización. Las
fuerzas que contribuyen a racionalizar la mentira (con argumentos como que
nuestros colegas lo hacen, que las personas a las que estamos engañando son
corruptas, que lo estamos haciendo por una buena causa) elevan el grado de
deshonestidad que somos capaces de asumir. Pero las fuerzas que dificultan esa
racionalización (el recordatorio de nuestras obligaciones morales, ser
conscientes de las consecuencias de nuestros actos, etcétera) tienen el efecto
contrario y disminuyen nuestra capacidad de mentir. Es curioso que el miedo a
que nos descubran casi no interviene.
En otras palabras, mucha gente miente, por lo menos un
poco. ¿Por qué creemos que nuestros políticos van a ser diferentes?
Los políticos, por definición, ocupan posiciones de
poder. Les eligen para representar a grandes grupos de personas y tomar
decisiones importantes que afectan a todos esos electores. Lo malo del poder es
que sus efectos negativos se notan de inmediato. Cuando se coloca a alguien en
una posición de poder, enseguida se hace con el puesto y, de forma intencionada
o no, empieza a abusar de él. En un estudio de 2010 que examinaba la hipocresía
moral de los poderosos, unos investigadores de las universidades Tilburg y Northwestern
descubrieron que, cuando se coloca a una persona en una posición de poder, o
solo con que se le convenza de que tiene poder, miente más y considera que sus
transgresiones no son tan malas, mientras que, al mismo tiempo, tiende a exigir
a sus subordinados un comportamiento más estricto.
Otro efecto secundario de ser político deriva del
hecho de que los políticos toman decisiones que influyen en el bienestar de
otros y, como consecuencia, tienen más tendencia a contar medias verdades o
incluso mentiras porque piensan que, a la hora de la verdad, eso va a
beneficiar a los demás. He estudiado este tipo de engaño altruista y he
descubierto que, aunque la gente miente un poco para ayudarse a sí misma,
miente más cuando el beneficiado es otro. De hecho, a medida que aumenta el
número de beneficiarios, aumenta el nivel del engaño. Además, los participantes
en el estudio se sentían menos culpables cuando mentían por el bien de otros
que cuando lo hacían solo por su propio bien.
Los políticos son animales sociales y mentir es una
enfermedad social. Cuando un político novato mira alrededor y ve que sus
colegas no se comportan de forma honesta, decide que esa es la conducta
aceptable y sigue su ejemplo. También contribuye la afiliación a los partidos.
En un estudio que llevamos a cabo en la Carnegie Mellon University, incluimos a
un participante falso que fingía ser, unas veces, un condiscípulo (con una
sudadera de Carnegie Mellon), y otras, un alumno de una universidad rival (con
una sudadera de la Universidad de Pittsburgh). Pedimos al infiltrado que dejara
claro que estaba haciendo trampas. Cuando el estudiante llevaba la sudadera de
Carnegie Mellon, estaba indicando a sus colegas que no había nada de malo en
hacer trampas, y ellos empezaban a hacer más trampas también. Cuando llevaba la
sudadera de Pittsburgh, su falta de honradez hacía que las trampas parecieran
menos aceptables, por lo que disminuían. Lo mismo ocurre con los políticos:
cuando un senador ve a miembros de su propio partido mintiendo o manipulando la
verdad, eso se convierte en criterio moral.
Con todos estos factores combinados, ¿extraña que los
políticos sean los personajes que inspiran más desconfianza? Pero la pregunta
sigue ahí: ¿Los políticos mienten en sus vidas profesionales más que las demás
personas? Si tenemos en cuenta su posición de poder, la fácil excusa de que sus
mentirijillas tienen un propósito altruista y la falta de sinceridad que tanto
abunda en los pasillos de la política, me da la impresión de que la respuesta
es un sonoro “sí”.
Pero hay un matiz que me siento obligado a reconocer.
En ese estudio que mostraba que los profesionales de Wall Street engañaban el
doble que los de Capitol Hill, hicimos el experimento en los bares de Nueva
York frecuentados por banqueros y otros equivalentes en Washington. Y
cualquiera que haya ido a media tarde a un bar de Capitol Hill sabe que estos
sitios están llenos de ayudantes de congresistas, gente joven, ingenua y
animosa. Es probable que, en su mayoría, no lleven todavía en su puesto el tiempo
suficiente para haber aprendido a mentir. Así que tal vez no es que los
banqueros sean mucho peores, a la hora de la verdad.
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