sábado, 25 de agosto de 2012

Vivimos en un mundo de mentirosos: políticos encabezan listado superados por Banqueros


Tomado de Foreign Policy Español

¿De verdad los políticos son menos sinceros que las demás personas?
Por Dan Arely
¿Existe alguna profesión que despierte tanta antipatía y desconfianza como la de político? Según los últimos sondeos de Gallup, solo el 7% de los encuestados en Estados Unidos ponen una nota “alta” o “muy alta” a los cargos electos en cuestión de sinceridad y criterios éticos. Más o menos el mismo resultado que un sector que siempre ha sido un parangón de falsedad, el de los vendedores de coches, y un escalón por debajo de los vendedores por teléfono. ¿Y los individuos que se inventaron los seguros de impago de deuda y convirtieron nuestros préstamos hipotecarios en títulos avalados por esas hipotecas (ya saben, los amables banqueros de Lehman Brothers y otros)? Tienen una puntuación casi cuatro veces mejor en materia de confianza.
Reconozcamos que no es que los políticos no se hayan ganado a pulso esa reputación, desde Richard Nixon (“No soy un criminal”), pasando por George H.W. Bush (“Fíjense en lo que digo: no subiré los impuestos”), hasta Bill Clinton (“No mantuve relaciones sexuales con esa mujer”). No es de extrañar, pues, que, en un año electoral en el que los dos candidatos que optan a la Casa Blanca son hombres bastante limpios, aun así, corran rumores de cuentas bancarias ocultas en paraísos fiscales y certificados de nacimiento falsos. Y en una campaña multimillonaria en la que ambas partes derrochan en anuncios que acusan al adversario de ser deshonesto y mentir, no puede asombrar que tengamos tendencia a pensar que los políticos electos son inventores profesionales.
Sin embargo, en una serie de estudios que llevamos a cabo mis colegas y yo, descubrimos que la gente de Wall Street tenía más del doble de probabilidades de mentir que la de Capitol Hill (la sede del Congreso estadounidense). Pero, incluso después de la crisis financiera, se les consiente. ¿Por qué? ¿Estamos acusando a quienes no debemos?
Seamos sinceros. Todos mentimos. Adornamos nuestros logros para impresionar a otros y suavizamos nuestros insultos para no ofenderles. Decimos a nuestras maridos y mujeres que han adelgazado, decimos “lo siento” cuando no lo sentimos, y aseguramos que reciclamos sin cesar. Y también mentimos a desconocidos, a menudo sin darnos cuenta. El psicólogo de la Universidad de Massachusetts Richard Feldman descubrió que dos desconocidos que se veían por primera vez tenían muchas más posibilidades de las que pensaban de mentirse uno a otro. Después de observar los vídeos de sus conversaciones con extraños, el 60% de los participantes en el estudio reconocieron que habían contado dos o tres mentiras en los 10 primeros minutos. Imaginemos que hace un político profesional en campaña, cuando puede saludar a miles de desconocidos cada día.
En los experimentos que he realizado desde hace varios años, en general me he encontrado con que muy pocas personas aprovechan del todo la capacidad de mentir; lo que más hacemos es retocar la verdad. No somos horribles ni inmorales, pero casi todos queremos salir ganando con el engaño. Estamos programados para ser competitivos, y, en experimentos que crean unas condiciones en las que se supone que los demás van a adornar los hechos, la gente miente más.
La culpa es sobre todo de la racionalización. Las fuerzas que contribuyen a racionalizar la mentira (con argumentos como que nuestros colegas lo hacen, que las personas a las que estamos engañando son corruptas, que lo estamos haciendo por una buena causa) elevan el grado de deshonestidad que somos capaces de asumir. Pero las fuerzas que dificultan esa racionalización (el recordatorio de nuestras obligaciones morales, ser conscientes de las consecuencias de nuestros actos, etcétera) tienen el efecto contrario y disminuyen nuestra capacidad de mentir. Es curioso que el miedo a que nos descubran casi no interviene.
En otras palabras, mucha gente miente, por lo menos un poco. ¿Por qué creemos que nuestros políticos van a ser diferentes?
Los políticos, por definición, ocupan posiciones de poder. Les eligen para representar a grandes grupos de personas y tomar decisiones importantes que afectan a todos esos electores. Lo malo del poder es que sus efectos negativos se notan de inmediato. Cuando se coloca a alguien en una posición de poder, enseguida se hace con el puesto y, de forma intencionada o no, empieza a abusar de él. En un estudio de 2010 que examinaba la hipocresía moral de los poderosos, unos investigadores de las universidades Tilburg y Northwestern descubrieron que, cuando se coloca a una persona en una posición de poder, o solo con que se le convenza de que tiene poder, miente más y considera que sus transgresiones no son tan malas, mientras que, al mismo tiempo, tiende a exigir a sus subordinados un comportamiento más estricto.
Otro efecto secundario de ser político deriva del hecho de que los políticos toman decisiones que influyen en el bienestar de otros y, como consecuencia, tienen más tendencia a contar medias verdades o incluso mentiras porque piensan que, a la hora de la verdad, eso va a beneficiar a los demás. He estudiado este tipo de engaño altruista y he descubierto que, aunque la gente miente un poco para ayudarse a sí misma, miente más cuando el beneficiado es otro. De hecho, a medida que aumenta el número de beneficiarios, aumenta el nivel del engaño. Además, los participantes en el estudio se sentían menos culpables cuando mentían por el bien de otros que cuando lo hacían solo por su propio bien.
Los políticos son animales sociales y mentir es una enfermedad social. Cuando un político novato mira alrededor y ve que sus colegas no se comportan de forma honesta, decide que esa es la conducta aceptable y sigue su ejemplo. También contribuye la afiliación a los partidos. En un estudio que llevamos a cabo en la Carnegie Mellon University, incluimos a un participante falso que fingía ser, unas veces, un condiscípulo (con una sudadera de Carnegie Mellon), y otras, un alumno de una universidad rival (con una sudadera de la Universidad de Pittsburgh). Pedimos al infiltrado que dejara claro que estaba haciendo trampas. Cuando el estudiante llevaba la sudadera de Carnegie Mellon, estaba indicando a sus colegas que no había nada de malo en hacer trampas, y ellos empezaban a hacer más trampas también. Cuando llevaba la sudadera de Pittsburgh, su falta de honradez hacía que las trampas parecieran menos aceptables, por lo que disminuían. Lo mismo ocurre con los políticos: cuando un senador ve a miembros de su propio partido mintiendo o manipulando la verdad, eso se convierte en criterio moral.
Con todos estos factores combinados, ¿extraña que los políticos sean los personajes que inspiran más desconfianza? Pero la pregunta sigue ahí: ¿Los políticos mienten en sus vidas profesionales más que las demás personas? Si tenemos en cuenta su posición de poder, la fácil excusa de que sus mentirijillas tienen un propósito altruista y la falta de sinceridad que tanto abunda en los pasillos de la política, me da la impresión de que la respuesta es un sonoro “sí”.
Pero hay un matiz que me siento obligado a reconocer. En ese estudio que mostraba que los profesionales de Wall Street engañaban el doble que los de Capitol Hill, hicimos el experimento en los bares de Nueva York frecuentados por banqueros y otros equivalentes en Washington. Y cualquiera que haya ido a media tarde a un bar de Capitol Hill sabe que estos sitios están llenos de ayudantes de congresistas, gente joven, ingenua y animosa. Es probable que, en su mayoría, no lleven todavía en su puesto el tiempo suficiente para haber aprendido a mentir. Así que tal vez no es que los banqueros sean mucho peores, a la hora de la verdad.

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