Tomado de Diario El Mundo
Apuntes para una historia de las fiestas agostinas
Por CarlosCañas Dinarte
efemeridessv@gmail.com
Las fechas más importantes para la ciudadanía capitalina han llegado, vociferadas por las calles y avenidas de San Salvador por la carroza del Correo, el Chichimeco y los viejos de agosto. Estas páginas constituyen un esbozo de un recuento histórico de esos festejos, dedicados al “Colocho”
Durante el siglo
XVI, las celebraciones católicas de la ciudad colonial de San Salvador fueron
mezcladas con la ceremonia de exhibición del Pendón Real, estandarte
representativo del imperio ibérico que cada 5 y 6 de agosto era sacado de las
instalaciones del cabildo (ayuntamiento o alcaldía) y paseado por las calles
polvorientas, con gran pompa y lucido acompañamiento de caballería, con el
propósito de que los hombres y mujeres de aquel poblado renovaran sus votos de
fidelidad al supremo monarca de España y las tierras de ultramar.
Detrás de los
portadores y acompañantes principales del Pendón Real desfilaban los residentes
indianos del barrio de Mejicanos, descendientes de los indígenas tlaxcaltecas
que salieron de México y participaron en la conquista de Centro América y otras
regiones del mundo hispanoamericano. Ellos portaban la espada de Pedro de
Alvarado, legada por el conquistador extremeño a esas huestes para rendirles
agradecimiento por su apoyo prestado en las cruentas batallas contra los
aborígenes guatemaltecos y cuzcatlecos. Desde entonces, los pueblos originarios
formaban parte de las celebraciones agostinas.
De esa manera, los
festejos dedicados a España y al Salvador del Mundo abarcaban los días quinto y
sexto de cada octavo mes del año y revelaban la unión existente entre los
poderes terrenales y celestiales que regían a esta porción del Nuevo Mundo.
Desde luego, aquella era una visión política interesada e impuesta por la
monarquía y el papado. Las actividades de júbilo y alegría popular y
gubernamental estaban centradas en la víspera, la misa solemne era desarrollada
el día 6, entre los muros de calicanto de la Iglesia Parroquial, construida al
oriente de la Plaza de Armas (hoy plaza Libertad) del tercer asentamiento de la
urbe sansalvadoreña.
Desde el altar
mayor de ese templo parroquial -construido entre 1546 y 1551, gracias a los
trabajos de Francisco Castellón, colono citadino y mayordomo del templo- una
pesada escultura del Salvador del Mundo, donada por Su Majestad Imperial Carlos
V de Alemania y I de España, contemplaba el paso del tiempo entre aquellas
personas y calles, sin esperanza alguna de que sus más de dos toneladas fueran
alzadas en hombros y sacadas a recorrer las calles de aquella creciente urbe
española en tierra salvadoreña.
Surgimiento del
“Colocho”
Dos siglos y medio
más tarde, las costumbres de muchos habitantes de San Salvador alarmaban a los
clérigos, porque eran demasiado relajadas y disolutas, al grado tal que el
lugar fue señalado por muchas personas como la Sodoma y Gomorra del Reino de
Guatemala. Por tal motivo, fue bien visto el “castigo divino” que se manifestó
el 30 de mayo de 1776, cuando la capital de la provincia de San Salvador fue
arruinada por un violento terremoto, originado por la fosa de subducción y
calculado, en fechas recientes, en 7.5 grados en la escala sismológica de
Richter. Dicho evento terráqueo también destrozó al templo de Dolores Izalco y
causó más daños en la Alcaldía Mayor de Sonsonate y en otros puntos del Reino.
Ante los vaivenes
de la tierra, el temor y el horror se apoderaron de los hombres y mujeres de
San Salvador, por lo que a partir de ese momento abarrotaron las iglesias y
ermitas en busca del perdón de los cielos. Esa oportunidad no fue desaprovechada
por el virtuoso párroco Isidro Sicilia, quien encargó el esculpido y pintado de
una imagen portátil del Salvador del Mundo al más notable y hábil escultor,
grabador, pintor y dorador de imágenes de toda la región. Se llamaba Silvestre
Antonio García y era devoto de San Francisco de Asís, por lo que vestía el
hábito de su orden con el grado de terciario, es decir, como un lego cuya
fortuna estaba en función de los pobres y las causas nobles.
García era heredero
y propietario de la inmensa hacienda San Antonio Los Amates, ubicada al
poniente de San Salvador, la que siglos más tarde fue escindida en las fincas
El Espino y San Benito. Estaba casado con la mexicana Benita Évora, con quien
había procreado a sus dos hijos Vicente y Basilio, este último padre de Salvador
García, quien a su vez fue progenitor del médico y exalcalde capitalino Ramón
García González y de su hermana María, quien fuera madre de la folclorista
María Mendoza García de Baratta.
Con el tallado y
pintado de la madera de un naranjo seco que había en su propiedad, Silvestre
García cumplió aquel encargo sacerdotal y, para el 5 y 6 de agosto de 1777, una
nueva y portátil imagen del Salvador del Mundo fue colocada en el altar mayor
de la Iglesia Parroquial de la capital provincial. Así surgió el “Colocho”,
como denominó el pueblo a esa escultura religiosa, una denominación congruente
con las asignadas en otros puntos de la España metropolitana y americana para
otras efigies de culto. Así iniciaba la tradición de la festividad agostina.
Como tributo
complementario, García se hizo cargo de organizar y pagar las celebraciones
agostinas de los años siguientes, lo cual cumplió hasta el día de su muerte en
1808, no sin antes haber entregado una fuerte suma de dinero al párroco
capitalino, presbítero y doctor José Matías Delgado y de León. Esa suma la
destinaba para que se le cancelara su paga a obreros y se finalizara la compra
de materiales pendientes de la reconstrucción del principal templo de la
capital de la Intendencia de San Salvador.
En homenaje civil
por su entrega hacia las festividades anuales dedicadas al Salvador del Mundo,
el señor J. Antonio Andrade, vecino de Soyapango, solicitó el 27 de junio de
1986 que la Segunda Calle Oriente de la ciudad capital fuera bautizada con el
nombre del maestro Silvestre Antonio García. Su petición quedó sin respuesta, a
la espera de un concejo local que se interese por rescatar la memoria de los
personajes históricos de San Salvador.
En manos municipales
A partir del mismo año de la muerte del maestro Silvestre
García, la municipalidad de San Salvador asumió la organización y conducción de
los festejos agostinos. Para ello, cada mes de mayo nombraba un comité de 16
personas, entre hombres y mujeres, quienes asumían sus cargos como mayordomos o
capitanes de barrio y se encargaban de recolectar fondos de manera ingeniosa,
suma que era utilizada luego para los materiales con los que cada fracción
poblacional de San Salvador honraba a su santo patrono en un día determinado de
la semana de celebraciones.
En 1809, la primera capitana nombrada fue la señora Dominga
Mayorga, quien organizó una alegre alborada, una fastuosa entrada a la Plaza
Mayor y una carroza con forma de barco cargado con flores, las que fueron repartidas
entre el público al cerrar su recorrido frente a la Iglesia Parroquial (hoy
templo del Rosario, al oriente de la plaza Libertad).
Al año siguiente, la celebración agostina principal fue la
representación del Monte Tabor en el atrio de la Iglesia Parroquial, donde el
Cristo tallado por Silvestre García fue, una vez más, el centro de atención y
atracción.
Para 1811, un año convulso por los ánimos independentistas
reinantes, fue construido un carro modesto, de madera, tirado por bueyes y
adornado con papeles de colores y muchas flores, entre las que se colocó al
“Colocho” y se le llevó a recorrer las calles, por entre el júbilo de la
población. Al final del recorrido, frente a la Iglesia Parroquial y la Plaza de
Armas, se produjo por primera vez la “Bajada” o cambio de ropas para el Cristo
transfigurado. Así se dio origen a un ritual que perduró hasta 1999, cuando el
momento de la “Bajada” fue trasladado a la fachada de la nueva Catedral
Metropolitana, al norte de la plaza Barrios.
¡Fiestas agostinas o diciembrinas?
Las celebraciones civiles y religiosas dedicadas al Salvador
del Mundo superaron los convulsos tiempos de la Independencia, la anexión
forzosa a México y las guerras federales. Pese al abandono de la ceremonia del
Pendón Real, al fragor de las batallas o a la virulencia de las pestes de
viruela o de cólera morbus, pocas veces fueron suspendidas en todo su esplendor
y reducidas únicamente a la celebración de la misa solemne del 6 de agosto.
Para esos momentos, dicha festividad anual, como bien lo
reveló un diario gubernamental de la primera mitad del siglo XIX, “es única en
su género: es religiosa, es cívica, es nacional y local a un mismo tiempo;
pertenece a todas las clases y a todas las jerarquías: al sansalvadoreño y al
vecino de San Miguel o de otra ciudad, al rico y al pobre, al comerciante y al
hacendado, al militar y al paisano, al gremio de hombres de letras y al rudo
jornalero [...] Marchan todos confundidos en amistosa fraternidad y sin
más distinción ni procedencia que aquella que rigurosamente exigen la etiqueta,
la urbanidad y el respeto debido a las personas constituidas en dignidad”.
Con gran algarabía y júbilo, desde 1843 y hasta ya entrado
el siglo XX, el trabajo de arreglar y decorar el carro para la procesión del
Salvador del Mundo le fue confiado a los hombres y mujeres del barrio
capitalino de El Calvario.
Pero un decreto ejecutivo del 25 de octubre de 1861, firmado
por el general Gerardo Barrios, le dio un súbito giro a los principales
festejos de la capital. Por medio de ese texto legal, el mandatario transfirió
las fiestas agostinas para el 25 de diciembre, día de la Natividad, con el
propósito de que esa ocasión fuera no solo el festejo titular de la ciudad de
San Salvador, sino que fuera el último espacio comercial y agropecuario del
país y el primero del año siguiente. Esa disposición gubernamental, de clara
intervención del Estado en los asuntos de la Iglesia –un gesto muy propio de
aquel mandatario-, solo tuvo vigencia hasta el 12 de abril de 1864, cuando el
Dr. Francisco Dueñas emitió otro decreto que devolvió las fiestas agostinas a
sus fechas tradicionales.
Dotados aún de fervor religioso, los festejos agostinos
anuales fueron adquiriendo un gradual tono mundano y comercial, debido a que
las personas se preocupaban por estrenar ropas nuevas y los comerciantes se
motivaban a “hacer su agosto” (frase española vinculada con el verano),
mediante jugosas ventas, que podían incluir descuentos o precios más voraces
que en temporadas normales. Esa oportunidad, lograda en pocos días de trabajo
arduo, también causó que muchos empleados gubernamentales abandonaran sus
puestos de trabajo y se lanzaran a labores comerciales de ocasión, lo cual les
fue prohibido por el general Francisco Menéndez mediante un decreto ejecutivo,
redactado y firmado el 9 de agosto de 1887.
¿Festejos solo para San Salvador?
Un decreto ejecutivo del 24 de junio de 1905 elevó las
fiestas patronales de San Salvador a la categoría de feria nacional, lo cual
permitió que, entre el 1 y el 6 de agosto, se diera una mayor solemnidad y
capacidad comercial en la capital salvadoreña.
Dieciséis años más tarde, las fiestas titulares de la ciudad
capital revistieron un carácter especial, debido a la cercanía de las fechas
conmemorativas del primer centenario de la independencia centroamericana.
Durante la misa pontifical del 6 de agosto de 1921, fue interpretado en la nave
central de la segunda Catedral Metropolitana (1888-1951) un “Himno al
Salvador del Mundo”, cuya letra y música fueron escritas, respectivamente,
por el poeta ciego Belisario Calderón y por el filarmónico Pedro J. Guillén.
Dedicada al arzobispo capitalino, monseñor Adolfo Pérez y Aguilar, la letra fue
reproducida en la portada del Diario del Salvador, San Salvador,
año XXXIV, no. 7965, sábado 3 de septiembre de 1921:
¡Salve! Salvador del Mundo,
Patrono de El Salvador,
de quien eres protector,
dándole tu amor profundo.
En la conmemoración
del Tabor de excelsa historia,
tu pueblo exalta la gloria
de tu Transfiguración.
Hincados ante tu trono,
viendo tu faz soberana,
tus hijos cantan ¡Hosanna!
a su Divino Patrono.
¡Salve! Salvador del Mundo,
Patrono de El Salvador,
de quien eres protector,
dándole tu amor profundo.
Dos años más tarde, un acuerdo ejecutivo del 23 de junio de
1923 declaraba que las fiestas titulares de San Salvador debían ser
consideradas, en el futuro, como Feria Nacional de El Salvador, pues estaban
dedicadas al patrono católico religioso del país, efigie símbolo que ha
merecido un monumento en la Plaza de las Américas –inaugurado en diciembre de
1942 y dañado por el terremoto del 10 de octubre de 1986-, emisiones de sellos
y tarjetas postales, recuerdos religiosos, imágenes transportadas en la ruta de
los migrantes hacia Estados Unidos y hasta un espacio azul en las anteriores
placas de los automóviles.
Los personajes agostinos
Para esa segunda década del siglo XX y las posteriores, las
fiestas agostinas revestían ya una combinación de elementos religiosos,
comerciales y mundanos, envueltos en las alboradas, mascaradas, carrozas de
flores y bellas mengalas (señoritas, término que entró en desuso en los años
30), juegos florales, trajes de gala (crinolinas o miriñaques y, después,
confeccionados en estilo “flapper” estadounidense); valses, mazurcas, polcas,
foxtrots, charlestones, tangos, swings y demás danzas que eran ejecutadas en
los salones de la Sociedad de Empleados de Comercio, La Concordia, Sociedad de
Obreros Confederada, Casino Salvadoreño y El Salvador Country Club.
Los enmascarados conocidos como los “viejos de agosto”
anunciaban la apertura de la semana de fiestas mediante el tradicional Correo,
en sustitución de la alegoría de Mercurio, el alado mensajero de los dioses
griegos, que fue el anunciador de las festividades durante buena parte del
siglo XIX.
Los catalanes Félix Olivella -padre, hijo y nieto, dueños de
un céntrico almacén, “El Chichimeco”- brindaban alegría a los chiquillos y
adultos capitalinos, al financiar anualmente a las personas que encarnaban a El
Chichimeco. El nombre era el del gentilicio de un indígena mexicano de la zona
chichimeca, pero el personaje que salía a recorrer las calles de San Salvador
distaba mucho de un nativo americano. Era un personaje cuyo atuendo constaba de
ropa brillante, verde y roja, zapatos puntiagudos, alto cucurucho carmesí y
espada de palo pintada en color plateado. Actuaba únicamente durante el día del
barrio San Esteban y era una copia en grande de una figura que se encontraba en
uno de los escaparates de esa casa comercial. Su salida se constituía en una
verdadera fiesta popular, pues se hacía querer de la chiquillería con sus
saltos, muecas, gritos y carreras. ¡Y no usaba zancos!
Los barrios capitalinos se esforzaban por hacer mejores
carrozas y exhibir sus mejores galas para el día de su “entrada” desde su
barrio hasta la plaza de Armas, parque Dueñas o plaza Libertad. En sus carrozas
exhibían a las bellezas femeninas del barrio, a quienes vestían de galas y las
colocaban entre flores y artísticos diseños.Para sfragar todos esos gastos, los
barrios destinaban meses enteros a recolectar fondos de particulares y
negocios, con el fin de contratar a carroceros, peinadores y músicos
profesionales, cuyos bien pagados servicios, en competencia con los contratados
por los otros barrios, extraían aplausos y exclamaciones de admiración entre las
personas asistentes a cada uno de los desfiles de entrada.
Uno de los más célebres creadores de carrozas fue el pintor
Carlos Alberto Imery, quien asumió dicha labor tras su retorno de sus estudios
en Europa, al encontrarse sin empleo, con necesidades económicas y sin mayores
posibilidades de vivir de lo que le generaba el arte pictórico. Las carrozas de
Imery y de otros carroceros de renombre desplegaban creatividad e innovación, a
la vez que hacían alusión a motivos religiosos, mitológicos, políticos o a los
más avanzados desarrollos de la ciencia y de la técnica, por lo que no
resultaba extraño ver carrozas con imágenes de aviones y locomotoras.
El público asistente a las festividades era el que
contrataba al portador ambulante del fonógrafo para que amenizara bailes de
casa en casa –cuyos balcones, patios y árboles estaban adornados con faroles de
“papel de China”-, repartía refrescos, pupusas, shuco-atole o cartuchos
repletos de dulces típicos o confitería importada. Todo consistía en entregarse
a la diversión plena, después de asistir a la procesión y a la misa en la tarde
del 5 de agosto, tras lo que quizá pudiera hallarse un espacio para ver una
función cinematográfica en los teatros capitalinos, como el Principal, Colón,
Nacional, Coliseo, Variedades y Moderno.
Para fines del siglo XX y la centuria que transcurre, los
festejos agostinos ya tienen un largo trecho histórico y hasta se han
transnacionalizado, pues las comunidades de salvadoreños residentes en el
extranjero realizan sus propias celebraciones. Las fiestas agostinas han
sobrevivido a pestes, guerras, luchas nacionales e internacionales, a la
secularización progresiva de la sociedad… pero se ven amenazadas con severidad
por el bayunquismo, la falta de gusto estético, la ramplonería y el oportunismo.
En estos siglos transcurridos, es evidente que la sociedad devota del Salvador
del Mundo ha cambiado, en consonancia con los cambios mismos de El Salvador en
su conjunto. ¿Desaparecerá algún día esa tradición heredada o se buscará
mantenerla, protegerla y proyectarla hacia el futuro como herencia cultural
intangible de nuestro pasado colonial?
Interezante aporte, felicidades... Para entender nuestro futuro es preciso conocer nuestro pasado...
ResponderEliminarAnibal Montoya desde San Miguel...
gran recopilación muy buen trabajo. gracias!
ResponderEliminarExcelente recopilación. Datos históricos interesantes de conocer para entender el origen y la historia de las fiestas patronales de San Salvador. Gracias por tan buena información histórica.
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