Tomado de esglobal
Por Javier morales
La cancelación por Obama de
la cumbre con Putin es el resultado de las tensiones de los últimos meses.
No deja de ser irónico que
el anuncio de que no se celebrará la cumbre entre Vladímir Putin y Barack Obama
prevista para septiembre haya coincidido con el 50º aniversario del
famoso teléfono rojo, la línea directa entre los líderes de
Washington y Moscú. En 1963, tras la crisis de los misiles, EE UU y
la URSS acordaron establecer este sistema de comunicación para tratar de
prevenir una nueva escalada de las tensiones, que podría tener trágicas
consecuencias en forma de guerra nuclear. Hoy, sin embargo -superada ya la
Guerra Fría y en plena era de la información instantánea-, parece que continúan
surgiendo desacuerdos bilaterales que no se solucionan con el mero diálogo.
Es improbable que el caso
de Edward Snowden, el empleado de la inteligencia estadounidense a quien Rusia acaba
de conceder asilo, haya sido la única causa de la decisión de Obama; quien, por
cierto, anunció en un primer momento que la reunión se celebraría de todas
formas, para después retractarse. Pese a la retórica, Washington es consciente
de que sus argumentos para reclamar la extradición son débiles, en ausencia de
un tratado bilateral que lo regule. Snowden aparece ante gran parte de la
opinión pública europea -también, por supuesto, la rusa- como un whistleblower al
estilo de Julian Assange o Bradley Manning, perseguido por su gobierno tras
haber revelado un escandaloso programa de espionaje. Si los hechos se hubieran
producido a la inversa, tampoco resulta difícil imaginar a un agente ruso
refugiado en un país occidental: ya ocurrió, por ejemplo, con el trágicamente
asesinado Alexander Litvinenko, protegido por el Reino Unido tras huir de su
país.
Más que una represalia
contra Moscú por acoger al fugitivo, el aplazamiento sine die de
esta cumbre es el último episodio en una larga serie de desencuentros, que se
remontan al menos a la decisión de Putin de regresar a la presidencia el pasado
año. Ante una población cada vez más crítica con la situación económica y el
mal endémico de la corrupción, el Kremlin ha preferido recurrir al viejo
argumento de la amenaza exterior para distraer la atención de
sus ciudadanos y movilizarlos en torno al sentimiento nacionalista, que Putin
ha sabido utilizar con gran eficacia. Así, decisiones como el apoyo al régimen
de Bashar al Assad en Siria -principal punto de fricción con EE UU en los
últimos meses- tienen una clara orientación interna: transmitir el mensaje de
que el putinismo es la única garantía de una Rusia fuerte y
respetada en el mundo, capaz de adoptar posiciones independientes de Occidente.
En Washington, indudablemente,
la política interna ha sido también un factor clave para la decisión de la Casa
Blanca: el propio diario New York Times recomendaba, en su
editorial del 6 de agosto, cancelar la cumbre ante las “provocaciones” rusas.
Pese a que la Administración Obama cosechó inicialmente importantes éxitos con
su política de reset de las relaciones con Moscú, superando el
bloqueo de las mismas como consecuencia de la guerra de Georgia, y llegando a
alcanzar acuerdos como el nuevo Tratado START de desarme nuclear, esto no ha
sido suficiente para aconsejar su continuidad. La oposición republicana, por su
parte, no ha cesado de acusar al presidente estadounidense de debilidad
ante un régimen que difícilmente puede calificarse de democrático, que
obstaculiza continuamente las políticas de EE UU, y al que continúan
percibiendo ante todo como un rival por el poder mundial. Aunque gran parte del
problema fueran las, tal vez, exageradas expectativas depositadas en el nuevo
clima diplomático con Rusia, no es de extrañar que lo que predomine hoy en
Washington sea una cierta fatiga hacia el diálogo bilateral; el cual supone un
desgaste notable para la Administración Obama y proporciona escasas
contrapartidas tangibles que ofrecer a la opinión pública.
Sin embargo, aunque se esté
extendiendo la idea de que el aparente fracaso de la política de reset dará
lugar a una nueva era de hostilidad entre Washington y Moscú, realmente estamos
asistiendo a lo que es -pese a todo- una normalización de las relaciones
esperables entre dos potencias con presencia global. En un mundo cada vez menos
unipolar y más multipolar, sería absurdo esperar que los intereses de ambas
partes coincidieran en la misma medida que entre cada una de ellas y sus
respectivos aliados; incluso entre ambas orillas del Atlántico, por ejemplo,
las visiones del mundo no son en absoluto coincidentes, como el propio
escándalo del espionaje denunciado por Snowden se ha encargado de recordar. Un
escenario en el que los desacuerdos se manifiesten mediante gestos diplomáticos,
asumiendo la legitimidad del interlocutor para perseguir sus propios intereses
sin que esto impida alcanzar acuerdos en cuestiones puntuales, es probablemente
el mejor de los futuros posibles.
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