Más de 170 personas han resultado heridas por los ataques
La ofensiva ha sido perpetrada con coches-bomba y explosivos
EEUU alerta a Al Maliki sobre la ruptura
Bagdad ha regresado al pasado, a los peores tiempos de violencia tras la caída de la dictadura de Sadam Husein en marzo de 2003. Una sucesión de atentados con coches bomba y artefactos explosivos, 14 según el Ministerio de Interior, ha sacudido la capital iraquí. Los muertos se cuentan por decenas -63, según fuentes policiales- y los heridos por centenas. Por la noche, se produjo una nueva explosión cerca de un café en el suroeste de la capital, con cinco víctimas mortales más. Es el primer ataque tras la retirada, el lunes, de las tropas estadounidenses y uno de los más graves en meses.
Los atentados no tuvieron como objetivo los centros militares y de seguridad, sino civiles y causar el máximo daño posible. "Han atacado colegios, trabajadores y la agencia anticorrupción", afirmó el portavoz de las Fuerzas de Seguridad en Bagdad, el general Qassim Atta, según recoge AFP.
Los barrios atacados son de mayoría chií, pero nadie se atreve a acusar a los suníes de su autoría, por no avivar un indendio cada vez más peligroso. Solo el primer ministro, el chií Nuri al Maliki, asegura que los atentados son políticos, es decir que podrían estar relacionados con la grave crisis creada por él mismo al ordenar el lunes la detención del vicepresidente, Tariq al Hachemi, a quien acusa de dirigir los escuadrones de la muerte. Esa medida es para los suníes una declaración de guerra.
Apenas cuatro días después de la salida de EE UU, se desmorona toda la arquitectura creada para vender que la invasión, el derrocamiento de Sadam Husein y los ocho años y medio de guerra, como un éxito; que Washington dejaba atrás un país estable y democrático. No es cierto: Irak es un polvorín en el que hay riesgo de explosión, de guerra civil.
Los ataques han golpeado los barrios de Bab al Muatham, Karrada, donde una ambulancia ha hecho explosión cerca de un edificio gubernamental y causado 18 muertes; Allaui, en el centro de la ciudad; Adhamiyah, Chouala y Chaab, en el norte; Jadriyah, en el este; Ghazaliyah, en el oeste, y Amil, en el sur.
"Escuchamos el sonido de un coche, luego el de los frenos, entonces hubo una gran explosión, se rompieron los cristales y las puertas y un humo negro se metió en nuestro apartamento", ha afirmado a la agencia Reuters Maysoun Kamal, vecino de Karrada, el distrito comercial de Bagdad y el más castigado por la ola de explosiones.
Una fuente de espionaje contó a el País a finales de 2003 que para colocar un coche bomba son necesarias un mínimo cinco personas: el responsable de conseguir el explosivo, el artificiero que lo coloca y programa su detonación, el conductor y el financiero. Catorce atentados coordinados no se improvisan ni pueden llevarlos a cabo una organización pequeña. Detrás de ellos tiene que estar una organización amplia, con experiencia en armas y explosivos; es decir, un grupo insurgente. ¿Suní? Demasiado evidente. Juan Cole, experto en Oriente Próximo asegura en Informed Coment que detrás de la decisión de procesar a Al Hachemi está la mano de Irán, un país vinculado con atentados, directamente o a través de Hezbolá y Hamás.
La invasión de EE UU se convirtió en ocupación, y objetivo armado, el 7 de agosto de 2003, cuando explotó un coche bomba delante de la Embajada jordana. No fue un accidente, era el comienzo de otra guerra. En agosto de ese año, la insurgencia voló el Hotel Canal, sede de la ONU: mató al enviado especial de Kofi Anann, Sergio Viera de Melo, al capitán de navío español Manuel Martín-Oar, y a otras 16 personas. A finales de ese mes, otro coche bomba mató a Mohamed Baquer al Hakim, principal figura político-religiosa del chiísmo.
En 2006, los coches bomba pasaron a un enfrentamiento entre las dos comunidades: los sunníes (20% de la población) y los chiíes (60%). Se produjeron asaltos, secuestros, asesinatos; aparecían cadáveres maniatados en las cunetas. Esa violencia produjo una limpieza étnica. Los suníes del margen derecha del Tigris dejaron sus casas. En esa guerra estuvieron implicadas todas las milicias suníes, unificadas por EE UU en 2007 bajo el nombre de Hijos de Irak, y las chiíes, tanto el Ejército del Mahdi del clérigo Muqtada al Sáder, como las Brigadas Báqr, brazo armado del Consejo Supremo de la Revolución de Irak, fundada durante su exilio en Irán con Al Hakim, y Dawa, el partido de Maliki.
Nadie es inocente en esa guerra sectaria que causó miles muertes. La decisión de Maliki de acusar al Hachemi de terrorismo rompe el pacto tácito de mirar hacia adelante, una especie de amnistía de facto por el interés de todos.
El general David Petraeus, experto en contra insurgencia, fue el primero que no se creyó la propaganda de su Gobierno y propuso un cambio radical de estrategia. Aumentó el contingente militar en 30.000 soldados, los concentró en Bagdad para ganar la batalla de la imagen: si la capital parece segura parecerá que todo Irak es seguro. Después se compró y unificó la insurgencia suní que había matado soldados estadounidenses en la milicia del Despertar (después Hijos de Irak), para utilizarla contra Al Qaeda en Mesopotamia. Ordenó a sus aliados chiíes que cesaran los ataques sobre los suníes. El único que quedó fue Muqtada. Su milicia sufrió numerosas pérdidas y el termino exiliado en Irán.
Tras la salida de los soldados estadounidenses, después de ocho años y medio de guerra en diversas fases e intensidades, de 113.000 civiles muertos y 4.484 soldados estadounidenses que regresaron a casa en un féretro, todo regresa al punto de salida, a la guerra civil que muchos temían en 2004, el año de los secuestros de occidentales, de las decapitaciones. Para Irán, estos casi nueve años han sido un excelente escenario distracción. Parece que la función no ha terminado.
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