viernes, 24 de septiembre de 2010

Qué significan para propios y vecinos las elecciones en Venezuela de este domingo

Tomado de El Diario de América


Por Fernado Londoño Hoyos

El próximo domingo estarán de elecciones nuestros hermanos venezolanos. La Asamblea Nacional, que en una muy poco brillante decisión se le había dejado íntegra a Chávez, tendrá voces opositoras, que podrían ser mayoría, si los opositores votan y si el Consejo Electoral reconoce esos votos. Chávez sabe que el momento es crucial y se lo está jugando a su peculiar manera. Injuriando la oposición, amenazándola, encarcelándola, regando sus manifestaciones con gases lacrimógenos y utilizando sus recursos extremos, como aquel de entrar en pelea franca con los Estados Unidos, y con su “asesino” Presidente, y haciendo las paces con Colombia, ahora con su amigazo Santos.

Tal vez el próximo lunes sabremos lo que pasó en Venezuela. O tal vez lo sepamos más adelante, o tal vez nunca. Chávez hace con el Consejo Electoral lo que le viene en gana, incluida en su real gana la de no permitir que se sepa lo que en las elecciones ha pasado. Esta es la hora en la que no sabemos de las últimas, salvo que el chavismo perdió. Por cuánto, no se ha dicho, ni se dirá nunca.

En lo que a nosotros concierne, sea cualquiera el resultado de las urnas vendrá una nueva andanada de improperios, de amenazas, de desplantes. Porque el 27 de septiembre ya Chávez no necesitará de nuestros amores. Salvo que quiera que nuestros exportadores le llenen las estanterías de sus tiendas, claro que sin pagarles un peso, Chávez volverá a su viejo lenguaje, a sus técnicas histriónicas, a sus enfermizos arrebatos. El presidente Santos aprenderá que una ciclotimia no se cura con abrazos y los que hayan creído verdadero este amor, tendrán un nuevo desengaño.

Será entonces la hora de examinar lo que ganamos con esta “meliflua” diplomacia. Ni siquiera nos pagaron viejas deudas, y por supuesto no quedaremos incluidos en las privilegiadas listas de aquellos a los que se paga con divisas baratas. Los empresarios volverán a sus afectados balances y los que resolvieron que Santos lograba en dos meses lo que Uribe no pudo en ocho años, tendrán que migrar a otras historietas.

Desde luego que quedarán sumidos en la penumbra los campamentos de las Farc en la frontera. La desautorización a nuestro Embajador en la OEA no producirá resultados. Le quitamos piso moral a nuestro Embajador, perdimos el poco de dignidad que nos quedaba y los Grannobles y Timochenkos y Grandas y Márquez seguirán en las suyas. La cocaína seguirá cruzando por la autopista venezolana hacia Europa, y Norte de Santander y Arauca seguirán padeciendo los secuestros, las extorsiones y los asesinatos que cuestan esos deplorables vecindarios.

Mientras estas cosas ocurren, nos seguimos comprometiendo más a fondo en incomprensibles aventuras internacionales, como la de Unasur. Se trata de abrirle espacio al imperialismo brasilero, del que nadie dice una sola palabra. El Brasil tiene vocación imperial desde sus raíces. No es en vano que su más bella ciudad colonial se llame Petrópolis, en homenaje a Pedro I Emperador. Y que el Barón de Río Branco haya sido exaltado a los altares patrios, por haber redondeado a favor del imperio un millón de kilómetros cuadrados del vecindario, donde estamos incluidos. A un imperio le molesta otro y le fastidian fuerzas de equilibrio. Por eso la OEA le parece mala a Lula, pues que Estados Unidos, Canadá y México estorban sus afanes de poder. Con la señora Roussef, todo será peor.

Chávez y Unasur, dos hechos en apariencia tan separados y en verdad tan cercanos. Porque son hijos de una sola cuestión histórica, nuestra dramática inhabilidad por los asuntos internacionales. Por ese camino nos estamos metiendo en las fauces del lobo. Que tienen una visión cercana y detestable, la que representa Chávez en Venezuela, apoyada aquí por Piedad Córdoba, los jesuitas comunistoides y otras alimañas parecidas. Y otra menos patente, pero mucho más peligrosa, poderosa y pavorosa, la que implican los arrestos imperiales del Brasil. Que nos quede el triste consuelo de haberlo advertido cuando era tiempo.

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