Tomado
de El Clarín
Una expresión inusual. La Habana, 1964. La
lente del fotógrafo Osvaldo Salas captura al Che con una sonrisa franca.
La vida del más grande
revolucionario, delante y detrás de la cámara
POR ABEL ALEXANDER.
INVESTIGADOR FOTOGRÁFICO
Desde las fotos
familiares cuando era niño hasta su irrupción como ícono mundial, Ernesto
Guevara mantuvo una relación intensa y permanente con la fotografía. Y no sólo
fue como modelo: también trabajó como fotógrafo, un oficio que amó y cultivó.
Ernesto Guevara de la Serna, el Che, es
uno de los personajes más célebres y fascinantes del siglo XX. Médico,
deportista, viajero, revolucionario, militar, funcionario, político y
diplomático, durante buena parte de sus vertiginosos 39 años de vida también
atesoró una faceta poco conocida: su profundo interés por la fotografía.


El 21 de septiembre –día en que en la
Argentina se celebra el día del fotógrafo– de 1954, Ernesto arriba a la ciudad
de México, junto a Julio Roberto Cáceres Valle, “El Pantojo”. Tienen que
ganarse la vida, y es entonces que nuestro personaje se decide a trabajar en el
campo fotográfico. Lo contó el mismo Che: “El Pantojo no tenía ningún dinero y
yo algunos pesos, compré una máquina fotográfica y juntos nos dedicamos a la
tarea clandestina de sacar fotos en los parques, en sociedad con un mexicano
que tenía un laboratorio donde revelábamos. Conocimos toda la ciudad de México,
caminándola de una punta a la otra para entregar las malas fotos que
sacábamos”. En noviembre le escribe a su madre en la Argentina: “la fotografía
sigue dando para vivir y no hay esperanzas demasiado sólidas que deje eso en
poco tiempo.” En una entrevista realizada por Jorge Timossi al español Rafael
del Castillo en su pequeño negocio de fotografía, este refugiado político
recuerda el paso del Che por su Foto-Taller: “Según me dijo, él venía de Guatemala
con unos periodistas y quería trabajar en algo porque necesitaba ganarse el
sustento; le di una cámara sin ningún compromiso. El día que tuviera dinero me
la iría pagando como pudiera. Empezó a tomar fotos y venía a diario a que le
revelaran los rollos que había tirado en fiestas o por la calle. Cada semana me
daba cierta cantidad de dinero para irme pagando el equipo. Hicimos amistad,
seveía inteligente y sobre todo muy bien educado. Un día me dijo que era
doctor. La primera cámara que le di fue una Retina de 35 mm”.
Se sabe que Guevara tomó fotografías de las ruinas de Uxmal, Chichén Itzá y en lugares como Mérida, Yucatán y Veracruz, y en algún momento barajó la posibilidad de abrir su propio negocio fotográfico en la capital azteca. Entre el 12 y el 26 de marzo de 1955 se llevaron a cabo en la ciudad de México los II Juegos Deportivos Panamericanos, de los que Argentina participó con 186 atletas. Por esos días y en forma casual –viajaban en el mismo tranvía– Guevara conoció al doctor Alfonso Pérez Vizcaíno de la Agencia Latina de Noticias, quien simpatizó con el joven aventurero y, al tanto de su actividad, lo contrató para cubrir los Juegos. El Che trabajó intensamente como cronista, guía de la delegación por la ciudad y fotógrafo, cubriendo con su amigo “El Pantojo” las diversas justas deportivas, revelando y copiando todo el material diario. Si bien recibió algún adelanto, finalmente la agencia cerró y el Che nunca terminó de cobrar sus fotos.

Entre selvas y montañas el argentino carga
su cámara de 35 mm. con resistente funda y correaje de cuero, convirtiéndose en
un especial reportero de guerra. Y se produce, ahí y entonces, la impresionante
metamorfosis fotográfica de su vida: ya no es el esforzado estudiante
universitario o el ignoto viajero. Su posición en la cúpula de la guerrilla más
buscada por la prensa internacional lo convierte de repente en una figura
pública que todos los medios se disputan. El impacto mundial que causan la
estampa y el discurso del Che es gigantesco, y trasciende la esfera política:
desde que su retrato con uniforme de combate comienza a publicarse en los
principales medios del mundo, se inicia un fenómeno muy especial alrededor de
aquel barbudo joven sudamericano: miles de jovencitas se sienten fuertemente
atraídas por este hombre idealista de aspecto sumamente atrayente y sexy.
Los fotógrafos de todo el mundo peregrinan
hasta la selva para retratar a los guerrilleros. Entre ellos, Tirso Martínez
fue protagonista de una anécdota que refleja la pasión del Che por la
fotografía: “a fines de la guerra contra Batista subí al Escambray. Me instalé
en el campamento del Che. Me dio una cámara que había traído de la Sierra
Maestra en muy mal estado, sucia, para que se la arreglara ‘¿No te quedarás con
ella?’, me preguntó: ‘Si está buena, a lo mejor’, le respondí”. “La traje para
La Habana. Triunfó la Revolución y un día fui a fotografiarlo al Ministerio de
Industrias. Un grupo esperábamos afuera, en el pasillo; salió de la oficina y
delante de todo el mundo me dijo: ‘Chorro, me robaste mi cámara’.” El 3 de
enero de 1959, dos días después de que el dictador Fulgencio Batista y su
familia huyeran de Cuba, arriba triunfante a la La Habana el ya mítico Che
Guevara. Las agencias de noticias envían a sus mejores fotógrafos para obtener
la ansiada foto de aquel enérgico barbudo que encendía la imaginación de la
juventud mundial. A partir de entonces y desde sus diversas funciones públicas,
el Che construirá una cómplice relación de fotógrafo a fotógrafo con sus
colegas cubanos: entiende perfectamente el trabajo de estos hombres de prensa y
los secretos de una profesión que exige talento, velocidad de acción, sentido
de la oportunidad, coraje para superar escollos y un estado de alerta
permanente. Como ejemplo de esta camaradería, frente al reportero Guillermo
Fernando López Junque dijo que “no hay muchos fotógrafos chinos, cubanos, ni
López, así que te llamaré Chinolope”, seudónimo que López adoptó complacido.
Liborio Noval, una leyenda de la
fotografía cubana que falleció el mes pasado, recuerda algunas anécdotas con
relación al Che: “Fue el 26 de febrero de 1961 en el Reparto Martí. Yo
trabajaba para el periódico Revolución. Ese domingo me mandaron para
fotografiar al Che en un trabajo voluntario. Cuando llegué, el argentino me
preguntó qué hacía allí. Tomar fotos, le contesté. Entonces me pidió que
colgara la cámara y lo ayudara a llenar las carretillas. Así estuvimos todo el
día. Sólo me dio diez minutos para hacer mi trabajo”. Fue Noval quien el 2 de
enero de 1964 registró al Che en la Plaza de la Revolución junto a su cámara
con teleobjetivo, imagen que ilustra esta página.
Otro cronista gráfico del Che fue Rogelio
Andrés Torres, quien registró su afición al pilotaje o una concentrada partida
de ajedrez en 1962, durante un descanso en la dura jornada del trabajo
voluntario. Raúl Corral Varela (Corrales) provenía de una familia obrera
campesina, y desde que se inició en la fotografía puso su cámara al servicio de
los desprotegidos. Al triunfar Castro se convirtió en un cronista de la
revolución, que realizó excelentes retratos del Che con logrados primeros
planos. Ernesto Fernández, un destacado fotorreportero político, se valió de
una artimaña para poder realizar algunas tomas del Che trabajando en la zafra
de la caña de azúcar: “Entré al cañaveral hasta que lo encontré, con su
uniforme verde oliva y un sombrero de guano. Le dije que tenía una cámara Leica
con la que nunca había trabajado, que se me había trabado y no sabía cómo arreglarla,
que si podía ayudarme. Tomó la cámara y, por supuesto, funcionó perfectamente.
Me comentó sobre la calidad del equipo y siguió cortando caña. Le dije si podía
tomarle algunas fotos para probar la cámara y estuvo de acuerdo”. Una de estas
fotografías ilustró el billete de 3 pesos que circuló en Cuba hasta 1989.


Esa noche, en el laboratorio, eligió este
último negativo y encuadró el rostro del Che, para lo cual eliminó el hombre de
perfil que se encuentra a la izquierda y una palmera a la derecha. La cabeza
del comandante se encuentra algo difuminada, rodeada por la luz pareja y suave
de una tarde fría y nublada. Presentó esa toma a sus editores, pero no los
convenció: la archivaron. Pasaron los años, y en el verano de 1967 el editor
italiano Giangiacomo Feltrinelli visitó el estudio de Korda para buscar fotos
del Che: el artista le obsequió dos copias 30 x 40 en papel brillante del aquel
retrato. Pocos meses después, en octubre, matan a Guevara en Bolivia y
Feltrinelli imprime la emblemática fotografía en un millón de afiches de 1
metro por 70 centímetros.
El resto de la historia es conocido: aquel dramático
retrato de 1960 se convierte en la representación misma mito guerrillero.
La imagen da la vuelta al mundo y se multiplica por millones en pancartas,
afiches, publicaciones, pintadas callejeras, estandartes de lucha. Según los
críticos, “Guerrillero heroico” se entre los diez mejores retratos de
la historia de la fotografía, y se considera la foto más reproducida del mundo.
Korda nunca cobró un centavo por ella, en línea con sus convicciones
revolucionarias de que dicha imagen multiplicaba el mensaje de aquel que había
ofrendado su vida pos de sus ideales. Sólo accionó judicialmente contra una
conocida marca de vodka que usó la imagen en sus botellas: ganó el juicio por 50.000
dólares y los donó a Cuba.En sus años como funcionario, el Che fue
un verdadero “blanco móvil” para los fotógrafos que lo inmortalizaron en las
más diversas situaciones, poses y compañías. El los dejaba hacer: como buen
apasionado por la fotografía –adonde iba llevaba colgada al cuello su cámara de
35 mm.– conocía perfectamente el inmenso valor político que tenían las
imágenes. Mientras, él también sacaba sus propias fotos, tanto en Cuba como
durante sus giras diplomáticas. Y por supuesto, tampoco descuidaba las imágenes
familiares: cuando Vicent Monzó, curador de una excelente muestra sobre
Guevara, se entrevistó en La Habana con su viuda Aleida, ella le mostró varias
cajas de zapatos llenas de fotografías tomadas por el Che.
Sus últimas fotos las tomó durante la campaña
revolucionaria en la selva de Bolivia –el mismo país donde Thorlichen lo había
deslumbrado– y se hicieron conocidas luego de que los oficiales bolivianos que
lo capturaron vendieran los negativos. Para entonces, el Che ya había llegado
al final de su iconografía fotográfica: la cámara de Freddy Alborta había
registrado para la Historia su cuerpo baleado y tendido con los ojos bien
abiertos sobre una camilla de la lavandería del hospital de Vallegrande, donde
los militares del Ejército boliviano lo trasladaron luego de su ejecución en La
Higuera el 9 de octubre de 1967. Eran las últimas imágenes del revolucionario,
las primeras del mito.
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