Tomado de El PAIS
Romney, el perfecto mormón
Por Antonio Caño
Ejemplar en su Iglesia y exitoso en los negocios, el candidato
republicano tiene ahora tres meses para convencer a sus compatriotas de que
puede ser un buen presidente de EEUU
Mitt Romney vivió en París el levantamiento juvenil de Mayo del 68. No
como un agitador más, sino como un misionero mormón tratando de convencer a los
franceses de que el consumo de vino y el sexo fuera del matrimonio son pecados,
propósito no más sencillo que el de los muchachos que buscaban la playa bajo
los adoquines. Un par de años antes, en la Universidad de Stanford, en
California, formó parte de los tumultos de la época sobre la guerra de Vietnam,
pero en el lado de los que la defendían, y acabó huyendo del bullicio político
de ese campus después de solo un curso para buscar el refugio confortable de la
Universidad Brigham Young, dirigida por la
Iglesia de los Santos de los Últimos Días.
El mormonismo no ha sido el único influjo en la vida de
Romney, pero sí el más importante. Ha marcado su conducta —nunca probó el
tabaco o el alcohol ni se le conoce más relación sentimental que la de su actual
esposa— y su trayectoria profesional. Su éxito en los negocios es, en gran
parte, el resultado de un manual de actuación científicamente diseñado por su
iglesia para ganar dinero y poder.
Pero la política, la alta política, el campo
en el que Romney compite desde hace varios años y en el que ahora hace la
apuesta más importante de su carrera, es otra cosa. Pese a toda la
tecnificación de las últimas décadas, la política no es una ciencia exacta en
la que el triunfo es la consecuencia inevitable de una determinada receta. Si
fuera así, Romney, el prudente, el metódico, el cerebral Romney, sería
imbatible. Pero la política exige condiciones extrañas y se mueve por impulsos
caprichosos. Es ahí donde este hombre con una vida de privilegios y laureles en
otros múltiples aspectos de su biografía tiene que salir adelante esta vez.
¿Podrá? Fuera de su gestión —exactamente eso, la labor de un mero gestor— como
gobernador de Massachusetts, el político Romney, con sus convicciones y sus
pasiones, su visión y sus habilidades, no se ha revelado aún. La convención
republicana que este martes comienza en Tampa es su gran oportunidad de
hacerlo.
Aquellos chicos norteamericanos
que iban casa por casa con camisa blanca y corbata negra implorando unos
minutos de atención para explicar las bondades de su fe, siempre nos parecieron
a los europeos una especie de soldados robotizados de un misterioso ejército
fanático. Con el pelo, habitualmente rubio, idénticamente cortado y sus pulcros
modales tan bien ensayados, no parecían personas, sino criaturas de otro mundo
o personajes de una película de ciencia ficción.
El Romney que llega a Tampa no ha
perdido del todo ese aspecto robótico. El Romney que llega a Tampa es un ser
programado para vencer, pero carece del espíritu para convencer. A los 65 años,
su imagen es envidiable. Alto, apuesto, siempre con un bronceado que realza su
aspecto saludable, se ajusta al ideal físico del presidente cinematográfico. Se
ha movido en la élite desde su nacimiento. Su padre fue presidente de la
American Motors Corporation, tres veces gobernador de Michigan, ministro de Richard Nixon y candidato
presidencial. Él mismo añadió brillo a su apellido con sendos doctorados en
Derecho y Empresa por la Universidad de Harvard, una meritoria labor como
gobernador, una destacada dirección de los Juegos Olímpicos de Invierno en Salt
Lake City, una fortuna de más de 200 millones de dólares y una extensa familia
integrada por 5 hijos y 18 nietos.
No hay puesto que haya ocupado en
el que haya fracasado. Su receta ha sido siempre la de la adaptación a la
realidad, el aprovechamiento de los recursos, el orden, la reducción al mínimo
de los riesgos. En su única responsabilidad política, en Massachusetts, supo
aplicar esos recursos y sobrevivió con la fama de un moderado, de un
pragmático. Pero la línea que separa a un político pragmático de un cínico, un descreído
o un oportunista es muy delgada, y Romney no ha dado garantías de no haberla
cruzado.
Las personas verdaderamente
religiosas, como las verdaderamente ricas, no necesitan demostrarlo a diario.
Romney pertenece a ambas categorías, y ambas representan lo esencial de su
vida, aunque lleve con gran discreción tanto su fe como su cuenta corriente. A
la espera de conocer al político, hoy hay que analizar a Romney como un
millonario mormón. Empecemos por esto último.
Un mormón solo lo es en cuerpo y
alma. Esa no es una Iglesia, como la católica, a la que se pertenece a medias o
a veces. Se es mormón o no se es, no hay zonas grises. O se cumple la totalidad
de la doctrina de la Iglesia de los Santos de los Últimos Días —incluida la de
entregar una porción de los ingresos a la institución—, o se escoge otra
filiación. Romney es descendiente de mormones desde los tiempos en que sus
antepasados tenían varias mujeres, una práctica ahora abandonada por esa
religión. Ha vivido siempre de acuerdo con las exigencias de su creencia.
Convirtió a su mujer, Ann, al mormonismo. Educó a su familia en las estrictas
normas de esa fe, con todos los domingos del año dedicados a obras de caridad.
Predicó su doctrina como joven misionero y, ya adulto, como obispo mormón en
Boston.
Aunque en los Estados Unidos
actuales la adscripción a una determinada Iglesia no parece un obstáculo
insalvable para ser presidente, el hecho de ser mormón representa algunos
inconvenientes para la carrera política de Romney. Existen aún ciertos
prejuicios y temores sobre esa religión. Algunos de ellos basados en la
realidad, como el del secretismo de sus actividades. Los padres de Ann no
pudieron asistir a su boda en el templo mormón de Salt Lake City porque el
acceso a los lugares de culto está limitado exclusivamente a los miembros de la
iglesia.
Los efectos electorales no son,
sin embargo, el aspecto más importante de las convicciones
religiosas de Romney. Lo más relevante es la forma en que esas
convicciones han moldeado su personalidad y cómo, de alguna manera, eso se verá
reflejado en su campaña y, si es elegido, en su actuación como presidente. Jodi
Kantor, que escribió un extenso análisis de la trayectoria religiosa de Romney
para The New York Times, afirma que “así como Ronald Reagan utilizó sus
conocimientos como actor y Barack Obama recurrió a su oratoria como activista
social, Mitt Romney está marcado por la teología y la cultura de la Iglesia de
los Santos de los Últimos Días”.
Uno de los aspectos fundamentales
de la cultura de esa iglesia es la de convertir a sus miembros en personas de
éxito. No por casualidad, Utah, donde está asentada la mayor parte de la
comunidad mormona, es uno de los Estados más prósperos del país. Uno de los
integrantes más destacados de esa iglesia hasta su fallecimiento el mes pasado
fue Stephen Covey, autor de un libro, titulado Los siete hábitos de la gente
altamente eficaz, que constituye una verdadera guía para los mormones en su
vida profesional.
En contra de lo que algunos puedan
pensar, los mormones no son fanáticos. Muy estrictos sí, pero no fanáticos. Su
éxito procede de la adaptación a las circunstancias que les toca vivir, que es
casi lo contrario del fanatismo. “Los mormones tienen una larga tradición de
alcanzar el éxito traduciendo sus principios religiosos a la versión secular”,
explica Mathew Bowman, autor del libro El pueblo mormón.
“La Iglesia de los Santos de los
Últimos Días”, añade Bowman, “produce líderes pragmáticos y competentes que
trabajan dentro del sistema. Las escrituras mormonas definen el sacerdocio como
el poder para gobernar a través de la persuasión y la caridad, condenan la
arbitrariedad y la concentración de poderes, y aconsejan delegar y buscar la
unanimidad”.
En términos más inmediatos, las posturas de
Romney sobre distintos asuntos de actualidad, como su oposición al
aborto, excepto en casos de violación, incesto o peligro de la vida de la
madre, o al matrimonio homosexual, coinciden plenamente con las de su iglesia.
También su concepción del papel de
Estados Unidos en el mundo se ve influida, en cierto modo, por su fe. Si
cualquier político que aspire a algo en este país se ve obligado a demostrar
inequívocamente su patriotismo, eso se acentúa en el caso del miembro de una
religión que cree que Dios eligió a Estados Unidos para enviar a su mesías.
No es exagerado decir que la
Iglesia de los Santos de los Últimos Días, al menos sus enseñanzas, ayudaron a
Romney a convertirse en millonario, la segunda cualidad conocida del hombre que
será ungido candidato presidencial la próxima semana en Tampa. Su éxito en los
negocios es también el blanco principal de los ataques de sus enemigos.
Desde que entró en la política,
como rival de Edward Kennedy para un escaño en el Senado, los demócratas han
tratado de caracterizar a Romney como una copia de Gordon Gekko, el personaje
sin escrúpulos para hacer dinero que representa Michael Douglas en la película Wall
Street.
No existe una versión única sobre
la actividad de Romney al frente de Bain Capital, la compañía que fundó en
1984. La firma se dedicaba a comprar empresas en quiebra con el propósito de
reflotarlas y volverlas a vender con los correspondientes beneficios. En
algunas ocasiones el método funcionó y se salvó del cierre a empresas que
estaban desahuciadas, y en otras fracasó y miles de trabajadores perdieron sus
empleos.
La campaña de Obama ha insistido,
quizá excesivamente, en asimilar esa actividad a la clase de capitalismo que
provocó la crisis de 2008 y dio lugar a la recesión económica de la que aún no
ha salido por completo EE UU. Esa estrategia se estrella parcialmente con una
sociedad que no castiga la ambición de hacer dinero. Pero este es un tiempo
algo diferente.
Las enormes sumas que se reparten los ejecutivos de las grandes
empresas contrastan brutalmente con el empobrecimiento generalizado de la clase
media en los últimos años, y los norteamericanos son hoy más sensibles que
nunca a las desigualdades sociales y a la injusticia distributiva. Sus cuentas
en paraísos fiscales, su escasa contribución al fiscal —un 18% de impuestos
pagados como media en los últimos años— y su negativa a hacer públicas sus
declaraciones de Hacienda —con la excusa de que no quiere revelar sus
donaciones a la Iglesia mormona— han contribuido a reforzar la imagen de un
Romney elitista y despreocupado de los problemas de los más pobres.
Aunque se mantiene en una posición
competitiva en las encuestas —no más de tres o cuatro puntos por debajo de
Obama—, está más de diez puntos por detrás del presidente cuando los
norteamericanos se pronuncian sobre el candidato al que consideran más sensible
con sus necesidades más acuciantes, más honesto y más auténtico.
Quizá esa percepción no se deba
tanto al hecho de que Romney posea una fortuna superior a la de los últimos
cinco presidentes norteamericanos juntos, sino al problema anterior de la falta
de pasión y de claras convicciones políticas. Romney es la versión republicana
de John Kerry, un millonario
de Nueva Inglaterra al que le falta coraje y hambre para ser presidente.
Las elecciones primarias dejaron
en evidencia que Romney no es el candidato preferido por las bases, que
buscaban a un candidato más claramente comprometido con la causa de la derecha
reformista y del Tea Party.
Romney fue la mejor solución encontrada ante la falta de otros candidatos de
más peso, pero los principales comentaristas conservadores le criticaron
entonces por pusilánime y lo destrozarán si es derrotado en noviembre.
Tras su victoria en las primarias,
se esperaba que Romney diese un puñetazo sobre la mesa y estableciese su
programa y su equipo. No ha sido así. La decisión más importante que ha tomado
desde entonces, el nombramiento de Paul Ryan como compañero de candidatura, es
una prueba de debilidad, no de atrevimiento. Ryan es un joven conservador
ardoroso que despierta las simpatías del Tea Party y de las bases, pero cuenta
con un futuro y una agenda política propia, independiente de la de Romney. No
es un hombre de Romney ni se le conocen coincidencias ideológicas. Su
designación es una concesión a la derecha del Partido Republicano mayor aún que
la de Sarah Palin en 2008.
Con Ryan al lado, la figura
política de Romney se desdibuja y empequeñece todavía más. El mejor ejemplo es
Medicare, el programa público de asistencia sanitaria a los mayores de edad. La
propuesta de reforma de ese sistema, amenazado de bancarrota, es, por ahora, la
principal novedad que aporta la plataforma electoral Romney-Ryan. Pero el autor
de esa propuesta es Ryan, no Romney.
Ryan es el más convincente,
igualmente, en temas como impuestos, aborto o control de armas. No porque hoy
Romney no coincida con su compañero en esos asuntos, sino porque Ryan siempre
ha dicho lo mismo, mientras que Romney dice hoy lo contrario de lo que decía
cuando era gobernador de Massachusetts.
La ausencia de una clara
definición política —la revista Newsweek le ha llamado “endeble” y The
Economist le acusa de falta de “carácter”— es, sin duda, el talón de
Aquiles del candidato republicano. Buscando en su biografía, es imposible
encontrar una frase que pueda definir su personalidad con cierta autenticidad.
Su ideario, recogido en un libro titulado No apology [Sin disculpas], es
una sucesión de lugares comunes en el que el mayor elogio que se le ocurre
sobre su padre es que “todo lo que decía era interesante”.
Como han recogido
Michael Kranish y Scott Helman en The real Romney [El verdadero Romney],
el mejor recorrido por la vida del candidato presidencial, estamos ante un
hombre tan detallista como para reconocer que se come solo la parte superior de
las magdalenas para evitar la grasa que se acumula en su base, pero incapaz de
dejar una gran idea para la historia.
Probablemente su mejor declaración,
y la más sincera también, fue aquella que hizo en Iowa al comienzo de las
primarias en la que sostenía que “las corporaciones, las empresas, son
personas”. “Sí, las corporaciones son personas, amigo mío”, le explicaba a uno
de los participantes en un acto de campaña. “Son personas porque todo lo que
ganan va en última instancia a la gente”.
“Las corporaciones son personas”
no parece un gran eslogan de campaña, pero sí es, por una vez, una expresión
honesta del pensamiento de Romney, de alguien que entiende la economía —y la
vida— como el resultado de una buena gestión. En esa frase, Romney se confiesa
como lo que es, un ejecutivo, no un estadista.
Esa es su carta de presentación en
Tampa. “Yo vengo a arreglar este desorden económico con mi experiencia para
reparar empresas quebradas, como saqué adelante en Salt Lake City unos juegos
socavados por la corrupción de los administradores políticos”, dirá Romney con
otras palabras.
Es dudoso que eso sea suficiente
para obtener el respaldo de una nación políticamente más polarizada que nunca.
La mayoría del Partido Republicano considera a Obama una amenaza para la pura
supervivencia de este país y pide su eliminación a toda costa. El Partido
Demócrata alerta sobre el peligro de la llegada a la Casa Blanca de una banda
de fanáticos que eliminará el aborto y todos los beneficios sociales ganados a
lo largo de varias décadas.
Romney se mueve en medio de esa tormenta como pollo
sin cabeza. No es para lo que está entrenado. Su familia y su iglesia lo
educaron para ser el perfecto mormón, un hombre de conciliación y de acomodos.
La política le ha obligado a pactar con el diablo, a contradecirse y, quizá, a
mentir.
Hay que ver si tendrá agallas para ir
con eso hasta el final. Ya advierte en una entrevista esta semana en The
Wall Street Journal que no va a utilizar la campaña para venderse “como un
pedazo de carne”. En la fase decisiva de la campaña de 2008, a John McCain le
tembló el pulso en la estrategia que le habían diseñado para destruir a Obama.
Romney es más frío que el viejo piloto de la Marina, pero también tiene mucho
menos encanto.
Sus posibilidades de batir a Obama son superiores a las de
McCain hace cuatro años. Obama no ha acabado de resolver la situación económica
y es, por tanto, un candidato vulnerable. Pero Obama va a pelear esto como la
mayor misión de su vida. Obama no era nadie antes de llegar a la Casa Blanca, y
para él sería un fracaso irse tras un solo mandato. Peleará por su nombre, por
su raza, por su dignidad y su orgullo. Romney solo tiene una razón comparable
de la que extraer el coraje que se requiere en esta hora crucial.
Romney, el
primer mormón con posibilidades de ganar la presidencia de Estados Unidos, le
debe esa victoria a su Iglesia.
El autor de están basura no entiende que para alcanzar y gozar el "Americana Dream" el individuo es el que tiene que hacer ese esfuerzo. Todos los éxitos de Romney los califica como algo malo. Se nota claramente la inferioridad del que escribe basadas en su envía por los que son exitosos. Si Romney o Ryan, o cualquiera que el tipo éste Antonio Caño no éste de acuerdo, le salvara la vids a alguien, encontraría o se inventaría alguna razón para decir algo negativo.
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