martes, 9 de noviembre de 2010

California rechazó la legalización de la marihuana

Por Luis Montes Brito

En estos días hay un fuerte debate en diferentes países sobre la conveniencia, los beneficios y el daño que implicaría la legalización de la marihuana.

En México, Colombia, Estados Unidos, algunos paises de Sur América y de Europa está el tema en discusión en la opinión pública. Recientemente la prerstigiosa revista británica The Lancet dió un campanazo al revelar el resultado de su estudio científico acerca de los daños que causa el alcohol, el cual concluye que los perjuicios ocasionado por el acohol, de venta legal, son peores que los ocasionados por la heroína y el crack.

El reporte del estudio, fue elaborado bajo la responsabilidad de dos ex asesores del Gobierno británico, David Nutt y Leslie King, el mismo busca elaborar políticas estatales más eficaces para combatir el impacto social de sustancias adictivas, entre las que se incluye también el tabaco, otra droga tan legal como el alcohol en la mayoría de los países del mundo. Según el reporte, la segunda y tercera drogas en el ránking del daño individual y social son la heroína y el crack.

Durante las elecciones de medio término celebradas en Estados Unidos la semana anterior el estado de California sometió ante sus electores la decisión de legalizar o no ésta droga tan común entre jóvenes y adultos, la pretendida legalización fue derrotada en las urnas con una votación de 53% a 47% en contra. Francamente hablando estuvo muy cerca de ser legalizada.

Habrá que recordar que hay algunas religiones como el Movimiento Rastafari originaria de Etiopía, cuyo devoto más famoso fue el célebre músico de Reggae Bob Marley, utilizan la marihuana dentro de sus ritos, dicha religión llegó a América alrededor de 1930 a través de la gran colonia de origen de Etiopía que vive en Jamaica.

El tema pasa también por el campo de la salud y los beneficios que esta droga tiene en pacientes con enfermedades terminales, por lo que las aristas son diversas y vale la pena conocerlas para formarse una mejor opinión propia al respecto.

Comparto con usted la opinión autorizada del premio Nóbel de Literatura 2010, el peruano-español Mario Vargas Llosa quien en su siempre interesante columna Piedra de Toque retomó el tema expresando su opinión sobre tan discutido tópico.

Por Mario Vargas Llosa
Premio Nobel de Literartura 2010


Los electores del estado de California rechazaron el martes 2 de noviembre legalizar el cultivo y el consumo de marihuana por 53% de los votos contra 47%, una decisión a mi juicio equivocada. La legalización hubiera constituido un paso importante en la búsqueda de una solución eficaz del problema de la delincuencia vinculada al narcotráfico que, según se acaba de anunciar oficialmente, ha causado ya en lo que va del año en México la escalofriante suma de 10.035 muertos.

Esta solución pasa por la descriminalización de las drogas, idea que hasta hace relativamente poco tiempo era inaceptable para el grueso de una opinión pública convencida de que la represión policial de productores, vendedores y usuarios de estupefacientes era el único método legítimo para acabar con semejante plaga.

La realidad ha ido revelando lo ilusorio de esta idea, a medida que todos los estudios señalaban que, pese a las astronómicas sumas invertidas y la gigantesca movilización de efectivos para combatirla, el mercado de la droga ha seguido creciendo, extendiéndose por el mundo y creando unos carteles mafiosos de inmenso poder económico y militar que, como se está viendo en México desde que el presidente Calderón decidió enfrentarse, con el Ejército como punta de lanza, a los jefes narcos y sus pandillas de mercenarios, pueden combatir de igual a igual, gracias a su poderío, con estados a los que tienen infiltrados mediante la corrupción y el terror.

Los millones de electores californianos que votaron por la legalización de la marihuana son un indicio auspicioso de que cada vez somos más numerosos quienes pensamos que ha llegado la hora de cambiar de política frente a la droga y reorientar el esfuerzo, de la represión a la prevención, cura e información, a fin de acabar con la criminalidad desaforada que genera la prohibición y los estragos que los carteles del narcotráfico están infligiendo a las instituciones democráticas, sobre todo en los países del Tercer Mundo.

Los carteles pueden pagar mejores salarios que el Estado y de este modo neutralizar o poner a su servicio a parlamentarios, policías, ministros, funcionarios, financiar campañas políticas y adquirir medios de comunicación que defiendan sus intereses.

De este modo dan trabajo y sustento a innumerables profesionales contratados en las industrias, comercios y empresas legales en las que lavan sus cuantiosas ganancias. Esa dependencia de tanta gente de la industria de la droga crea un estado de ánimo tolerante o indiferente frente a lo que ella implica, es decir, la degradación y desplome de la legalidad. Ese es un camino que conduce, tarde o temprano, al suicidio de la democracia.

La legalización de las drogas no será fácil, desde luego, y, en un primer momento, como señalan sus detractores, traerá sin duda un aumento del consumo, sobre todo, en sectores juveniles. Por eso, la descriminalización solo tiene razón de ser si viene acompañada de intensas campañas informativas sobre los riesgos y perjuicios que implica su consumo, semejantes a las que han servido para reducir el consumo del tabaco en casi todo el mundo, y de esfuerzos paralelos para desintoxicar y curar a las víctimas de la drogadicción.

Pero el efecto más positivo e inmediato será la eliminación de la criminalidad que prospera exclusivamente gracias a la prohibición. Como ocurrió con las pandillas de gángsteres que se volvieron todopoderosas y llenaron de sangre y de muertos a Chicago, Nueva York y otras ciudades norteamericanas en los años de la prohibición del alcohol, un mercado legal acabará con los grandes carteles, privándolos de su cuantioso negocio y arruinándolos. Como el problema de la droga es fundamentalmente económico, económica tiene también que ser su solución.

La legalización traerá a los estados unos enormes recursos, en forma de tributos, que si se emplean en la educación de los jóvenes y la información del público en general sobre los efectos dañinos para la salud que tiene el consumo de estupefacientes puede tener un resultado infinitamente más beneficioso y de más largo alcance que una política represiva, la que, aparte de causar violencias vertiginosas y llenar de inseguridad la vida cotidiana, no ha hecho retroceder un ápice la drogadicción en ninguna sociedad.

En un artículo publicado en “The New York Times” el 28 de octubre, el columnista Nicholas D. Kristof cita una investigación presidida por el profesor de Harvard Jeffrey A. Miron en la que se calcula que solo la legalización de la marihuana en todo Estados Unidos haría ingresar anualmente unos 8 mil millones de dólares en impuestos a las arcas del Estado, a la vez que le ahorraría a este una suma equivalente invertida en la represión.

Esa gigantesca inyección de recursos volcada en la educación, principalmente en los colegios de barrios pobres y marginales de donde sale la inmensa mayoría de drogadictos, reduciría en pocos años de manera drástica el tráfico de drogas en ese sector social que es el responsable del mayor número de hechos de sangre, de la delincuencia juvenil y el desquiciamiento familiar.

Nicholas D. Kristof cita también la conclusión de un estudio realizado por ex policías, jueces y fiscales de Estados Unidos, donde se afirma que la prohibición de la marihuana es la principal responsable de la multiplicación de pandillas violentas y carteles que controlan la distribución y venta de la droga en el mercado negro obteniendo con ello “inmenso provecho”. Para muchos jóvenes pobladores de los guetos negros y latinos, ya muy golpeados por el desempleo que ha provocado la crisis financiera, esa posibilidad de ganar dinero rápido delinquiendo resulta un atractivo irresistible.

A estos argumentos ‘pragmáticos’ a favor de la descriminalización de las drogas sus adversarios suelen responder con un argumento moral. ¿Debemos, pues, rendirnos, alegan, al delito en todos los casos en que la policía se muestre incapaz de atajar al delincuente, y legitimarlo? ¿Esa debería ser la respuesta, por ejemplo, ante la pedofilia, la brutalidad doméstica, la violencia de género, fenómenos que, en vez de disminuir, aumentan por doquier? ¿Bajar los brazos y rendirnos, autorizándolas, ya que no ha sido posible eliminarlas?

No se debe confundir el agua y el aceite. Un Estado de derecho no puede legitimar los crímenes ni los delitos sin negarse a sí mismo y convertirse en un Estado bárbaro. Y un Estado tiene la obligación de informar a sus ciudadanos sobre los riesgos que corren fumando, bebiendo alcohol o drogándose, por supuesto. Y de sancionar y penalizar con severidad a quien, por fumar, emborracharse o drogarse causa daños a los demás.

Pero no parece muy lógico ni coherente que si esta es la política que siguen todos los gobiernos en lo que concierne al tabaco y al alcohol, no la sigan también en el caso de las drogas, incluidas las drogas blandas, como la marihuana y el hachís, pese a estar más que probado que el efecto pernicioso de estas últimas para la salud no es mayor, y acaso sea menor, que el que producen en el organismo los excesos de tabaco y de alcohol.

No tengo la menor simpatía por las drogas, blandas o duras, y la persona del drogado, como la del borracho, me resulta bastante desagradable, la verdad, además de cargosa y aburrida. Pero también me disgusta profundamente la gente que en mi delante se escarba la nariz con los dedos o usa mondadientes o come frutas con pepitas y hollejos y no se me ocurriría pedir una ley que les prohíba hacerlo y los castigue con la cárcel si lo hacen.

Por eso, no veo por qué tendría el Estado que prohibir que una persona adulta y dueña de su razón decida hacerse daño a sí misma, por ejemplo, fumando porros, jalando coca, o embutiéndose pastillas de éxtasis si eso le gusta o alivia su frustración o su desidia. La libertad del individuo no puede significar el derecho de poder hacer solo cosas buenas y saludables, sino, también, cosas que no lo sean, a condición, claro está, de que esas cosas no dañen o perjudiquen a los demás.

Esa política, que se aplica al consumo de tabaco y alcohol, debería también regir el consumo de drogas. Es peligrosísimo que el Estado empiece a decidir lo que es bueno y saludable y malo y dañino, porque esas decisiones significan una intromisión en la libertad individual, principio fundamental de una sociedad democrática.

Por ese camino se puede llegar insensiblemente a la desaparición de la soberanía individual y a una forma encubierta de dictadura. Y las dictaduras, ya lo sabemos, son infinitamente más mortíferas para los ciudadanos que los peores estupefacientes.

No hay comentarios:

Publicar un comentario