Tomado de The Wall Street Journal
Por Mary Anastasia O'GradyCiudad de México
Felipe Calderón aún tiene dos años más como presidente, pero ya tiene méritos para ser considerado como el gobernante con el sexenio más sangriento de la historia de México desde la revolución de 1910. En diciembre, cuando Calderón culmine su cuarto año de mandato, el número de los caídos en su guerra contra los carteles de la droga estaría rondando los 30.000.
Estadísticamente, México es un país relativamente seguro. En 2009, se cometieron 12 homicidios por cada 100.000 habitantes. El problema es que la violencia está concentrada. Según un economista al que entreviste aquí, esto es consecuencia de la estructura actual del negocio del narcotráfico, muy similar al de Colombia en las décadas de los 80 y los 90.
El monopolio de abastecedores poderosos necesita controlar zonas clave, para garantizarse un ejército de empleados. Esas "hormigas" transportan la droga, en pequeños cargamentos, cruzando la frontera a Estados Unidos a través de un número limitado de puntos estratégicos. El cartel no puede mantener el control de estas rutas sin impartir terror, al estilo de la mafia.
Los cuerpos mexicanos de seguridad han demostrado gran valentía al confrontar estos monopolios, pero la fuerza de las armas no ha tenido éxito. Eso se debe a que se trata de un problema económico. La mejor explicación de por qué en Estados Unidos hay menos violencia, pese a la amplia presencia de drogas, y de la mejora de la situación en Colombia, donde todavía circula la cocaína, es que en ambos casos los operadores son de menor escala y la competencia entre ellos es mayor. No siempre fue así en Colombia. En México, esto también podría cambiar.
Para ayudar a México a lidiar con este problema "antimonopolio", Estados Unidos debe reconocer que es mejor que exista competencia en el sector de los narcóticos en lugar de agrupaciones monopólicas que amenazan el Estado y pueden migrar hacia el norte. Si embargo, esto requiere de una mayor flexibilidad de las autoridades antidrogas de Estados Unidos.
Puede que se esté visualizando cierto progreso en la producción de marihuana, y los mexicanos seguirán de cerca la iniciativa electoral en California, en la que se decidirá en las urnas si se legaliza la omnipresente hierba. Aún no se sabe cuál será la decisión popular. Es posible que la propuesta sea derrotada por un margen pequeño por la combinación de los conservadores que temen que la legalización transforme a los estadounidenses en una banda de hippies en un humo de felicidad, los jefes de la lucha antinarcóticos que viven de la penalización de la hierba, y los criminales cuyas ganancias están atadas a la prohibición.
No obstante, la mera posibilidad de un voto por el "sí" sugiere que la actitud del público hacia la marihuana se ha ablandado y que muchos estadounidenses preferirían que el negocio exista legalmente. Sin duda, el mercado es robusto y la "marihuana medicinal" parece una manera de legalización sin admitirlo. También está el hecho de que la hierba parece moverse con bastante libertad por el país, lo que demuestra cierta tolerancia entre las autoridades estadounidenses para con los que la distribuyen al consumidor.
Una mayor competencia en la producción y distribución de marihuana podría ayudar al agobiado México. Como están las cosas ahora, los traficantes tienen buenas razones para usar todos sus recursos para que su producto cruce la frontera norte, dónde hay un gran mercado, pocos obstáculos a la distribución y un valor incrementado por la prohibición. Los márgenes de ganancia no son grandes, pero compensan con el volumen de las ventas.
Las autoridades mexicanas calculan que el negocio de la marihuana representa más de la mitad de los ingresos de los carteles del país. La legalización de la droga en Estados Unidos podría incrementar la competencia entre los exportadores mexicanos y reducir sus ganancias, lo que eliminaría una parte importante de las entradas financieras de los monopolios.
Un problema mayor para México es la demanda de cocaína en Estados Unidos. Las autoridades antinarcóticos estadounidenses parecen tener alguna idea lo que no está funcionando. El antiguo jefe de la Dirección Antinarcóticos de Estados Unidos (DEA), Robert Bonner, escribió en un artículo reciente de la revista Foreing Affairs: "La meta debe ser clara. En Colombia, el objetivo era destruir a los carteles de Cali y Medellín, no evitar que las drogas fueran contrabandeadas a Estados Unidos o acabar con el consumo".
Esto es risible. Durante los últimos 40 años, la única razón para la existencia de la política exterior antinarcóticos de Estados Unidos ha sido acabar con la oferta, para reducir la demanda interna. Claro, cuando les salió el tiro por la culata y los carteles colombianos se volvieron más poderosos, Bogotá y Washington debieron reajustar sus planes. Pero se siguió predicando que el ataque a la oferta podría reducir el consumo entre los estadounidenses.
Si Bonner está cambiando ahora el argumento, sólo puede ser porque ha visto las cifras. La producción de cocaína en la región andina sólo cayó en 8% entre 1999 y 2008, y hasta eso podría ser explicado por un cambio en las preferencias entre los consumidores en Estados Unidos.
Tanto los analistas y como los que toman las decisiones concuerdan en que si bien los éxitos contra las rutas caribeñas han empujado el negocio hacia México, no han reducido la demanda estadounidense. Durante mi entrevista, el economista y yo fuimos un poco más allá y especulamos que sería más difícil para un cartel importante monopolizar el tráfico, incluso usando violencia, si la cocaína fluyera más libremente, como antes, por el Caribe y la frontera entre México y Estados Unidos fuera más porosa.
Es una teoría interesante y, por supuesto, está totalmente en contra de la dirección de la política de Washington. Pero si resultara que esa dirección es la equivocada, no sería la primera vez en la larga historia de la guerra contra las drogas.
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