Tomado de Foreign Policy
Desde la era de los zares hasta
la de Putín se reflejan en la aguda obra crítica del escritor y caricaturista supremo
ruso Nikolai Gogol, creador de la comedia más importante del teatro de su país “El Inspector” y de las mundialmente famosas “Taras
Bulba” y “Almas Muertas”
Por Tomas de Waal
Un gran lastre que sufre Rusia es que nunca se ha librado
del hábito del feudalismo, el poder personalizado. Hasta finales del siglo XIX,
los siervos esclavizados constituían la mayoría de la población rusa. Y los
terratenientes para quienes trabajaban los siervos tampoco eran independientes,
servían al Estado y poseían tierras exclusivamente porque así lo quería el zar.
El sistema soviético reconstruyó esa misma jerarquía, con la propiedad
centralizada de las tierras y el monopolio del Partido Comunista. En los
últimos años, Putin ha vuelto a actualizar el sistema para la era postsoviética
y ha impuesto lo que llama el “poder vertical”, aunque permite a sus ciudadanos
mucho más margen de espacio privado.
Sin embargo, como descubrió Putin no hace mucho, el
sistema es sorprendentemente frágil. Exige mantenimiento constante, porque está
construido sobre una cadena de dependencias engrasadas con favores y sobornos y
cargadas de sospechas y duplicidades.
La cadena puede romperse de un momento a otro. Un zar
puede volverse demasiado obstinado, o caer enfermo, o quedarse sin dinero con
el que pagar sus facturas, y, entonces, los ciudadanos rusos son muy capaces de
desafiar a sus gobernantes, si piensan que el esfuerzo merece la pena. Como dice el
especialista en Rusia Sam Greene, “existe un mito extendido..., que los rusos
son pasivos. No es verdad: los rusos son dinámicamente inmóviles”. Se refiere a
que los rusos son conservadores por naturaleza, que prefieren prestar atención
a las estrategias de supervivencia que arriesgarse a empeorar su situación.
Ahora bien, si creen que el emperador está desnudo, protestarán. Es lo que
sucedió entre 1989 y 1991, cuando se vino abajo todo el sistema soviético, y, a
escala más modesta, en los últimos meses, desde la manipulación de las
elecciones parlamentarias de diciembre.

La trama es simple: el alcalde corrupto de una pequeña
ciudad se entera de que va a llegar un inspector del Gobierno de San
Petersburgo a investigar cómo están funcionando las cosas. Se desata el pánico.
Todo el mundo acepta sobornos, se ha desviado el dinero que estaba destinado a
un nuevo hospital que, como consecuencia, no se ha construido, y en el
vestíbulo principal de los juzgados, que casi no se utilizan, anidan los gansos.
Entonces, el alcalde y sus subordinados cometen el
desastroso error de confundir a un joven de la capital, que está alojado en el
hotel del pueblo, con el inspector. En realidad, Khlestakov, que así se llama
el huésped, es un holgazán que está viviendo a crédito después de haber perdido
todo su dinero en una partida de cartas. Enseguida empieza a aprovecharse de
las obsequiosas atenciones de los funcionarios municipales, a sacar dinero a
los burócratas y a seducir a la esposa y la hija del alcalde con historias
completamente embellecidas de su vida en San Petersburgo.
Igual que la historia de Rusia en el último siglo, el
desenlace de la obra incluye un ciclo de revueltas, absolutismo y derrumbe. Una
muchedumbre amotinada de comerciantes se queja al forastero de los abusos del
alcalde. Pero éste les gana la partida al anunciar que Khlestakov ha pedido
matrimonio a su hija y se va a llevar a la familia a San Petersburgo. El
alcalde se pavonea de ello ante un comerciante humillado y le dice: “Ahora
yaces a mis pies. ¿Por qué? Porque tengo las de ganar, pero, si la situación se
inclinara un poco en tu favor, entonces, sinvergüenza, me aplastarías en el
barro y me golpearías en la cabeza de paso”.
Y, en efecto, las cosas cambian. Cuando Khlestakov
desaparece de la ciudad, el cartero abre a escondidas una carta escrita por el
estafador en la que presume de cómo ha engañado a todos. Todo el sueño se hace
añicos y la ciudad enmudece al saber que acaba de llegar el verdadero
inspector. Al final, el alcalde, desolado, dice a sus subordinados y al
público: “¿De qué os reís? ¡Estáis riéndoos de vosotros mismos!”


En la Rusia de Putin, como en la de Nicolás I, todo el
mundo es consciente de su lugar y todo el mundo es cómplice de las prácticas
corruptas, por interés o por inercia, o por ambas cosas. Pero las cosas
dependen de quién esté en el poder: el zar, el alcalde, el presidente. Cuando
la apariencia de autoridad se desvanece –el inspector es un fraude, el
presidente se extralimita–, todo puede venirse abajo con gran rapidez.
En la obra, el orden también se reestablece muy rápido: el nuevo inspector impone su voluntad. Pero en la famosa escena final, los personajes están mudos y podemos ver un atisbo de terror existencial. El problema constante de Rusia es que oscila entre el orden dictatorial y la ruptura social, que es como la mayoría de los rusos experimentaron los años noventa tras la caída del régimen soviético. El inspector plantea el mismo dilema. Si Gogol tiene una lección aprovechable para los opositores rusos actuales, es que deben tratar de cambiar, no al hombre que ocupa el poder, sino el propio sistema.
En la obra, el orden también se reestablece muy rápido: el nuevo inspector impone su voluntad. Pero en la famosa escena final, los personajes están mudos y podemos ver un atisbo de terror existencial. El problema constante de Rusia es que oscila entre el orden dictatorial y la ruptura social, que es como la mayoría de los rusos experimentaron los años noventa tras la caída del régimen soviético. El inspector plantea el mismo dilema. Si Gogol tiene una lección aprovechable para los opositores rusos actuales, es que deben tratar de cambiar, no al hombre que ocupa el poder, sino el propio sistema.
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