La VI Cumbre de las Américas en Cartagena ha sido el más reciente ejemplo de la astucia isleña en brillar por su ausencia
Por Yoani Sánchez

Mientras, Estados Unidos y en los últimos
días Canadá consideran inadmisible la connivencia entre mandatarios que han
pasado por las urnas y un general que heredó el poder por vía sanguínea.
Ninguna de las dos estrategias, el acercamiento para convencer y la ofensiva
para hacer claudicar, han dado muchos resultados hasta el momento.
El Gobierno cubano tiende a sacar partido
tanto del abrazo como de la hostilidad. A uno lo muestra como gesto de
validación de su sistema político, a la otra como razón para mantener la falta
de libertades hacia el interior del país. No en balde en varios muros de la
capital habanera ha quedado delineada la frase de Ignacio de Loyola “en una
plaza sitiada, disentir es traicionar”.
Ante los llamados a democratizar el país,
la Administración de La Habana se comporta como el acosado que debe protegerse
de exigencias exteriores. El discurso político se refuerza y se vuelve más
intransigente a medida que crece el enfrentamiento con el de afuera.
La improductividad de la tierra pasa a un
segundo plano, la inconformidad ciudadana queda relegada; hasta los cortes
eléctricos dejan de ser un tema en las calles, cuando las arengas nacionalistas
copan todo el espacio televisivo. Los días de la cumbre de Cartagena fueron una
muestra casi modélica de esa táctica. Una vez pasada la resaca informativa por
la visita de Benedicto XVI, nuestros noticiarios encontraron un suculento
bocado en los tropiezos de la magna cita americana.
El desplante de Rafael Correa, la ausencia
de Hugo Chávez y de Daniel Ortega, la partida intempestiva de Cristina
Fernández alimentaron las páginas del periódico Granma en detrimento de otras informaciones.
Apenas si quedó espacio informativo para la importantísima discusión sobre la despenalización
de la droga, o para narrar los detalles del tratado de libre comercio entre
Estados Unidos y Colombia. “El reclamo generalizado de integrar a Cuba en estos
foros hemisféricos” —en palabras de Evo Morales— sepultó otros debates urgentes
en el plano social y económico que tanto urgen al continente.
Y por esta vez las islas volvieron a
marcarle la pauta a todo un continente: las Malvinas por un lado y Cuba por el
otro. Unas en medio de un conflicto de pertenencia y la otra en el centro de un
debate sobre pertinencia. No debería extrañarnos esa desproporción entre los
kilómetros cuadrados de un territorio y la cantidad de controversias que genera
en una cumbre presidencial.
No tendría que sorprendernos tal desmesura
porque, durante 53 años, esa ha sido la diplomacia cultivada por Fidel Castro y
ahora continuada por su hermano. Estar sin estar, boicotear sin asistir, tirar
la puerta sin antes hacer el intento de tocar en ella. En el palacio de
gobierno habanero de seguro se esbozaron varias sonrisas al ver la falta de
consenso y de declaración final en Cartagena de Indias.
Numerosos
mandatarios reunidos en Colombia aseguraron que nuestra nación estará presente
en la próxima cita continental. ¿Pero, de cuál Cuba están hablando en ese caso?
Sin dudas, de un país que la tendrá más difícil para opacar los temas generados
por las potencias emergentes del área y por los retos políticos de ese momento.
José Mújica reclamó que “la bandera de la
estrella solitaria” debe acompañar a sus pares regionales, y esta aseveración
puede leerse como un pronóstico de que los cubanos viviremos cambios
trascendentales en los próximos años.
Incluso entre los Gobiernos más afines al
de La Habana, pocos creen que Raúl Castro será incluido en la lista de
invitados a la VII Cumbre de las Américas. Todo apunta a que en su lugar irá
otra persona —con otro apellido— que en el mejor de los escenarios posibles
será un presidente elegido por su pueblo. La isla insertada finalmente —con su
justo tamaño y trascendencia— en el continente.
Yoani Sánchez es periodista cubana y autora del blog
Generación Y.
Yoani Sánchez / bgagency-Milan.
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